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La emigración como arma

Un grupo de personas tratan de llegar a nado hacia uno de los espigones de Ceuta este martes.

José Enrique de Ayala

La repentina y excepcional llegada de miles de emigrantes a Ceuta, y en menor medida a Melilla, ante la pasividad –cuando no el estímulo– de las autoridades marroquíes, es claramente una consecuencia indisimulada del enfado de Rabat por la hospitalización en España del líder del Frente Polisario y presidente de la República Árabe Saharaui Democrática (RASD), Brahim Gali, para ser tratado de covid; y más allá de este hecho concreto, por la resistencia de España a reconocer la soberanía de Marruecos sobre el Sáhara Occidental. La raíz del problema no está por tanto en Ceuta o en Melilla, sino mil kilómetros más al sur, y está claro que el régimen marroquí utiliza sin escrúpulos a personas que solo buscan un futuro mejor –incluidos niños- para conseguir objetivos políticos totalmente ajenos a la cuestión migratoria.

El 10 de diciembre de 2020, el entonces presidente de EEUU, Donald Trump, emitió un comunicado por el cual reconocía la soberanía de Marruecos sobre el Sáhara Occidental a cambio del restablecimiento de relaciones diplomáticas entre el país magrebí e Israel, algo muy importante para los lobbies judíos y evangelistas que tanto le habían apoyado. Una proclamación presidencial como ésta no tiene fuerza legal si no es sancionada por el Congreso, pero es evidente que tiene un enorme peso político y ha supuesto un importante espaldarazo a las pretensiones que Marruecos viene manteniendo sobre un territorio que ocupa desde hace más de cuatro décadas.

De hecho, Rabat ha asumido que esta proclamación, que no ha sido revertida por la Administración Biden, supone un punto de no retorno y ha redoblado su presión sobre aquellos países europeos que aún respaldan la realización de un referéndum de autodeterminación, de acuerdo con la resolución 690 del Consejo de Seguridad de Naciones Unidas, aprobada en abril de 1991 con el acuerdo de las partes.

España es especialmente importante en esta cuestión, porque desde el punto de vista del Derecho internacional, sigue siendo a día de hoy la administradora del Sáhara y la responsable de su descolonización, ya que Naciones Unidas nunca reconoció la cesión de la administración del territorio realizada por el llamado Acuerdo Tripartito de Madrid, firmado en noviembre de 1975 con Marruecos y Mauritania por un gobierno español en estado de extrema debilidad política, con Franco agonizando, y bajo la presión de Washington que no quería, en ningún caso, que el Sáhara cayera bajo la influencia de Argelia y favoreció la llamada marcha verde. Como potencia administradora de un territorio sujeto a descolonización, España solo puede terminar su responsabilidad cuando ese territorio ejerza su autodeterminación.

En la práctica, Marruecos se apoderó –con la ayuda de EEUU y de Francia– del 80% del territorio, proclamando unilateralmente su soberanía, y construyó un muro defensivo para separar la parte ocupada de la zona este, en la que el que la RASD ejerce su autoridad, aunque en la práctica la mayor parte de los saharauis que no se han sometido a Marruecos –unos 170.000– viven en condiciones penosas en campamentos de refugiados situados en la zona de Tinduf, en el suroeste de Argelia, gracias al apoyo de este país y a la ayuda internacional. La RASD obtuvo el reconocimiento de la Unión Africana, y de hasta 84 Estados, mientras otros, aunque no han reconocido oficialmente la RASD, consideran al Polisario el representante oficial de los saharauis.

Naciones Unidas sigue considerando al Sáhara Occidental como un territorio no autónomo, es decir, sujeto a descolonización y, por tanto, no reconoce la soberanía de Marruecos. Los saharauis son étnica y socialmente muy diferentes de los marroquíes. Son beduinos nómadas, e incluso hablan un dialecto distinto del árabe, el hassanía. Nunca se han sentido marroquíes, sino que tienen gran afinidad con la población de Mauritania y de las zonas desérticas de Argelia y Mali, una amplia región donde las fronteras son artificiales, por la que se mueven libremente las distintas tribus que allí habitan.

En el norte, la frontera que tenía el territorio cuando España lo abandonó es también artificial, ya que el Sáhara comienza realmente en el río Draa. Hay una zona de unos 33.000 kilómetros cuadrados, conocida como la franja de Tarfaya o Cabo Juby, que fue protectorado español, por acuerdo con Francia, y se entregó a Marruecos en 1958 después de la llamada guerra de Ifni, y que está integrada y reconocida internacionalmente desde entonces en el reino alauita, aunque es una parte integrante del Sáhara. Este hecho, irreversible, junto a las dificultades de hacer un censo, después de más de 40 años de ocupación marroquí, del que ahora difícilmente se podría excluir a los nacidos en el territorio de padres marroquíes, e incluso a la generación siguiente que ya existe, y –sobre todo– a la falta de apoyos suficientes, hacen que en la actualidad la realización de un referéndum de autodeterminación sea desgraciadamente poco realista.

No obstante, Rabat necesita cerrar este asunto cuanto antes y que su soberanía sea reconocida formal y definitivamente por la comunidad internacional. Uno de los obstáculos para ello, si no el más importante en estos momentos, es España, que nunca la ha reconocido, a pesar de su tibieza dada la necesidad que tiene de mantener buenas relaciones con su vecino del sur. Marruecos ha mantenido una presión constante sobre España en relación con el tema del Sáhara, utilizando sin ningún pudor todas las herramientas de las que dispone: la emigración irregular, cuyo volumen se ajusta de acuerdo con el clima político de cada momento –ahora estamos viendo una demostración–, la presión sobre Ceuta y Melilla –que han sufrido restricciones comerciales muy severas en los últimos tiempos–, los permisos de pesca –que se obtienen gracias a que la negociación la dirige la Unión Europea–, y la cooperación antiterrorista, que ha funcionado de forma ejemplar hasta ahora entre ambos países.

Para Marruecos, el Sáhara tiene una importancia existencial. No se trata solamente, aunque es un factor importante, de los recursos que posee: yacimientos de fosfatos, tierras raras –cada vez más apreciadas para las nuevas tecnologías–, pesca –en sus 1.100 kilómetros de costa– y otros bienes naturales que pudieran existir en sus aguas. Es que, además, la soberanía sobre este territorio se ha convertido en una seña de identidad del régimen, hasta el punto de que un fracaso podría poner en riesgo a la monarquía alauita, y causar una enorme inestabilidad. Rabat no va a aceptar jamás ninguna posibilidad de que el Sáhara sea independiente, a no ser que se le obligue a ello.

Aquí la cuestión clave es: ¿quién va a obligarle?, si no existe ni un mínimo consenso en la UE, con Francia –su principal aliado– apostando por una autonomía puramente nominal. Ni siquiera unas fuertes sanciones de la UE –que no se van a acordar– le harían renunciar, ya que tiene el apoyo de las monarquías del Golfo Pérsico y de EEUU. Solo perder una guerra contra una muy debilitada Argelia, que no se va a producir y sería altamente indeseable para la región, para España y para Europa podría cambiar la situación.

Cabe preguntarse si en este escenario seguir defendiendo formalmente el derecho de autodeterminación de los saharauis, sin hacer nada para convertirlo en realidad, más allá de enviar ayudas para mantenerlos vivos o hacer visitas honrosas pero inútiles, no les está condenando a perpetuar una situación deplorable e insostenible en los campos de refugiados, que dura ya más de cuarenta años, y que tiene bastantes posibilidades de prolongarse por otros cuarenta si no se hace algo al respecto. Más de 50.000 niños han nacido allí y es muy probable que nazcan allí también sus hijos.

No obstante, España, como responsable última de esta situación, no puede hacer oficialmente otra cosa que mantener su apoyo a las resoluciones de Naciones Unidas y, por tanto, al derecho de autodeterminación de los saharauis, y no debe en ningún caso ceder a las presiones que reciba de Marruecos o de otros países, incluso aunque viera con buenos ojos un acuerdo que condujera a una solución realista.

No es con España con quien tiene que tratar Marruecos el problema del Sáhara, sino con los saharauis, que son los que detentan el derecho a la autodeterminación que les reconoce Naciones Unidas. Tal vez Rabat podría plantearles una fórmula como la de Estado Libre Asociado, o una autonomía –que vaya mucho más allá del sucedáneo que ofrece– como la que tiene Groenlandia respecto a Dinamarca, por ejemplo, que les permita ser dueños reales de sus recursos y su organización política y social, aun bajo la soberanía formal de Marruecos.

Si una fórmula de este tipo fuera aceptable para los saharauis –o para una mayoría de ellos–, como mal menor ante una situación que no parece tener perspectivas realistas de mejorar, naturalmente lo sería también para España, y para toda la UE, además de tener –con toda seguridad– el apoyo de Washington y de la Liga Árabe, y podría ser sometida a referéndum y sancionada por Naciones Unidas.

Desde el punto de vista estrictamente político, el interés del Gobierno español en que se resuelva ese conflicto, si es a favor de Marruecos, es más que relativo ya que podría dar alas al país magrebí para aumentar su presión en otros frentes como Ceuta y Melilla, o las aguas territoriales de Canarias, que ya ha hecho suyas sobre el papel. Pero por razones históricas y morales, España no puede permitir que los saharauis sigan viviendo en condiciones inhumanas. El equilibrio es, por tanto, delicado, como lo ha sido siempre en las relaciones entre ambos países. Marruecos tiene armas poderosas de presión, como hemos indicado antes, y las usa sin límite si no siente un rechazo claro por parte del Gobierno español. Los hombres, mujeres y niños que están llegando ahora a Ceuta y Melilla solo son peones en ese juego.

El Gobierno de Madrid debería establecer una política clara respecto al vecino del sur -de ser posible consensuada con la oposición– que empiece por el respeto a nuestra integridad territorial, como parte de la Unión Europea, incluidas las aguas territoriales, siga por las inevitables medidas de seguridad, y contemple en todo caso el respeto de los derechos humanos y de las resoluciones de Naciones Unidas, incluyendo la posibilidad de aceptar para el Sáhara una solución distinta de la independencia, solo si los saharauis la aceptan. Y debe comunicar esa política a Rabat con la advertencia, amigable y tranquila, pero firme, de que nada de lo que haga o permita que se haga va a cambiar ni un ápice esa política.

Para que esta posición sea realmente efectiva será necesario contar con el apoyo de la UE, y en particular de Francia, donde Marruecos ha sabido tejer una red de intereses y apoyos muy sólida. Pero es evidente que, si el Gobierno de Madrid adopta una posición de firmeza absoluta, España sería más escuchada que Marruecos tanto en Bruselas como en París; no puede ser de otra manera. Y también es claro que España está mucho más preparada que Marruecos para soportar un aumento de la tensión en cualquiera de los ámbitos a los que antes nos referíamos, y durante más tiempo.

Aceptar un chantaje no es buena idea, porque el chantajista nunca acepta un final o un límite a sus exigencias, y da por hecho que, si has cedido una vez, seguirás cediendo siempre. España debe favorecer una cooperación lo más estrecha posible, como lo viene haciendo desde hace muchos años. Pero también tiene que exigir el respeto que se debe entre naciones, máxime cuando son vecinas. Porque en la arena internacional, el respeto, si no lo exiges –y no pones los medios para respaldar esa exigencia– nadie te lo regala. Ser demasiado inflexible puede ser arriesgado, pero ser demasiado tímido puede conducir a que te veas algún día envuelto en situaciones mucho más peligrosas.

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José Enrique de Ayala es analista de la Fundación Alternativas.

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