¡A la escucha!

Un patio destrozado

Las zapatillas les delataban. Dicen los educadores de los centros de menores de Baleares que era la señal de que ese chaval se había prostituido. Sabían identificar perfectamente quién, al volver al centro tras pasar el día en la calle, había conseguido un dinero extra pasando un rato en los baños de la Estación Intermodal de Palma o en uno de los parques cercanos. Era una de las señales evidentes. Unas zapatillas, un móvil, ropa nueva. Señales que no pasaban desapercibidas para ellos, pero sí para el resto del sistema. ¿Cómo pudo ser?

Quienes se han atrevido a hablar ante los medios estos días han contado que lo denunciaron muchas veces, que contaron que en los centros pasaban estas cosas sin que el protocolo sirviera para impedirlo. Que las denuncias llegaban, pero tal cual eran registradas se perdían en la burocracia del sistema. Al final, la denuncia de una menor por una violación grupal hizo saltar todo por los aires. Se puso en marcha una investigación, se destituyó a algún responsable e incluso educador, pero nada más. Las autoridades salieron a decir que el protocolo había funcionado todo este tiempo y que los 16 casos que se habían denunciado y producido durante estos años (¡¡¡16 casos¡¡¡¡) eran casos aislados. Toda una incongruencia: un protocolo jamás funciona si no es capaz de evitar que un sólo menor acabe así. Un protocolo ha fracasado estrepitosamente si durante todos estos años, hasta 16 menores han acabado prostituidos. Puede ser que no existiera una red organizada dentro de los centros que sirviera para captarlos de forma sistemática, pero es evidente que los controles eran demasiado laxos, que alguien no hacía su trabajo, si durante todo este tiempo 16 niños y adolescentes que tenían que haberse preocupado únicamente de encauzar su vida y de volver a convivir en familia, acabaron en esos baños de la Estación o en el parque siendo abusados por adultos.

Ya es un drama que un menor acabe en un centro así. Ya es suficientemente complicado lograr reconstruir su autoestima, su confianza, levantar poco a poco su mirada para que entienda que hay más salidas, que su vida no es simplemente lo que le está ocurriendo en ese momento. Que hay otro camino. Y creo que con que sólo uno de ellos acabe así, ya es una traición a toda esa confianza.

Los ahora adultos que en su adolescencia pasaron por alguno de esos centros cuentan estos días que fallaba todo: la disciplina, los controles. Que nadie se preocupaba por si se cumplían las normas. Y te preguntas entonces para qué estaba el sistema: los centros de menores no son edificios para “aparcarlos” y dejarlos allí hasta que cumplan los 18. Se supone que cuando todo su entorno les ha fallado, cuando su núcleo familiar se ha derrumbado, el sistema, el Estado está ahí para cogerles de la mano y ayudarles a levantarse y a lograr salir adelante. A mirar con esperanza lo que tienen por delante, a creer en ellos mismos, en darles calor.

Decía James Rhodes, un británico enamorado de España, que tuvo que sobrevivir a los terribles abusos que sufrió cuando era menor, abusos que le llegaron a provocar graves lesiones en su espalda (imaginen el horror), que estos días hablábamos muy poco de esos menores. Que habíamos dejado de ocuparnos de ellos, y que él no podía dejar de pensar en ellos ni un sólo día. Supongo que él mejor que nadie sabrá entender la sensación de abandono y de traición que pueden sentir.

Dicen que la infancia es el patio al que recurrimos y volvemos en nuestra edad adulta, el refugio en el que nos cobijamos cuando la vida se nos hace cuesta arriba. Recordar cuando todo era fácil, divertido, no había más miedo que el de la oscuridad y había un cobijo gigante en el que resguardarse, el abrazo de nuestros mayores. Si su infancia y adolescencia es ésta, ¿a qué refugio recurrirán ellos cuando sean adultos?

Más sobre este tema
stats