Segunda vuelta

Independencia judicial, según Casado

Pilar Velasco

Uno demuestra que cree en el Estado de derecho cuando lo defiende aun en contra de su ideología. Tiene que ver con comprenderlo, procesarlo, creérselo. Pablo Casado ha abordado la detención de Carles Puigdemont en Cerdeña cuestionando al Gobierno por no presionar a los tribunales europeos, todo un alarde de cómo volar la separación de poderes sin inmutarse. En el Pleno del Congreso ha sido meridiano sobre qué es para el líder del PP la independencia judicial: exige una campaña internacional para que se respete a la justicia española en todos los países. Ni la decisión de Alemania o Bélgica de no extraditar al expresidente catalán por rebelión humillan a España, ni la inmunidad de Puigdemont o su retirada afecta a la reputación de nuestra judicatura. Y lo ha dejado botando para recordar que la mala imagen pasa por el bloqueo a la renovación del Poder Judicial.

Presionar a los tribunales europeos supone no asumir la arquitectura judicial de la Unión. El mandato de Casado a Pedro Sánchez, "haga todo lo posible" para traer a Puigdemont a España, implica no reconocer el papel democratizador de los tribunales comunitarios. El Tribunal de Justicia de la UE se creó en 1952 para garantizar que la ley se interpreta y aplica de la misma manera en cada país miembro, para homogeneizar la justicia y evitar los abusos. Su fin es resolver los litigios entre los gobiernos nacionales y las instituciones europeas. Y el de Puigdemont es sin duda el litigio y el caso de extradición más complejo y relevante de la UE. Un case study apasionante para los amantes del derecho y la política, donde cualquier "presión" a lo Casado se convertirá en una chapuza que retratará a quien la impulse.

Lo que pide Casado es poner en riesgo el sistema de garantías que nos hemos dado, alterar un engranaje que es lento pero seguro. No asumir que este balón está en otro tejado. Que Europa es España. Y que las resoluciones europeas son españolas. Ya no es el Supremo, sino el Tribunal General de la UE, quien tendrá que aterrizar la inmunidad en el limbo de Puigdemont. Convertir en sólido el estado gaseoso de la cuestión. Las euroórdenes estaban activas, la detención fue legal –lo ha dejado escrito la Corte de Sassari– y la inmunidad de Puigdemont estaba "intacta" en el momento de su detención. Toda una contradicción que ya contemplaba el Tribunal General europeo y que resolverá de cara al 4 de octubre. ¿Y ahora qué?

Aunque la Abogacía del Estado dijera que las OED estaban y estarán activas, definir hasta dónde llega la inmunidad del expresidente catalán, cuán protegido está para desarrollar su actividad como eurodiputado, dar luz verde o no a su extradición, decidir sobre las medidas cautelares, incluso delimitar qué delitos del Código Penal español encajan en la legislación europea, le corresponde a Europa y no al Supremo. Y ningún juez debería buscar la grieta y el atajo, activar una caza al expresident, que tensione las instituciones y alargue el proceso.

Sánchez erró al comprometerse a traer a Puigdemont a España. No le corresponde. Se trata de una decisión que podía impulsar el grupo socialista en el Parlamento europeo y después ser ratificada por los tribunales comunitarios. Casado va más allá cuando además de pedirlo exige que se fuerce a la Corte italiana y a la de Luxemburgo. La votación en el Parlamento Europeo para retirar la inmunidad de Puigdemont tiene un fin: la extradición a España. Pero será Luxemburgo y no Madrid quien marque el camino. Casado, que se atrevió a comparar la independencia judicial de España con Polonia y Hungría, para alegría de Puigdemont, pide ahora dar una pelea que no nos corresponde. Ni al PP, ni al Gobierno, ni al Supremo. Y hay que asumir con naturalidad que la Justicia patria no termina en el Constitucional, sino en Europa.

Abuchear presidentes, aplaudir cabras

Esto en lo judicial; en lo político, a ningún excéntrico salvo de extrema derecha se le ocurriría comparar los pactos independentistas con los terroristas de la sala Bataclán que asesinaron a 80 personas. Una estrategia infame, asimilar terrorismo e independentismo, que pasa por deshumanizar y criminalizar una opción democrática para después deslegitimar cualquier solución política. Ha tenido que responder el ministro del Interior en el Congreso con tres verdades políticas: ser independentista no es ser terrorista; es una opción legítima y los demócratas estaremos ahí para defenderla; estamos en el marco de los tribunales europeos, dejemos que actúen.

La crisis catalana no está cerrada en falso, simplemente está abierta. Puigdemont, el elefante en el Govern catalán y en el de España, no hace ningún favor arrastrando a Junts a los mismos boicots que la derecha. Unos hablan del "golpe de Estado independentista" y otros del "golpe de Estado togado"; unos llaman "traidor, vendepatrias" a Pedro Sánchez, los otros a ERC; unos acusan a Sánchez de rendirse, los otros a Aragonès de hacer lo mismo. De la conspiración del Estado contra los independentistas a la de Sánchez contra el Estado. La mesa de negociación, el Spain sit and talk que tanto defendió Junts y tanta falta hace, el lema que Tsunami Democratic sacó a las calles, es una farsa para Puigdemont, Casado y Abascal. Y también serán Junts, PP y Vox quienes voten en contra de los presupuestos generales.

Es muy probable que el 4 de octubre Puigdemont vea protegida su inmunidad al menos hasta que se resuelvan los recursos y la cuestión prejudicial pendiente. De la misma manera que la reclama, y otros defienden las garantías frente a las presiones, podría utilizarla para hablar de política y explicar las coincidencias y las alianzas con la derecha en España o Salvini en Italia. La inmunidad política es para hacer política. Y también para responder por ella.

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