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Alivio social, no exaltación nacionalista

El 26 de julio de 1945, el carismático primer ministro conservador Winston Churchill fue severamente derrotado en las urnas por el modesto líder de la oposición laborista Clement Attlee. Churchill daba por hecha su victoria electoral: él había dirigido desde Downing Street el tremendo esfuerzo del pueblo británico en la Segunda Guerra Mundial, un esfuerzo que acababa de culminar triunfalmente con el derrumbe del Tercer Reich. Sin embargo, una amplia mayoría del electorado británico decidió que Churchill se había ganado una buena jubilación, que ya había pasado el tiempo de su discurso épico y belicista, de su retórica de “sangre, sudor y lágrimas”, de sus llamamientos a persistir por el camino de la grandeza nacional e imperial. Esa amplia mayoría prefirió la oferta de Attlee: había llegado la hora de hablar menos de Gran Bretaña y más de los británicos, el momento de que los ciudadanos cosecharan los dividendos de la victoria frente a Hitler en forma de mejores salarios, de trabajos más seguros, de pensiones de jubilación dignas, de una sanidad, una educación y un transporte públicos y eficaces.

La mayoría de los españoles votamos el pasado domingo en un sentido semejante. Queremos cobrar los dividendos del enorme sacrificio de las clases populares y medias en esta larga década de crisis. Nos ha gustado que Pedro Sánchez, estimulado y apoyado por Unidas Podemos, haya puesto el acento desde el verano de 2018 en la agenda social, en intentar arreglar cosas concretas que alivien nuestros sufrimientos. Deseamos que siga así, como lo hace el Gobierno de izquierdas portugués desde hace un tiempo. Sin alarmar a los amos del universo, que ya vimos en Grecia lo crueles que pueden ser. Pero deshaciendo injusticias y desigualdades flagrantes. El nuevo Gobierno de Sánchez bien puede hacerlo. El mundo no se ha derrumbado sobre nuestras cabezas porque el domingo hayamos preferido a la izquierda. Y la actitud de Pablo Iglesias, Irene Montero, Alberto Garzón, Juantxo López de Uralde y compañía está siendo sensata y cooperativa.

Los españoles hemos rechazado el camino que proponía el Trifachito: el del exacerbado nacionalismo rojigualda. Las tres derechas deseaban que el 28 de abril plebiscitara su visión tremendista, casi guerracivilista, del conflicto catalán. Proponían que castigáramos a Sánchez porque había cometido el “pecado” de intentar dialogar con los independentistas catalanes, que le sancionáramos porque, a diferencia de Casado, Rivera y Abascal, él se negaba a arrojar gasolina al fuego. Y no lo hemos hecho. En absoluto. En la cuestión territorial también hemos preferido la sensatez, el pragmatismo, el reformismo. Las banderas no llenan la nevera, ni pagan el alquiler, ni curan las enfermedades.

La derrota del Trifachito es aún más espectacular si se piensa que su intento de imponer la cuestión catalana como el gran tema del 28 de abril contó con el apoyo militante de la mayoría de los grandes medios de comunicación, esos diarios de papel, emisoras radiofónicas y cadenas televisivas que dan inmensos titulares a un abucheo o la quema de una papelera en Cataluña, como si fueran tan graves como la caída de las Torres Gemelas. Y no lo son, cualquier democracia que se precie puede vivir con una cierta conflictividad. Exagerar las cosas no es periodismo, es puro y simple amarillismo. Y el amarillismo siempre obedece a ideologías e intereses concretos.

Imagino la cara de chasco de algunos dirigentes zorrocotrocos del PSOE al comprobar el domingo que, a pesar de sus apocalípticos augurios, su partido no se había hundido catastróficamente en las urnas porque Sánchez hubiera ganado la moción de censura a Rajoy con el apoyo de los independentistas catalanes, ni porque luego hubiera charlado en un par de ocasiones con Torra. Resulta que la gente no es tan gilipollas, que una mayoría de los españoles entiende perfectamente que el diálogo no es rendición ni traición.

El Trifachito es la España que asusta a la mayoría de los españoles. Ha dado mucho miedo, ha provocado la movilización de los progresistas –tibios o menos tibios– y no ha pasado. El  faltón y agresivo PP de Casado se ha dado un batacazo monumental, incluso el resultado de la ultraderecha de Vox ha estado muy lejos de esos sesenta diputados que algunos le atribuían. La palabra alivio ha sido muy pronunciada en España –y fuera de España– desde la noche del domingo. Tenemos una ciudadanía menos desnortada, más sagaz que aquellas que en otros países han llevado al poder a Trump, Bolsonaro y Salvini, y al borde del poder a Le Pen. Y parece que esta ciudadanía guarda la memoria colectiva de que la Transición se hizo con pactos y componendas, con cesiones de unos y otros. No gritando ¡A por ellos!

En la noche del lunes,  Ignacio Sánchez-Cuenca hizo en El Intermedio una observación que suscribo: a Sánchez le ha ido bien cada vez que ha sido valiente y se ha rebelado. Cuando se negó a apoyar la investidura de Rajoy a pesar de lo que le exigían el Ibex35, el Grupo Prisa y los felipistas y zorrocotrocos de su propio partido, y renunció a su acta de diputado. Cuando se presentó a las primarias del PSOE como el candidato de las bases de izquierda contra el establishment concentrado en torno a Susana Díaz. Cuando presentó la moción de censura contra Rajoy sin tener garantizada su victoria. Cuando se reconcilió con Podemos y propuso el diálogo en el asunto catalán. Cuando en esta última campaña electoral optó por no fomentar la guerra de las banderas y propuso un programa de mejoras sociales.

Ahora –lo estamos viendo desde el lunes por la mañana– los mismos actores que se conjuraron para expulsar a Sánchez del liderazgo del PSOE le presionan para que gobierne por el centroderecha, con el apoyo de Ciudadanos, y no por el centro izquierda, con el de Unidos Podemos. Es natural: el Banco Santander y compañía tienen muy claros sus intereses, que no son necesariamente los del común de los mortales. Ellos desean contratos precarios, sueldos bajos y despidos baratos. No quieren pagar ni un céntimo en impuestos. Y  prefieren que el gasto público se destine a rescatar bancos, autopistas y petroleras en apuros, y no a asuntos sociales.

Y también es natural que los grandes medios de comunicación jaleen ese deseo de que Sánchez repita la escena del sofá con un Rivera cuya palabra, ya lo sabemos, no vale un colín. Al fin y al cabo esos medios son propiedad de sus dueños y no de sus periodistas y su público. Pero si Sánchez termina escogiendo esa vía, no solo defraudará a los militantes socialistas que en la noche del domingo le decían alto y claro ¡Con Rivera, no!; también lo hará a los millones de votantes del PSOE, Unidos Podemos, Compromís y otras fuerzas que, como los de Clement Attlee en 1945, desean una legislatura de alivio socioeconómico y recuperación de libertades y derechos, no de exaltación nacionalista.

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