Desde la casa roja

Madrid, cuarto mundo

La semana pasada acabé una de sus mañanas en el local de una asociación donde ayudan a las personas sin hogar en Usera, el barrio de mis abuelos, en la zona sur de Madrid. Personas sin casa. Personas sin trabajo. Que se han desconectado de la red familiar. Personas sin dinero: pobreza y exclusión social. Un lugar donde trabaja gente que no deja sola a otra gente, que los empadrona en sus locales para que tengan una dirección administrativa, que se saben todos los nombres y algunos fragmentos de cada una de las historias. Sí, puedo escribir que allí dentro sentí su calor. Me contaron que la asociación nació para ayudar a chicos y chicas que vivían en la calle y que habían perdido el contacto con las familias debido a la drogadicción. Luego, organizaron cursos de cocina para ellos y la comida que hacían y sobraba empezaron a ofrecérsela a un grupo de personas sin hogar que se refugiaban de las noches de invierno en las Urgencias o en la Maternidad del hospital 12 de octubre.

Trabajadores sociales, psicólogos, asesoría jurídica, cocineros y muchos voluntarios. Gente que dice “nuestro Manuel” o “nuestra Lucía” cuando les preguntas por alguien, gente que cuida de otra gente, sin juicios ni prejuicios, que acompaña, que se hace cargo de recopilar su documentación e intenta buscar una salida con ellos a la vida sin techo. A veces, para llegar a la salida de esta situación hay que caminar mucho y, otras, aunque caminen mucho, no la van a encontrar nunca. Yo me imagino que son como cebollas, me dice uno de ellos, a las que hay que ir quitando capas hasta llegar al corazón. Son muchas capas a quitar. Esta gente sabe más de la vida de las personas a las que dan de comer que sus propias familias. Ellos son los que encontrarán la forma de llamar por teléfono la noche en que una ola de frío inesperado se lleve a alguno por delante.

Fui allí para llevar una maleta.

En el libro Silencio administrativo (Anagrama, 2019), Sara Mesa cuenta la historia real de Carmen, una mujer sin hogar, discapacitada y enferma que trata de solicitar la renta mínima con la ayuda de Beatriz (un personaje armado sobre varias personas, entre ellas, la autora, que ayudaron a Carmen) y acaba perdida en un laberinto burocrático sin salida que exige más a quienes menos tienen. En este breve libro, Mesa explica en un capítulo titulado Pidiendo lo imposible cómo Carmen le dice a Beatriz que para ellos es imprescindible llevar todo encima. Y Beatriz le consigue una mochila de unos dibujos animados. Yo le conseguí una ridícula y viajada maleta de los años ochenta.

El término “cuarto mundo” llega hasta hoy desde la Revolución Francesa y hace referencia al cuarto orden. La sociedad estaba entonces dividida en tres estados o tres órdenes: la nobleza, el clero y el tercer estado. Pero en ninguno de los tres se incluía a todos aquellos que no podían pagar impuestos, requisito para formar parte. Los trabajadores a jornal, los indigentes y los enfermos estaban excluidos. Para conseguir su representación en los Estados Generales celebrados en 1789, se redactaron los Cuadernos del Cuarto Orden. El término hoy se refiere a aquellos que viven en condiciones de pobreza extrema, aunque vivan en áreas industrializadas del primer mundo.

El cuarto mundo no suma, no resta, no importa: casi nunca vota y no inciden en los programas electorales ni en sus resultados. Por eso, políticamente, son invisibles. Lo que ahora se llama “sinhogarismo” lo intentamos suavizar, de vez en cuando, con actuaciones de emergencia y caridades pasajeras: llevas una maleta, pasas una noche al raso congelado como ellos con tus espectaculares equipamientos para el frío, les das un vaso de chocolate caliente en mitad de la helada. Se habla de visibilización cuando, en realidad, sí los vemos y los hemos visto desde siempre y sabemos que cada vez hay más. En Madrid, en un año, un 24% más de personas se han quedado fuera de una casa y del sistema, casi 2.800, según el Noveno Recuento de personas sin hogar realizado por voluntarios a finales de 2018. El INE contabiliza casi 23.000 que acuden a centros y asociaciones. 8.000 más no reciben ningún tipo de atención. Cerca de 40.000 si contamos otras situaciones extremas. Más de dos millones y medio si atendemos a la pobreza.

Acudir al desbordamiento de los albergues a mitad de diciembre no va a acabar con la exclusión. Porque seguirán llegando más personas a las calles. Llega una crisis. Llega más frío. A la buena voluntad y voluntariados, los deben seguir las políticas públicas eficaces y la coordinación entre los diferentes agentes para conseguir, más que paliar, prevenir. Estas cifras nos definen. No creo que pueda haber nada más importante y urgente. Porque debajo de todo, está el mal ya endémico de este país, el mercado de la vivienda. Y formamos parte de este mal cuando, por ejemplo, practicamos la especulación y contribuimos a la subida de los precios del alquiler. Conseguir un techo se ha convertido en ciudades como Madrid en una de las incisiones más hirientes que ha dejado la crisis. Tener un techo significa cosas básicas: tener donde asearte, donde vestirte, un espacio al que regresar cada noche. Un lugar donde dormir, pero también donde poder ser lo que deseas. No debe ser un lujo, es un derecho. El Estado no debe practicar la caridad, debe garantizar la seguridad a sus ciudadanos.

A mi madre le gustaba contarme un cuento de Andersen cuando era niña, La vendedora de fósforos. A mí no me gustaba. Cada cerilla que encendía esa niña en la última noche del año para entrar en calor me sumía en un estado de culpabilidad más profundo. Me defendía y le pedía que no me lo volviera a contar. Era un cuento oscuro de diciembre, era Dickens, era Kafka perdido en el proceso de El proceso. Escribir de la pobreza en Navidad parece un acto de caridad conveniente. Pero no deberíamos llamar demagogia todo aquello que nos hace sentir culpables. Mientras celebramos adentro de las casas, acarreamos las pesadas cestas, afuera, en el frío, decenas de miles de personas resisten la embestida del invierno y el hambre. Da igual el día que sea. Los has visto muchas veces. Deja que te lo cuenten. Hay quien no va a deshacer la maleta. Tampoco en estas fiestas habrá casa a la que regresar

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