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La universidad pública española, de casa de citas a cueva de plagiarios

José Manuel Rodríguez | Victoriano Antonio Santos Ortega

Las universidades públicas, parafraseando a Newton, pueden producir conocimiento porque sus docentes han sido capaces de subirse a hombros de gigantes, que abrieron en el pasado, o abren en el presente, sus campos de conocimiento e investigación. Las abundantes citas bibliográficas que los académicos utilizan en sus libros y artículos son el registro de su recorrido y muestran la huella de los hombros donde se encaramaron. En este sentido, la universidad siempre será una casa de citas. Cuando, animada por su mercantilización neoliberal, ha comenzado a caminar en la dirección contraria, en la de, por ejemplo, Fernando Suárez –ex-rector de la Universidad Rector de la Rey Juan Carlos–, se convierte en una cueva de plagiarios. Universitarios corruptos que, viviendo en Lilliput, pero agraciados por los beneficios del mercado, se transforman en ciudadanos de Brobdingnag. Y universidades corruptas que lo permiten, o bien mirando hacia otro lado o, directamente, promocionando dichas prácticas. La creciente mercantilización de la universidad pública española ha propiciado ambos tipos de corrupción de la cual hoy somos testigos.

Un poco de historia para situarnos. La modernización de la universidad franquista durante últimas décadas del siglo pasado no supuso una ruptura con sus principios jerárquicos y sus formas de gestión autoritarias. Fue, como ocurrió en el resto de las instituciones españolas, una reforma que los actualizó y los legitimó en un contexto político formalmente democrático. Aunque se amplió el acceso a la formación superior y se incorporaron nuevos alumnos y, sobre todo, alumnas procedentes de sectores sociales históricamente excluidos, la universidad pública de la transición/transacción se diseñó como una ‘empresa económica’ y no como una empresa social. Los gestores universitarios de entonces ya comenzaron a organizar sus planes de estudio, su administración interna y las líneas de investigación  escuchando voces que les transmitían las ‘demandas del mercado’. El resultado de aquel proceso configuró una universidad pública, poco pública, e insuficientemente autónoma y democrática. Dicho de otro modo, el mestizaje entre los ‘muertos vivientes’ del academicismo franquista y los ‘vivientes muertos’ de la incipiente mercantilización neoliberal impidieron la plena consolidación de una universidad realmente pública autónoma y democrática. La universidad como un ´bien común’ ciudadano, con unos usos sociales en la docencia e investigación dirigidos a impulsar la igualdad de oportunidades y la democratización de los usos sociales del conocimiento, quedaron relegados a un segundo plano. Una universidad que no fue.

Ya en los inicios del siglo XXI, las políticas educativas del PP, así como la reforma del espacio europeo de la educación superior y su concreción en el Plan Bolonia consolidaron dicho proceso en el contexto de la globalización neoliberal. Por primera vez, con el gobierno de Aznar, se puso en marcha una Agencia Nacional de Evaluación de la Calidad y Acreditación (ANECA) que permitía, o no, los títulos universitarios y acreditaba, o no, a los docentes y su investigación en función de su productividad y competitividad. Una agencia de acreditación al estilo de las empresas americanas de calificación de riesgos que no fueron capaces de ver los riesgos de Lehman Brothers. La opacidad de este modelo, sumada al papanatismo y la ceguera con que buena parte de la comunidad universitaria de esos años aceptó estas reformas, ha acabado convirtiéndose en el orden vigente, inamovible e impenetrable. Algunos de sus productos más tóxicos son los sexenios de investigación, el programa Docentia o el sistema de acreditación del profesorado, entendido como una espiral de méritos inacabables y a veces inalcanzables. Este engranaje mantiene al profesorado encerrado en sus despachos, produciendo los méritos que se les demandan, cada vez más lejos de la realidad de las aulas.

La burbuja y la retórica de la excelencia, con todo un nuevo campo semántico: ‘satisfacción’, ’innovación’ ‘calidad’, emprendedor’, ‘motivación’, ‘objetivos estratégicos’, ‘buenas prácticas’... ha servido para impulsar e impregnar las prácticas investigadoras y docentes del nuevo espíritu del neoliberalismo universitario. Un espíritu que concibe a estudiantes y profesores como empresarios de sí mismos. Las nuevas regulaciones normativas han impuesto al personal docente e investigador una evaluación permanente con objetivos cada vez más difíciles de alcanzar. Por añadidura, la responsabilidad de no alcanzarlos recae, única y exclusivamente, sobre ellos. La culpa recae sobre la víctima. En última instancia, la praxis de la excelencia ha bloqueado de hecho la posibilidad de un trabajo docente digno al subordinarlo a la productividad investigadora. Aquellos que no han producido el tipo de investigación exigido por los criterios productivistas y bibliométricos han sido penalizados con más docencia. El incremento de la precariedad laboral y la creciente e imparable presencia del estrés y la presión mental sobre los docentes son hoy la auténtica cara de la excelencia.

Por las puertas laterales de este edificio o por las principales, como la del Instituto de Investigación de Álvarez Conde en la Universidad Rey Juan Carlos se han ido colando, colocando y titulando en estos últimos años todos aquellos personajes que, como Cifuentes, Casado o Montón, han tenido pocos reparos en intercambiar prestigio político o económico por credenciales académicas. Su responsabilidad, como ya hemos señalado, no es única. No es un gesto corrupto aislado. En una universidad crecientemente burocratizada, individualizada, tan marcada por la competitividad, la carrera y las promociones, el sentido de lo público en la docencia y en la investigación ha acabado debilitándose. Lo importante es conseguir el título, la acreditación, el índice de impacto, el certificado adecuado que puede permitir obtener los puntos para posicionarte bien en los baremos. En esta guerra sin cuartel por posicionarse y acaparar méritos, comienza a valer todo. Este es el mensaje que la elite promocionista del profesorado universitario ha dirigido a todo el resto de profesores. Una elite que muchas veces ha ocupado los espacios de gestión y el gobierno de las universidades. En estos espacios, se ha especializado en diseñar los sistemas de control para gobernar el acceso del profesorado, pero, evidentemente, no se ha ocupado de poner en marcha sistemas de control a su propia actuación en los institutos universitarios, departamentos, cátedras de empresa, fundaciones y otras instituciones que campan a sus anchas. Nos ofrecen una fachada de excelencia tras la que reina una corrupción institucionalizada. Como ocurrió en Lehman Brothers. El evaluador no es evaluado.

El resultado ha acabado siendo esta universidad tóxica, zombie, mercantilizada y otros elocuentes adjetivos propuestos por profesores ingleses y americanos que han investigado sobre los efectos de este modelo neoliberal en sus propias universidades, golpeadas durante las últimas décadas por todo un catálogo de horrores que da forma a una universidad sin sentido, desorientada, enfermiza. Nuestra universidad responde también a este retrato. Sí queremos evitar su desaparición es urgente trabajar por construir otra universidad que como ‘bien común’ sea realmente pública, autónoma y democrática. _____________José Manuel Rodríguez Victoriano y Antonio Santos Ortega son profesores de la Facultad de Ciencias Sociales y representantes de CGT en la Junta de PDI de la Universidad de Valencia

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