Los diablos azules

'Muchachas de uniforme'

Portada de 'Muchachas de uniforme', de Christa Winsloe.

Christa Winsloe

Muchachas de uniforme es una rareza. Lo fue como obra cinematográfica, quizás su versión más célebre, conocida como la primera película de temática lésbica de la historia. Estrenada en la Alemania de 1931, el filme se salía de la norma en varios aspectos. Primero, la trama: Manuela, huérfana de padre y madre, es enviada a un internado para niñas; en medio de la disciplina y el hambre, la adolescente encuentra en la profesora Elisabeth von Bernburg no solo una figura de admiración, sino de amor. Con sutileza —en Alemania la película era solo para adultos, en Estados Unidos pudo estrenarse solo gracias al apoyo de Eleanor Roosevelt—, la película dirigida por Leontine Sagan dibujaba la fuerza arrasadora del primer amor, pero esta vez de una adolescente hacia su maestra, así como el castigo social al que este amor se enfrentaba. El filme contó con una recepción dividida entre el rechazo de los sectores conservadores y el apoyo y la sorpresa de los progresistas, y disfrutó de un relativo éxito internacional hasta que fue finalmente prohibida por los nazis tras su llegada al poder. 

Gran parte del equipo envuelto en la producción del filme se vio directamente afectado por el ascenso de Hitler. La propia Sagan era judía y abandonó Alemania poco después del estreno del filme. Walter Supper, parte del equipo técnico y también judío, se suicidó en 1943 antes de ser arrestado por los nazis. Herta Thiele, la actriz que daba vida a Manuela, se negó a colaborar con el régimen y se exilió a Suiza en 1937. También huyó, esta vez a Francia, Christa Winsloe, autora de la obra teatral en la que se basa el guion, dramaturga y escultora, afiliada al Partido Socialdemócrata Alemán (SPD) y activa en los ambientes de disidencia homosexual crecidos en el Berlín de la República de Weimar. Tras el estreno de la película, aprovechó el impulso para publicar la historia en forma de novela. El título se tradujo entonces al español, aprovechando la apertura cultural de la II República, con dos ediciones en 1933 y 1934. Ahora, el sello Xordica recupera Muchachas de uniforme en una nueva traducción de Virginia Maza, el penúltimo rescate de un testimonio histórico de resistencia. Reproducimos aquí un extracto de la novela. 

_____

Elisabe

th von Bernburg era la hija de un militar de alto rango, igual que la señorita von Kesten e igual que prácticamente todas las profesoras del establecimiento. Tenía veintiocho años y, de esos veintiocho, había pasado cinco en el internado, desde que se anulara su compromiso con un joven teniente de los dragones. Por lo que se rumoreaba, había sido por la frialdad y el carácter reservado de la joven, que llevaron al teniente a romper con ella poco antes de la boda. Otros, sin embargo, decían saber que había sido ella, la señorita von Bernburg, la que le había dicho a su prometido que no podía casarse con él ni con ningún otro hombre. Según contaban, la excusa en cuestión había levantado una gran polvareda y había dado lugar a interpretaciones de lo más aventuradas. Esta versión se había extendido también entre las alumnas del Colegio Helene, aunque nadie sabía de dónde había salido. Se sospechaba que Ilse había traído la noticia después de pasar unas vacaciones en Berlín, que se lo había contado su padrastro, un joven con el que se había casado su madre después de divorciarse de su padre.

–Chicas –les dijo–, os tengo que contar una cosa de la Bernburgalesa, no os lo vais a creer. En lugar de casarse, ¡prefirió venir aquí! Al parecer, dijo que no quería tener hijos y, cuando su prometido intentó darle un beso, lo apartó de un empujón.

Oda y Mia intercambiaron miradas y se echaron a reír con cierta malicia. Manuela, sin embargo, montó en cólera.

–¡Ilse, no la llames «la Bernburgalesa»! Además, eso son cosas privadas, nadie sabe si son verdad.

–Bueno, imagínate, ¡era un teniente de los dragones! –dijo Ilse ofendida–. ¡Yo no haría algo así ni loca!

Todas se echaron a reír, salvo Marga, que les mandó callar porque había oído a la señorita von Kesten pasar sigilosamente por el pasillo. Manuela se quedó dándole vueltas.

Más de una noche, cuando la señorita von Bernburg ya había apagado la luz del dormitorio y empezaban los cuchicheos y a aparecer pequeñas linternas eléctricas por debajo de las almohadas, Manuela se quedaba pensativa, preguntándose qué estaría haciendo la señorita von Bernburg en su habitación. ¿Le gustaría estar aquí? ¿No echaría de menos alguna vez tener marido e hijos? Tener hijos le parecía bonito, pero lo de tener marido… Eso le costaba imaginárselo. Y lo de imaginar a la señorita von Bernburg con un marido le resultaba ya sencillamente imposible. Con miss Evans no tenía problema. Tenía novio en Inglaterra y decían que trabajaba para ahorrar algo de dinero antes de casarse. También era fácil imaginar a la señorita von Attems casada con algún terrateniente, encargándose de la cocina y de la bodega. Pero la señorita von Bernburg…

Al parecer, Elisabeth von Bernburg no tenía la menor idea de las fantasías infantiles y no infantiles, ni de las dudas que la rodeaban. Estaba ahí, en silencio, equitativa, estricta y bondadosa; acompañaba con su armonioso paso el día a día de las niñas; les daba clase, les mandaba cosas, las escuchaba y las aconsejaba… Pero siempre lo hacía manteniendo las distancias, cerrada en sí misma y sola. Solo una vez, por un instante, consiguió Manuela entrever algo de su alma. Fue un domingo por la noche y la señorita von Bernburg, como cada día, iba recorriendo el dormitorio para darles a las niñas su beso de buenas noches, respondiendo preguntas aquí y allá, o dando alguna instrucción.

También Manuela la abordó.

–Señorita von Bernburg –dijo tímidamente–. No sé qué me pasa, debo de tener algo… Creo que estoy enferma. –Y, poco a poco, le fue contando que se había sentido mal todo el día. Le dolía la tripa, tenía náuseas, dolor de cabeza y también había empezado a sangrar.

La señorita von Bernburg no sonrió.

Muy seria, se sentó al borde de la cama.

–No es ninguna enfermedad, Manuela –dijo con dulzura–. Solo quiere decir que has crecido mucho y que estás a punto de dejar de ser una niña. Si no fuera por esa sangre, no podrías tener hijos cuando seas mayor. Todas las mujeres sangran así cada cuatro semanas. Ya veo que tengo que ejercer un poco de madre contigo y decirte qué tienes que hacer cuando te pase.

–Gracias, señorita von Bernburg –dijo Manuela.

Se quedó inmóvil y pálida en la cama, escuchando más el sonido de la voz que le daba indicaciones que las palabras en sí. Cuando la señorita von Bernburg se disponía a levantarse, Manuela la detuvo.

–Señorita von Bernburg…

–¿Qué pasa, Manuela?

–Ha dicho que les pasa a todas las mujeres. Pero aun así hay mujeres que no tienen hijos nunca.

La señorita von Bernburg no la miró.

–Sí, hija, claro, las que no tienen marido.

–Señorita von Bernburg –soltó Manuela, buscando la mano de la mujer que se había inclinado hacia ella–. Yo… Tengo que preguntarle algo. Pienso en ello todas las noches… ¿Es feliz?

Elisabe

th von Bernburg alzó la cabeza y, sin el menor signo de sorpresa, como si fuera la pregunta más natural del mundo, miró a Manuela a los ojos.

–Sí, pequeña –le respondió–. Os tengo a vosotras.

Tal vez debería haber dicho: «Te tengo a ti», pero esa hija y nieta de militar, que no había aprendido otra cosa que a reprimir los sentimientos y a evitar cualquier arranque de emoción, esa muchacha educada en el temor a Dios por una madre puritana, esa joven que se había jurado a sí misma cumplir de forma justa e íntegra su deber hacia las niñas que le eran confiadas, jamás hubiera podido decir algo así. Ella solo podía pensar en «las niñas», no podía entregar su corazón a una sola de ellas. Y ahora, cuando al mirar a los ojos a esa niña le había sucedido justo eso, no se atrevió a pensar en otra cosa que en renuncia y en disciplina.

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El cariño de esa niña, más puro que la simpatía y la adoración que tanto la conmovían de las demás muchachas, le ofrecía una felicidad inmerecida y que jamás había sentido. Manuela derramaba ese amor en todos sus gestos y en cada palabra. Pero no hubiera sido Elisabeth von Bernburg si no se hubiera castigado a sí misma por sentirse así de feliz por esa niña y por corresponder a ese amor con toda la fuerza de su corazón.

(...)

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