Muros sin Fronteras

Las banderas del odio y la ignorancia

Tenemos tres noticias relacionadas, pertenecen al mismo clima de odio: la fulgurante entrada de la extrema derecha alemana en el Bundestag (94 escaños de 709; la tercera fuerza por delante de Los Verdes y los Liberales); la guerra de Donald Trump contra los deportistas afroamericanos que escuchan el himno con una rodilla en tierra en protesta por el racismo policial; y el “oe oe oe, a por ellos” de Huelva y el cerco ultraderechista a representantes de Podemos e Izquierda Unida reunidos en Zaragoza.

Esto último, la futbolización del nacionalismo español, es desconcertante. No sabemos si ya no da para una frase, si nos deslizamos hacia un hooliganismo intelectual o ha decidido tomarse las cosas con deportividad. Apuesto por la primera.

La despedida de unidades de la Guardia Civil como si fueran miembros de una expedición que parte a una guerra colonial se produce en medio del incremento de la tensión por el referéndum unilateral de Cataluña. Un columnista escribió hace unos días que en España no había extrema derecha. La extrema derecha no ha tardado ni dos minutos en desmentirle.

Las despedidas se han multiplicado en varias ciudades españolas. No son buenos ni ocultando la campaña orquestada. El PP ya está buscando el rédito entre los supremacistas españoles. La bulla es su perfil negociador.

El gran resultado de Alternativa para Alemania (AfD, sus siglas en alemán) empañó el cuarto triunfo consecutivo de Angela Merkel, que se ha llevado parte de los votos del SDP, casi tan desnortado como otros partidos socialdemócratas europeos, pero no tanto como el francés.

El movimiento de Merkel hacia el centro político dejó abierta la puerta a AfD, que convirtió el rechazo a los refugiados en una de sus banderas existenciales. AfD es una alianza de varias corrientes, alguna de ella muy próxima al nazismo.

El resultado de AfD se suma al auge del Frente Nacional de Marine Le Pen, el Brexit impulsado por tipos como Nigel Farage y el oportunista pirómano Boris Johnson, los gobiernos ultras de Polonia y Hungría, y una sensación de que estamos ante una resurrección de la tribu frente al Estado democrático. No es la primera vez que sucede. En el siglo XX ocurrió en 1910, con el advenimiento de la sociedad de masas, la Revolución de Octubre, la Gran Depresión y las irrupciones del nazismo y el fascismo en Alemania e Italia, dos países cultos.

La crisis económica de 2008 ha dejado al descubierto la incapacidad de las élites de proteger a la ciudadanía. Los recortes sociales y los ajustes han ido contra el Estado del bienestar, como si las clases dirigentes necesitan desplumar aún más un árbol que se queda sin hojas. La idolología del cortoplacismo se ve en la gula sin límites de Wall Street, de eso que llamamos “los mercados”. También en el desinterés por asuntos que determinarán el futuro inmediato del planeta, como el cambio climático.

Todo gira entorno a cobrar el bonus millonario al final del año, o ganar las elecciones con todo tipo de mensajes populistas y demagogos (aquí entra Trump). Se está haciendo lo contrario de lo que se hizo en 1945 para proteger a las democracias de los fanatismos: más Estado bienestar, mejor reparto de la riqueza y el control de los depredadores económicos.

La liberalización de los años ochenta, la revolución conservadora de Reagan y Thatcher, que robó parte del discurso a los socialdemócratas, la caída el Muro y la globalización han acabado con la milonga del capitalismo de rostro humano para dejarnos ante la realidad: un capitalismo insaciable que devora los cimientos de la democracia.

En tiempos revueltos y peligrosos, como los que vivimos también en España, gana el vocerío y la ignorancia. Son importantes los líderes, su ejemplo. Pero tenemos a Donald Trump, que sigue sin poder matar el Obamacare Obamacare debido a tres de los senadores republicanos que rechazan anteponer la ideología a los intereses de sus representados. Es un presidente que divide en lugar de unir, que se presenta en la Asamblea General de la ONU como si fuera un salón del Oeste en el que uno pueda lanzar bravatas y motes contra Corea del Norte.

Trump necesita estar permanentemente en el centro de atención. Es enfermizo. Tiene la habilidad de crear conflictos donde no los hay. También tiene, hay que admitirlo, una enorme capacidad de unir a sus enemigos.

Ha logrado que la NFL (Liga de Futbol americano), cuya patronal es conservadora, y votante republicano en la mayoría de los casos, desafíe al presidente, que llamó hijos de puta a los jugadores negros que hincan la rodilla en tierra durante la interpretación del himno. Todo comenzó la pasada temporada. El pionero fue Colin Kaepernick, lo hizo para protestar contra la violencia policía contra las comunidades afroamericanas. El gesto se ha extendido. Trump ha pedido a los dueños de los equipos que despidan a los jugadores antipatriotas.

La respuesta ha sido masiva. Hasta el dueño de los Dallas Cowboy puso la rodilla en tierra.

También hubo insultos para Stephen Curry, la estrella de los Golden State Warriors porque no quería acudir a la recepción oficial por su título en la NBA.

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La mejor respuesta procede de una personas muy respetada, Greg Popovich, entrenador de los San Antonio Spurs, ganador de cinco campeonatos de la NBA: Trump es una vergüenza para América (y para el mundo).

​​​​​​​Muchos dicen que los deportistas no se deben meter en política, como si el deporte viviera en un mundo paralelo. Cuando los políticos dejan de ser respetables, un ejemplo para millones de niños y ciudadanos, los deportistas, los intelectuales, los que tienen una proyección pública tienen el deber de mostrarse, de decir, no, este señor no representa a EEUU.

 

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