Plaza Pública

Las muchedumbres, el Estado de Derecho y la justicia

No soy pedagogo, ni profesor de secundaria, pero eso no me impide hablar de educación ni criticar la forma de impartir clase de algunos profesores. Tampoco soy politólogo, ni urbanista, ni médico, y eso no me incapacita para indignarme ante las prebendas de algunos políticos, ante la deficiente planificación urbanística de ciertos barrios o ante la escasa profesionalidad demostrada por determinados facultativos. Cuando ejerzo el pacífico derecho a expresar mi opinión o mi indignación ante estos asuntos, no estoy poniendo en cuestión el sistema educativo en sí, ni la política parlamentaria, ni la sanidad pública. Estoy criticando un hecho concreto que en mi opinión puede (y debe) ser susceptible de mejora.

¿Por qué, entonces, cuestionar una sentencia emanada de un tribunal de justicia, dictada por tres magistrados, significa atacar a nuestro Estado de Derecho? ¿Por qué el hecho de que miles de personas —mujeres mayoritariamente— hayan salido a la calle es visto por algunos como una amenaza a nuestra democracia? Cuando como ciudadano —no como hooligan— manifiesto mi rechazo a una resolución, no estoy rechazando a todos los jueces, ni al sistema judicial en su conjunto, sino a aquellas personas que, a mi modesto e informado entender, han errado en su dictamen.

Sin embargo, ahora parece que mostrar desacuerdo con una sentencia de un tribunal de justicia significa contribuir al linchamiento de los jueces; como si censurar la mala praxis de un médico significara atacar a todos los médicos del país; como si denunciar la corrupción de un catedrático de derecho significara denunciar a todos los catedráticos de España. Si no tenemos bastante con el estupor que a tantos nos provoca que haya personas con un concepto tan extraño de intimidación, ¿es necesario aclarar la distancia que existe entre criticar un caso penal y atacar al conjunto del sistema judicial español? ¿Qué interés hay en vincular ambos fenómenos?

Entiendo que haya gente que le parezca apropiada la sentencia. Están en todo su derecho, faltaría más. Lo que no puede admitirse es que se diga que quienes desaprueban el fallo judicial cuestionan el Estado de Derecho, porque están haciendo justo lo contrario: defenderlo, preservarlo, clamar por su mejora.

Vaya por delante que yo mismo he leído comentarios y he visto actitudes que me parecen fuera de lugar y que poco añaden a la reflexión o al análisis razonado y sereno. Puede haber personas exaltadas que aprovechen las circunstancias para provocar conflictos, organizaciones que manipulen el sentido de la sentencia, e incluso personalidades relevantes que aprovechen el asunto para sacar rédito político. Sin embargo, la mayoría de los manifestantes que han salido a la calle estos días no son turbas, sino ciudadanas indignadas ante una resolución judicial que es percibida por el conjunto social como una grave injusticia.

Sí, es cierto que la mayoría del tribunal ha creído a la víctima; es cierto que ha condenado sin paliativos a los criminales; pero también es cierto que la sentencia ha resultado muy decepcionante para el conjunto de la ciudadanía. No es una cuestión de la pena en años de cárcel que deba imponerse a los acusados. Es un asunto que tiene que ver con la tipificación del delito cometido, con la sensación, abrumadora y generalizada, de que las mujeres siguen siendo, en muchos aspectos, ciudadanas de segunda (de cuarta o quinta si atendemos al voto particular). Lo que se dirime es una cuestión de justicia y dignidad.

Si algo demuestra el movimiento feminista es su carácter pacífico y ciudadano. Lo que no quita para que muchas personas se sientan rabiosas y enfadadas por una situación que viene de lejos y que se está volviendo verdaderamente intolerable. Es intolerable porque esta sentencia (y otras que han venido después) se produce en un contexto muy determinado, de enorme sensibilización ante la violencia que, de forma estructural y cotidiana, se ejerce sobre las mujeres.

Es un contexto, además, de grave erosión de algunos de los pilares de nuestra democracia. Vivimos una situación generalizada de pérdida de derechos laborales, de ataques muy serios a la libertad de expresión, de descarados intentos de politización de la justicia, de operaciones policiales, sin ningún tipo de control judicial, para atacar, política y penalmente, a quienes defienden ideas que ponen en jaque a las del Gobierno… En este ambiente de crispación social, de corrupción generalizada, de merma democrática, se inserta esta sentencia. Una resolución polémica, compleja, pero que despierta una muy justificada indignación popular que se concreta en manifestaciones e iniciativas mayoritariamente pacíficas. Que no se confundan, por tanto, quienes hablan de turbas y linchamientos, porque no son los manifestantes quienes erosionan el Estado de Derecho, sino que es más bien al revés: ante la continuada erosión del Estado de Derecho, los ciudadanos se manifiestan sobre hechos puntuales para defenderlo.

Si algo ha puesto de manifiesto la sentencia judicial sobre La manada es la distancia que existe entre el sentir ciudadano y una parte nada desdeñable de la judicatura. El problema no son los jueces en tanto que jueces, sino en tanto que ciudadanos. Los magistrados no forman parte de una colectividad que vive al margen de las cuitas del mundo. Imbricados como cualquiera en el tejido social, sentencias como la comentada no hace más que poner de manifiesto el problema que la sociedad española tiene con el machismo; el miedo que muchos varones experimentan ante las reivindicaciones feministas. Se trata de un problema muy grave que hay que reconocer y afrontar desde el conjunto de las instituciones, y hacerlo con determinación de una vez por todas.

Sin embargo, las medidas adoptadas para atajar este asunto vuelven a ser terriblemente significativas. Cuando el ministro Catalá convoca un comité de expertos con el fin de estudiar la modificación legal de los delitos sexuales, nos encontramos con que dicho comité está formado por veinte hombres y cero mujeres. Repito: una veintena de varones y ninguna mujer. ¿De verdad que el problema de nuestro Estado de Derecho está en las protestas feministas? Con una Ley de Igualdad aprobada en 2007, ¿cómo es posible que una comisión formada en 2018 cometa semejante atropello? El parche propuesto ante esta nueva situación indignante desvela una vez más lo incrustado que está el machismo en nuestras mentalidades. A las mujeres se las invita a acudir como si se tratara de una generosa concesión, como una forma de cubrir el expediente, y no como expertas plenamente capacitadas para estar allí. Que vengan unas cuantas, parecen decir, a ver si se callan de una vez.

Calladas, sí, así es como muchos quieren ver a las mujeres. Pero ese tiempo de sumisión y sometimiento ya ha pasado. La reacción de estas expertas ha estado a la altura de los retos que afrontamos. Las dignifica y muestra la transversalidad del movimiento. La práctica totalidad de las catedráticas de Derecho Penal que hay en España se han negado a incorporarse a ese grupo de varones, y han firmado una carta solicitando la renovación íntegra de dicha comisión respetando “los principios de transparencia, calidad académica, trayectoria profesional y paridad de género".

Qué bueno sería que a esa misiva le siguiera otra, esta vez firmada por el conjunto de catedráticos de Derecho —hombres y mujeres— exigiendo también la disolución de esa comisión. Demostraría un compromiso con la justicia y la igualdad realmente admirable. Ese pequeño gesto les haría ver a muchas mujeres que no están solas. Que su indignación está justificada. Que sus reclamaciones son justas. Que el momento de inclinar la balanza es ahora. Y que quienes estamos en esa lucha no lo vamos a desaprovechar. _______________Alejandro Lillo es doctor en Historia Contemporánea y profesor en la Universidad de Valencia.

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