Verso Libre

Madrid

Creo que no está de más en estos días hacer una declaración pública de amor a Madrid. Los necesarios debates políticos, convertidos en cerrazón o en inercias desquiciadas, cubren los muebles de la casa con el polvo de los malos entendidos, las caricaturas y el desprecio.

En una polémica a propósito de la política de la Restauración y de la corte de Alfonso XIII, Ortega y Gasset le dijo a Unamuno que hay opiniones sobre ciudades que, más que opiniones, parecen faltas de educación. Llevo semanas oyendo faltas de educación sobre Barcelona y Madrid. Como he cantado muchas veces mi amor por Barcelona, no quiero que se me pase dar testimonio de lo más cercano, de mi gratitud y mi amor por Madrid. Explico algunas cosas.

Y olvido algunas visitas infantiles con mis padres para recordarme de poeta joven, al principio de los años 80, bajándome en la estación de Atocha. Me esperaba el maestro Rafael Alberti, que iba a tener la generosidad de presentar en el Ateneo mi libro El jardín extranjero. Con Rafael hablé muchas veces de muchas cosas, por ejemplo, de los tres años de resistencia madrileña ante la agresión fascista en la guerra civil. Tres años, un caso insólito en la Europa de entonces, soportando a la aviación alemana, al armamento italiano y a los militares golpistas. "Madrid, Madrid, qué bien tu nombre suena, / rompeolas de todas las Españas", cantó Antonio Machado entonces para reconocer la dignidad del "No pasarán" y la solidaridad de un pueblo que cifró su orgullo en la resistencia contra el fascismo.

Después fui acogido con la misma generosidad por un grupo de escritores que me dejaron la herencia de la clandestinidad en la posguerra. Se llaman, en mi corazón tanto como en los libros, Ángel González, José Manuel Caballero Bonald, Gabriel Celaya, Juan García Hortelano, Armando López Salinas o Marcos Ana. Mis amigos se habían enfrentado en Madrid a Franco y a Fraga Iribarne, que llegaron de Galicia, a José Solís, que blasonaba de su sonrisa andaluza, al fascismo elegante de Juan Antonio Samaranch importado de Barcelona o al dinero de Juan March, el contrabandista de Baleares que financió el golpe de Estado de 1936.

El orgullo de ser un elitista

La primera noche que quedé a cenar con mis amigos me llevaron a un restaurante que se llamaba El Comunista. Su dueño nos dijo: "Yo invito a la comida, las copas las pagáis vosotros". Y es que El Comunista conocía bien a mis amigos. Con ellos he librado muchas batallas y he celebrado muchas noches hasta el amanecer, he conocido el amor verdadero y he vivido la ciudad donde se cruzan los caminos, esa ciudad en la que las niñas quisieron dejar de ser princesas entre películas de Almodóvar y canciones de Joaquín Sabina. Fue después el Madrid de la cultura por la paz contra la guerra del Golfo.

Cuando estallaron las estaciones de tren por culpa de un atentado terrorista y quedaron casi 200 cadáveres en el suelo, comprobé la solidaridad y la dignidad de la gente que donó su sangre primero y después se reunió en la calle para exigirle a Aznar y Rajoy, los padres de la patria, que querían hablar en su nombre, que dejaran de mentir. Fue la misma gente que formó mareas verdes, blancas, rojas y violetas para defender la sanidad pública, la educación pública, la igualdad y los derechos laborales. No era España quien intentaba acabar con todo, sino el neoliberalismo galopante del Partido Popular, que es tan peligroso y mezquino como cualquier neoliberalismo.

Pido que me comprendan si me niego a aceptar la caricatura facha de Madrid que se utiliza estos días en muchas declaraciones, porque yo he vivido y vivo en otro Madrid y me reúno a hablar de poesía o a tomar cerveza con otro Madrid. Estoy seguro de que si algo nos puede sacar del callejón sin salida en el que nos han metido las derechas estúpidas, mezquinas y corruptas de todas las Españas será el diálogo de ese otro Madrid y esa otra Barcelona.

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