Plaza Pública

Los límites de la ética animal

Jesús Zamora Bonilla

No hay duda de que uno de los temas fundamentales en los debates éticos del futuro será el de nuestras obligaciones morales respecto a los seres no-humanos, y en particular respecto a los animales de otras especies. También es muy probable que, no solo las discusiones filosóficas, sino las actitudes de una buena parte de los ciudadanos a propósito de este asunto, vayan a sufrir una transformación muy notable con respecto a las que han sido predominantes hasta hace poco. Me parece, en cambio, que no cabe hacer en este ámbito una lectura más o menos simplista de “progreso lineal” como la que ejemplifica el artículo de mi buen amigo Ignacio Sánchez-Cuenca (La ceguera moral, infoLibre). Intentaré resumir muy brevemente los principales argumentos que me llevan a ser escéptico sobre el maximalismo animalista (por decirlo así) que este artículo ejemplificaría.

En primer lugar, estoy de acuerdo en que el progreso civilizatorio tenderá a ir condenando de manera cada vez más severa la crueldad hacia los animales, tanto según el significado literal de “crueldad” (deleitarse en el sufrimiento ajeno), como en el sentido más laxo de causar un excesivo sufrimiento, aunque sea sin hallarlo agradable directamente. Esto contribuirá a que sigan extendiéndose las normativas sobre bienestar animal y haciéndose más rigurosa su aplicación, pero veo casi imposible que se llegue al extremo de concederse a los animales un estatuto como sujetos de derechos morales a la misma altura que el que los humanos se conceden a sí mismos (p.ej., difícilmente se llegará a considerar igual de obligatorio salvar la vida de un animal que la de un ser humano): los animales siempre serán, de alguna manera, sujetos morales de segunda categoría, aunque cada sociedad futura pueda decidir de maneras peculiares qué implica exactamente un tal orden de prelación.

En segundo lugar, aunque es cierto que adelantos tecnológicos como la carne sintética, y cambios sociales como una creciente preferencia por dietas con menos productos de origen animal, pueden llevar a disminuir de manera notable la demanda de animales para su consumo, es impensable que a medio plazo esta demanda llegue a convertirse en marginal. Una vez garantizado que los animales que sacrificamos han llevado una vida no menos placentera, y sufrido una muerte no más dolorosa, que las que cabría esperar que hubieran tenido en estado salvaje, los escrúpulos morales para su consumo serían demasiado limitados como para suponer un contrapeso al deseo o a la necesidad de seguir consumiéndolos (incluyendo su imprescindible uso para la experimentación científica). No sería impensable, incluso, que una ética más centrada en nuestra íntima conexión con los ciclos naturales llegase a popularizar en el futuro la visión de un significado “ritual” o “místico” en la ingesta de carne, como el que le han atribuido muchas sociedades primitivas. Al fin y al cabo, la muerte es una parte del ciclo de la vida, y el sufrimiento que la muerte propiamente dicha causa a los animales (descontado el dolor, que hemos supuesto ya minimizado, del proceso que les haga morir) es sustancialmente menor que el que nos produce a los humanos, tanto en el caso del miedo anticipado a nuestra propia muerte o la de nuestros seres queridos, como en la duración, intensidad y significación del duelo que nos causa la pérdida de estos.

En tercer y último lugar, mención aparte merecen prácticas como la caza y el toreo. Pienso que esta última no merece que nos preocupemos demasiado, pues se trata de una costumbre destinada a una rápida desaparición: actualmente sobrevive gracias a la existencia de subvenciones públicas, pues la demanda “privada” de los propios aficionados, un grupo sociológico muy menguante, es claramente insuficiente para sostener por sí sola toda la infraestructura económica necesaria. Un par de oleadas democráticas hacia la izquierda en las próximas décadas terminarán, sin duda, con reducir la tauromaquia al espacio de los libros de historia.

La caza es un asunto muy diferente. Por un lado, se puede sostener a sí misma mediante financiación privada en mucha mayor proporción que el toreo, de modo que sería necesario prohibirla y perseguirla activamente para su eliminación. Por otro lado, el sufrimiento que causa a las presas es esencialmente idéntico al que les produce ser capturadas y devoradas por un depredador natural (salvo, quizá, en el caso de algunas prácticas más condenables), de manera que los argumentos basados en los criterios de bienestar animal son mucho más difícilmente aplicables. Pero, lo que es más importante: en la mayor parte del territorio de las naciones avanzadas han desaparecido casi completamente los grandes depredadores naturales (y hemos de añadir que por fortuna, pues no querríamos que una simple excursión al campo conllevara el riesgo de ser devorados por lobos o leones), de manera que las poblaciones de muchos herbívoros tienden simplemente a expandirse hasta poner en peligro, no solo las cosechas, sino el propio ecosistema “natural”.

La caza es, sencillamente, el mecanismo de control más adecuado para limitar el crecimiento excesivo de algunas de esas especies (no de todas, por supuesto). Nuestros descendientes tendrán que elegir entre sacrificar el excedente de venados salvajes utilizando a cazadores que lo hagan por afición, o a través de apáticos funcionarios, o mediante sacerdotes de algún nuevo rito paleo-ecologista... o bien reintroduciendo al león en los Montes de Toledo, pero creo que esto último será menos probable. El caso es que enfrentarse a la tarea de matar animales no entrará nunca, por desgracia, entre las actividades de las que las futuras civilizaciones puedan prescindir por completo. _____________Jesús Zamora Bonilla es catedrático de Filosofía de la Ciencia y decano de la Facultad de Filosofía de la UNED.

Jesús Zamora Bonilla

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