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'La secesión de los dominios del lobo'

Portada de 'La secesión en los dominios del lobo'

Pau Luque

infoLibre publica un adelanto de La secesión de los dominios del lobo,  de Pau Luque, profesor de Filosofía del Derecho en el Instituto de Investigaciones Filosóficas de la Universidad Nacional Autónoma de México y colaborador habitual en las páginas de opinión de la edición catalana de El País.

 El libro, editado por Catarata, sale a la venta a principios de junio. 

La técnica posmoderna del golpe de Estado

 

Siempre he sido más bien reluctante al uso del adjetivo “posmoderno”, pero no veo otra manera de designar la técnica desarrollada por el movimiento independentista para la conquista de la República catalana. ¿Por qué fue posmoderna esa técnica? Porque, al mismo tiempo que renunciaba a la violencia, a través de las redes sociales y de algunos medios de comunicación se difundía de forma masiva una serie de ideas, proclamas o mensajes con un hilo conductor común: todas o casi todas aquellas cosas que teníamos por verdades bastante sólidas acerca del Derecho, la historia o la democracia no lo son, o lo son solo de forma blanda, es decir, no son verdades que obedezcan a algún criterio objetivo sino a nuestras preferencias personales. Cada uno puede elegir la verdad que más le apetezca, la que le haga sentir mejor porque esto es lo que siempre han hecho aquellos que han tenido el poder de dictar qué era verdad.

La técnica posmoderna consistió en desparramar por todas las vías posibles de comunicación la idea según la cual aquello a lo que yo tengo derecho —y hablo aquí de un derecho en sentido legal, no moral— depende de mis emociones y mis sentimientos, de manera que si yo tengo un sentimiento favorable a la independencia de Cataluña todos aquellos que compartimos ese mismo sentimiento tenemos derecho a la independencia y el sistema jurídico nos lo debe reconocer; de lo contrario, se estarían violando nuestros derechos. No hay criterios objetivos acerca de lo que está legalmente permitido, todo depende de las emociones subjetivas de cada uno de nosotros. El independentismo podría haber optado por un retorno más o menos sutil al iusnaturalismo y haber invocado un derecho a la independencia no reconocido por ningún legislador ni ningún juez, español o internacional, sino un derecho que, proveniente de algún dios, quedaría encarnado en la naturaleza, de manera tal que era en esta última —y no en el Derecho positivo— donde descansaba el derecho a decidir y el derecho a la independencia. En lugar de retrotraerse a esa fórmula de raigambre religiosa, el independentismo, en un clásico movimiento vanguardista, dio un paso hacia delante y abrazó el credo subjetivista posmoderno para fundar su derecho a la independencia.

La técnica también era posmoderna porque, desde el independentismo, se afirmó machaconamente que en caso de secesión no se saldría de la Unión Europea, cuando había dudas severas (por decirlo de la manera más caritativa posible para los intereses independentistas), expresadas por las mismas autoridades de la Unión, acerca de que aquel fuera el caso. Era una técnica posmoderna porque todos los eventos —tanto los que eran positivos como los que eran negativos para el independentismo— podían y debían ser reinterpretados a la luz de nuestros deseos: todo era beneficioso porque el proceso hacia la independencia obedecía a una ley determinista, así que las malas noticias eran en realidad buenas, o por lo menos anecdóticas; simplemente se estaban consumiendo más y más etapas en el camino hacia el destino inapelable.

Era una técnica posmoderna porque, aunque el futuro ya estaba escrito, el pasado se dejaba manosear: se hacían congresos de historia titulados “España contra Cataluña: 1714-2014” con la intención de sugerir la tesis, entre otras, de que en realidad la Guerra Civil española fue una guerra entre españoles y catalanes. Supongo entonces que mi abuelo cordobés, al que la metralla nacional mutiló un par de dedos en el frente del Ebro mientras intentaba que el fascismo no llegara a Cataluña, se equivocó de bando. Era una técnica posmoderna porque la aritmética podía ser interpretada, de nuevo, a la luz de nuestros deseos para afirmar que el 47,5 por ciento de la población catalana constituía la mayoría de la población de Cataluña.

Era una técnica posmoderna porque, como en la mejor tradición orwelliana, el cáustico expresidente de la Generalitat Artur Mas (2010-2015) gobernó con el apoyo del PP hasta el día anterior a hacerse públicamente independentista, y a ningún independentista pareció importarle ni extrañarle ese súbito golpe de timón. Era una técnica posmoderna porque, como dijo el propio Mas, Cataluña nunca había estado tan mal como durante su mandato —lo cual, dicho así, era irónicamente ambiguo—, sin importar que se tratara del momento de mayor autonomía de la historia de Cataluña desde que existe como entidad política.

Era una técnica posmoderna porque durante meses —y lo que queda— se sostuvo, desde todos los estamentos independentistas, que los encarcelados eran presos políticos, cuando en rigor no podían ser considerados como tales, como por ejemplo dijo Amnistía Internacional (lo que no quiere decir, claro, que su encarcelamiento preventivo, así como la acusación de rebelión, como ya he discutido con anterioridad, estuvieran justificadas). Era una técnica posmoderna porque si los tribunales decidían a mi favor eran neutrales, pero si decidían en contra estaban politizados, tenían tufo carpetovetónico y eran catalanófobos. Era una técnica posmoderna porque afirmábamos que la España de 2017 era un Estado autoritario, neofranquista, en que la libertad de expresión estaba en suspenso y lo decíamos en manifestaciones públicas, en co lumnas de opinión, en programas de radio y televisión e incluso en el Parlament, todo ello al amparo legal de la Constitución de 1978 (no tendría que ser tan difícil criticar la conservadora concepción de algunos jueces de la libertad de expresión sin desenterrar a Franco).

Era una técnica posmoderna porque se consideraba que todas o casi todas las leyes españolas estaban subrepticiamente destinadas a perjudicar al independentismo, y sin embargo los partidos independentistas rechazaban —y rechazarán por largo tiempo— reformar, en el Parlament, la ley electoral vigente para las elecciones autonómicas de Cataluña, abiertamente inspirada en la ley electoral española porque, ay, beneficia al independentismo al sobrerrepresentar las provincias menos pobladas, donde el fervor independentista es mayoritario, y perjudica a las más pobladas, donde la fiebre independentista es minoritaria; ¡si hay algo que ha beneficiado electoralmente al independentismo es esa ley de españolísima inspiración!

Era una técnica posmoderna porque, cuando un diputado del PP decía cualquier estupidez acerca de los catalanes, entonces el PP había hecho perder la virginidad independentista a un catalán más, pero una intervención de otro diputado español atacando el comentario del diputado del PP no devolvía a ese independentista al anterior estado virginal; al parecer, el independentismo es una forma de ver el mundo de la que, como la muerte, ya no se vuelve.

Era una técnica posmoderna porque el independentismo designó a un charnego como diputado en el Congreso y tomamos eso como la prueba definitiva, incontrovertible, de que los charnegos, como comunidad sociocultural —si es que tiene sentido hablar así—, habíamos sido integrados in toto al núcleo dirigente y a las elites del independentismo. Era una técnica posmoderna porque estábamos convencidos de que la comunidad internacional acudiría en nuestra ayuda a la mínima de cambio y, como no lo hizo, hubo que convencernos de que la comunidad internacional acudiría en nuestra ayuda a la mínima de cambio y, como no lo hizo, hubo que convencernos de que la comunidad internacional acudiría en nuestra ayuda a la mínima de cambio, y así se llegaba a un estado de alienación parecido al que llegaba el obrero interpretado por el gran Gian Maria Volonté en La classe operaia va in paradiso (1971), quien, trastornado por la naturaleza repetitiva del trabajo manual en la fábrica, no puede dejar de berrear: un pezzo, un culo; un pezzo, un culo; un pezzo, un culo; un pezzo, un culo; un pezzo, un culo; un pezzo, un culo; un pezzo, un culo.

Era una técnica posmoderna porque el juego del lenguaje quedó desprovisto de eso que Elías Canetti llamaba “la conciencia de las palabras”: “democracia” era únicamente regla de la mayoría y referéndum de secesión dentro del territorio que yo diga; los “españoles” eran atrasados, catetos e intolerantes (o como dice la versión más refinada, supuestamente no ofensiva: no eran “los españoles” los atrasados, catetos e intolerantes, sino el Estado español, ¡como si el Estado español estuviera compuesto por daneses y canadienses o como si su existencia no dependiera de todos los españoles!); “fascista” era todo aquel Estado que usara en algún momento la coerción, o sea: todos los estados del mundo y de la historia eran fascistas; “monarquía parlamentaria” era un régimen autoritario y antidemocrático, así que Suecia o Noruega eran estados autoritarios y antidemocráticos… a pesar de lo cual queríamos mantener relaciones diplomáticas con todos ellos; “solidaridad interterritorial” no era un mecanismo de redistribución de la riqueza entre ciudadanos pertenecientes a diferentes comunidades autónomas, sino un expolio fiscal, con lo cual se perdía la batalla a favor de la idea misma de solidaridad interterritorial, pues, como recuerda Manuel Cruz, ¿quién se atrevería a defender algo calificado previamente como expolio?

Era una técnica posmoderna porque Gran Bretaña permitió un referéndum de secesión en Escocia en 2014, y entonces todo eran alabanzas hacia Gran Bretaña y su histórica tradición parlamentaria; de pronto, dejaron de importar todas las prácticas de terrorismo de Estado implementadas hasta hace cuatro días contra el movimiento independentista irlandés y los siglos de colonialismo de los que aún hay rastro.

Era una técnica posmoderna porque la derecha independentista en el Parlament aprobaba leyes de fuertísimo contenido social —como la ley contra la pobreza energética— no porque, por primera vez en la historia de la Cataluña moderna o antigua, la derecha hubiera decidido entonar el canto marxista para ocuparse de los desheredados de la historia, sino porque sabían que el Tribunal Constitucional invalidaría esas leyes y esa respuesta judicial se podría trocar en un ejemplo más de la dialéctica opresor-oprimido. Era una técnica posmoderna porque durante años se les dijo a los ciudadanos que no tuvieran miedo, que las cosas por fin habían cambiado y no había que temer una reacción violenta por parte de España, así que hagamos realidad el sueño de la independencia; al primer golpe de porra las fuerzas independentistas se dirigieron a la ciudadanía diciendo: “¿Lo veis? Los españoles son los de siempre: violentos e intolerantes. No podéis decir que no os lo habíamos advertido”.

Era una técnica posmoderna porque se difundía la idea de que si uno criticaba el independentismo atacaba a las personas independentistas, como si la identidad de los independentistas se agotara en sus creencias independentistas, de manera que toda discusión acerca del independentismo terminaba por ser una agria discusión personal y toda crítica a las ideas independentistas se convertía en una ofensa personal.

Era una técnica posmoderna porque se emponzoñó el ágora público con la venerable idea de que el movimiento independentista tuvo un espontáneo origen popular, cuando la verdad era mucho menos romántica: las organizaciones independentistas que consiguieron movilizar a tanta gente estuvieron amamantadas, logística y, por vías indirectas, también financieramente, por las elites políticas que habitan la Generalitat desde hace décadas. Era una técnica posmoderna porque uno de los eslóganes —de un partido de izquierdas, para más inri— a favor de la independencia decía Una República per a tothom… salvo para los españoles, claro.

Era una técnica posmoderna hasta el extremo de que en las manifestaciones a favor de la independencia se cantaba el Imagine de John Lennon y la gente se miraba algo extrañada al entonar el verso “Imagine there are no countries”, pero, a continuación, sonreían ensimismados y seguían cantando alegremente. Era una técnica posmoderna porque la diputada Anna Gabriel acudía al Parlament con la misión —entre otras— de levantar una frontera entre España y Cataluña, y lo hacía con una camiseta en la que podía verse la siguiente inscripción: Open your fucking borders”; sí, ya sé, ya sé: se refería a abrir las fronteras a los refugiados sirios, ¿pero no parece que parte del problema de los refugiados consiste no solo en el “open” sino en las “fucking borders” mismas? ¿No sería en principio más fácil ayudar a los refugiados si hubiera menos, y no más, fucking borders en el mundo?

Era una técnica posmoderna porque cuando se decía que la sociedad catalana se estaba agrietando por el acelerón independentista se tomaba el hecho de que entre los amigos y en las familias se evitara deliberadamente el asunto como algo que desmentía esa suerte de acusación. La técnica posmoderna se puede sintetizar en el famoso dictum posmoderno “anything goes”. Todo vale. No hay problema en contradecirse, en adulterar las palabras, en retorcer los hechos, en jugar con los sentimientos más íntimos de las personas, en caricaturizar al “otro”, en ignorar las pruebas, en defenestrar a los que osaban invocar los adjetivos “racional” o “razonable”, en eliminar los grises, en azucarar y a la vez agriar el destino prometido y el camino hacia él o en impugnar sin argumento alguno cualquier idea, ni que sea mínima, de objetividad. No hay reglas que constriñan lo que se pueda decir. Todo vale si con ello persuadimos a más y más gente.

Sería fácil decir que el independentismo simplemente mintió, como se lleva haciendo desde hace siglos en política y como hicieron, para ganar crédito, algunos de los movimientos que Malaparte estudió, pero el destino quiso que la suya fuera una operación más sutil. El movimiento independentista creó un mundo semántico paralelo, un mundo sin violencia física, pero en el que había un enemigo: el Estado español y, con él, la Constitución de 1978; y también un héroe al que se le había asignado una tarea liberadora: el movimiento independentista. La técnica de conquista del poder del otoño catalán estaba encaminada a dividir el tablero político, como dijo el vicepresidente Junqueras, entre el bien y el mal; los primeros encarnaban la negación de la democracia y los segundos su máxima expresión. La técnica era sofisticada, aunque su implementación buscaba en el fondo algo bastante terrenal: la llamada de la tribu; los ciudadanos debían ser, antes que gentes de izquierda, derecha, conservadores, ecologistas, anglófilos, francófilos, o cualquier otra cosa, catalanes.

El intento de golpe de Estado también fue posmoderno porque en el contexto político en que se desarrolló —la Unión Europea en el siglo XXI—, y en el que los movimientos independentistas pretendían llamar la atención y buscar aliados, nadie, o casi nadie, habría entendido el uso de la técnica decimonónica y moderna de la violencia para conquistar la independencia. Tampoco, claro, iban a entender una técnica posmoderna si esta era usada para superar el orden constitucional obviando los procedimientos previstos. Pero la técnica posmoderna era lo suficientemente ambigua como para tener la ventaja de poder ser revestida de reivindicación democrática; la violencia bolchevique, las hordas bonapartistas o —no digamos— el españolazo “¡quieto todo el mundo!” de Tejero, en cambio, no. Quizás porque muchos siguen pensando en términos decimonónicos, es decir, en militares pegando tiros y exaltados dando órdenes pistola en mano cuando se habla de putschs, cuesta ver que lo que llevó a cabo el movimiento independentista, de manera a ratos magistral, fue, sobre todo, una nueva mutación de la técnica del golpe.

Nada de lo dicho hasta aquí debería confundirnos: que la técnica fuera posmoderna no quiere decir que el independentismo quisiera un Estado posmoderno, es decir, una suerte de Estado virtual, líquido —si es que se quiere usar la resbalosa, en todos los sentidos, metáfora de Zygmunt Bauman—, con instituciones que existen básicamente en el imaginario colectivo o en el mundo de las redes sociales, pero no en el mundo físico, sólido. Todo esto podría ser aceptado por un tiempo. Pero el independentismo iba tras un Estado cuya estructura nuclear era moderna: un Estado constitucional democrático, homologable a cualquier otro Estado europeo, con monopolio de la violencia y coerción para ejercer el control sobre el territorio. Esta es una diferencia importante con los putschs decimonónicos y aún con los modernos estudiados por Malaparte: el independentismo, a diferencia de aquellos, no quería derrocar una forma de Gobierno para instaurar otra distinta —de hecho, todo parece indicar que, de haber triunfado, Cataluña hubiese sido una mini-España, con sus defectos y sus virtudes—, sino que pretendía alterar la soberanía de un Estado moderno para fundar otro Estado moderno. Pero esto no quiere decir que no quepa considerarlo como un intento de putsch, porque la técnica del golpe de Estado es políticamente aséptica: únicamente nos dice cómo se conquista el poder, no qué hacer con él. Y lo novedoso del independentismo no es obviamente su independentismo, pues movimientos independentistas los hay desde que hay estados, sino que puso en circulación una nueva técnica de conquista del poder.

A través de la retahíla de mensajes enunciados anteriormente, difundidos todos los días a todas horas por los medios de comunicación y las cuentas de redes sociales afines al independentismo, se buscó la aquiescencia no solo de los catalanes, sino la de los ciudadanos y autoridades de la Unión Europea, para que estos reaccionaran favorablemente cuando finalmente el Estado cayera en la trampa y respondiera a alguna de las diversas provocaciones independentistas (las leyes de ruptura, el referéndum o la DUI) con excesos policiales —como ocurrió el 1 de octubre— o con encarcelaciones injustificadas —como ocurrió con las prisiones preventivas para los líderes independentistas—.

Así, la técnica independentista puede ser sintetizada del siguiente modo: se crea un nuevo universo semántico que impugne la solidez de todos los conceptos clave en el asunto; parte de ese nuevo universo semántico consiste en caricaturizar al enemigo ante el mundo como un Frankenstein atrasado y a la vez autoritario; se provoca una vez tras otra con acciones que se puedan vender como democráticas (aunque en verdad sean superficialmente democráticas o indirectamente antidemocráticas) hasta que ese enemigo cometa uno o varios errores que hagan que el mundo vea cristalizarse, ni que sea por un momento fugaz, la imagen que hemos creado de aquel; a continuación, pedimos apoyo a la Unión Europea para que, ante la confirmación de que el enemigo sí es el opresor que había anunciado aquel nuevo universo semántico, termine reconociendo a la nación oprimida como nuevo Estado en la arena internacional o, en su defecto, intervenga para que el Estado enemigo convoque un referéndum de secesión.

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