Verso Libre

Beber lejía

Luis García Montero nueva.

Con alguna frecuencia recuerdo la invitación del presidente Trump para combatir con lejía el coronavirus. Inyectarse o beber lejía para provocar la desinfección es una forma notable de pensar en el cuerpo, la ciencia y el tejido de causas y efectos que conforman la realidad. Se parece mucho al esperpento esta conocida dinámica de bulos, mentiras, noticias falsas, ocurrencias, denuncias y verdades alternativas que caracterizó el discurso de un empresario de la comunicación metido a político.

Pero conviene recordar que el esperpento fue una creación literaria de Valle-Inclán destinada al conocimiento de la sociedad que habitaba. Exageró el poder imaginativo y estético de su modernismo porque sólo a través de una deformación consciente podía comprender una realidad ya deformada. La deformación de lo deformado puede clarificar el sentido de los acontecimientos.

Debajo de los sucesos diarios hay una dinámica impuesta que nos aconseja beber lejía. Lo pienso al leer los comentarios desatados por el hecho de que una gimnasta joven, la primera –según parece– del mundo, abandone una competición olímpica presa de la angustia y la presión de su responsabilidad.

En un primer momento caigo en la tentación de comparar esa angustia con el famoso miedo a la página en blanco que dicen sentir muchos escritores. Luego tengo que reconocerme a mí mismo que siempre he considerado ese miedo como una leyenda tramposa en manos de los amantes del martirio. La conciencia crítica y la voluntad de escritura suelen relacionarse con la alegría más íntima en la vocación de un escritor. No me imagino a Valle-Inclán sufriendo mientras escribía, aunque sí sé que se angustió mucho al buscar escenarios para sus obras teatrales.

Descartado el miedo al oficio y pensando en la representación del éxito, he recordado que hace unos años me caí en el foso de un teatro. Por andar descuidado en un ensayo, me rompí la rodilla izquierda y el hombro derecho. Pasé las mañanas de aquel verano en una clínica de rehabilitación junto a una joven gimnasta que había llegado a competir en las Olimpiadas de Londres de 2012. Al quejarme yo de mi cuerpo de hombre que se acercaba entonces a los 60 años, el fisio me dijo que aquella casi niña tenía los tendones y los músculos de una mujer de 80.

¿Estar desconectado?

¿Estar desconectado?

Sí, bebemos lejía. Distorsionamos la inocencia de los juegos, mercantilizamos los cuerpos. Y no sólo nos pasan factura mental las competiciones exigentes, sino también una alta gama de deterioros físicos. Ni mente sana, ni cuerpo sano. Aquel lema de que lo importante es participar fue desbordado hace años por un deseo de ganar como único sentido de la competición. Medicaciones peligrosas, esfuerzos al límite, ejercicios poco saludables, drogas, aislamientos, aparecen de vez en cuando en las noticias, en la lógica del secreto, porque la investigación contra las malas sustancias va siempre acompañada de la investigación para encontrar sustancias que no sean descubiertas en una investigación… Bebemos lejía, somos un esperpento y un trabalenguas.

Y es que la vida es una competición, un concurso, en el que cada vez tiene menos importancia la convivencia y más valor el triunfo, ya sea debido a la suerte, al mérito o a la trampa. Bebemos una idea de la libertad que tiene poco que ver con los marcos de la igualdad y mucho con la ley del más fuerte. Basta encender el televisor y disfrutar de las programaciones convertidas en un concurso general. La cocina, la supervivencia, la música, los refranes, las palabras son materia exitosa de concurso. Si triste es acercarse a los alimentos en nombre de la competición, y no del hambre, más triste es para mí que se confunda la cultura con el aprendizaje de palabras raras y poco usadas en las conversaciones de la gente. Empieza con b, en náutica, cajeta de amugilar. ¡Baderna! Aunque lo peor de todo es cuando suena la música y presentadores, concursantes y público, se ponen a bailar en un mundo que se piensa feliz.

Acabo este artículo y decido ir a la playa para quitarme el sabor a la lejía. No con la mar salada, sino con los cuerpos de mi playa democrática. Gordos, gordas, fofos, fofas, esqueléticos, esqueléticas, jóvenes deslumbrantes, viejos, viejas, tullidos, tullidas, todos juntos a la orilla del mar. Mi playa en el sur, por fortuna, no sabe de concursos de belleza y no se plantea qué es eso de ser el primero o la primera del mundo.

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