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Plaza Pública

Una pistola en la cabeza de la democracia

Gaspar Llamazares

Desde la aparición de la extrema derecha en el tablero político, la respuesta de las organizaciones políticas democráticas ha ido del escándalo a la más descarada y pragmática utilización política. Al cabo de unos meses, se ha normalizado, ya para acentuar una campaña de movilización electoral más bien frustrada, agitando el miedo y llamando al voto útil, o bien para incorporar sus representantes, de forma más o menos explícita, a mayorías de Gobierno conservadoras, como ha ocurrido en las recientes elecciones andaluzas.

En el caso de los medios de comunicación, a dicha normalización se ha sumado el incentivo de la novedad y de su indudable capacidad de provocación, multiplicando con ello su presencia en el debate público, con una influencia muy superior a su dimensión real.

Unos y otros, en particular en el ámbito progresista, pero también en el conservador, se han planteado sin embargo dudas y sesudos debates de cómo tratar el fenómeno de la extrema derecha para no sobredimensionarlo, pero se ha dado por hecho que ha llegado para quedarse, como dicen que así ha ocurrido previamente en muchos países en los que incluso comparte mayorías o responsabilidades de Gobierno.

Daría pues la impresión de que una democracia homologada estaría obligada, o habría de resignarse, a una extrema derecha homologable. Sin embargo, nuestra particular extrema derecha, nacida de la escisión del partido Popular, estaría quemando etapas en la dirección contraria a las extremas derechas europeas. De la extrema derecha al franquismo, y de ahí al fascismo y el neonazismo.

De un comienzo de radicalización del discurso conservador de la derecha, quizá por efecto del corrimiento del tripartito hacia posiciones cada vez más extremas, la situación actual de la extrema derecha es la de una mezcla explosiva de nostalgia del franquismo y de un discurso de odio y exclusión entre fascista y neonazi.

En los últimos días, este discurso inequívocamente fascista de negación del Holocausto o de denigración de las víctimas del franquismo va unido a la promoción como dirigentes y candidatos del nuevo partido a reputados militares franquistas y a militantes fascistas, vinculados incluso con la extrema derecha europea, así como a un programa de odio y señalamiento del diferente y a las minorías, y de rearme ciudadano al margen de cualquier responsabilidad pública en materia de seguridad.

El debate a partir del hecho consumado de su entrada en las instituciones ha sido si responder o no a sus provocaciones, si es posible el debate racional frente al disparate y el miedo, o si el debate racional debe ir a las causas del malestar social y la desconfianza democrática que han provocado su aparición.

Por parte de los medios, ni siquiera se ha puesto en duda su presencia en los debates de campaña, pasando por alto incluso la tradición bipartidista del debate a dos entre presidenciables, o la más reciente de los cabezas de lista del pluripartidismo, eso sí, que ya cuenten con grupo parlamentario.

Lo que ni siquiera se ha valorado es si esta extrema derecha entre la nostalgia de la dictadura y el proyecto fascista y muchas veces neonazi cabe en el juego político democrático, precisamente en un país que ha construido su identidad contemporánea por contraste y como alternativa a los cuarenta años de dictadura franquista.

El hecho de que tengamos todavía asignaturas pendientes en relación a las hipotecas de una Transición pactada de la dictadura a la democracia no incluye, en mi opinión, la presencia normalizada de un partido fascista ni el riesgo que supone en un momento de crisis democrática esta pistola en la sien de nuestro Estado de Derecho.

Quizá se trate de un tabú que tiene que ver con la asociación de ideas de la prohibición de partidos con los regímenes autoritarios, la reciente experiencia con los partidos del entorno del terrorismo y sus accidentados procesos de ilegalización, o incluso las últimas propuestas de los partidos conservadores en favor de la ilegalización de las organizaciones independentistas.

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La cuestión para algunos sería no abrir una Caja de Pandora que hoy podría afectar a la extrema derecha y mañana a la extrema izquierda, iniciando un camino sin retorno, o lo que sería peor, una pendiente que provocaría vértigo democrático precisamente en un momento de crisis democrática.

Nada debería impedir ese debate, eso sí garantizando la premisa básica de que en democracia se puede defender cualquier idea, salvo aquellas que incluyen la violencia para su imposición. El límite de esa violencia es también muy actual y no exento de debate y polémica. Si el límite es la violencia física o si la propagación del odio entra también en esos medios que no cabrían en democracia. De hecho nuestro actual Código Penal (510 y 515) y la Ley de Partidos no sólo lo consideran delito, sino que lo incluirían como causa de ilegalización. El límite serían pues los medios y no los fines, se argumenta, porque nuestra Constitución no exige la militancia a su favor, sino solamente el acatamiento de sus reglas de juego.

La cuestión es si, además de rechazar la violencia como medio, no habría que incluir también la pretensión de imponer un sistema dictatorial basado en la violencia. Si la democracia que hemos conquistado como lo opuesto a la dictadura incluye la opción de restaurar la dictadura. Si no hay materias indisponibles en democracia como defensa de la propia democracia. Porque como bien dice Benjamín Prado: no vienen a mejorar la democracia sino a imponer la dictadura. _____________Gaspar Llamazares Trigo es candidato a la Presidencia del Gobierno por Actúa.

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