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Un cuento de hadas de nombre Blackrock

El capitalismo camina hacia la concentración del poder accionarial.

Andrés Villena

En enero de 2020 una entidad todavía desconocida para el gran público, pero temida por el mundo político y empresarial, Blackrock, hizo público el envío de miles de cartas a los directivos de todas las empresas en las que contaba con participaciones. En estas misivas, el presidente de esta gestora de activos, Lawrence Larry Fink, amenazaba con votar en contra de los consejeros que se opusiesen a tomar medidas para luchar contra el cambio climático en la gestión de sus empresas. Los grandes medios de comunicación de masas, aquellos que cuentan con amplias fuentes de financiación, en muchas ocasiones procedentes de este tipo de entidades, concluyeron que la firma de Larry Fink había dado un paso de gigante para corregir uno de los grandes desafíos que afronta la humanidad en este siglo XXI. 

No se trataba de un episodio aislado en esa continua refundación del capitalismo de la que nos vienen hablando desde que el sistema amenazara con un serio colapso en 2008. En el mes de agosto de 2019, la norteamericana Business Roundtable, probablemente la patronal empresarial más decisiva del planeta, publicó un informe recomendando que las empresas recuperaran parte de su “función social”, equiparando la importancia de proteger el beneficio del accionista —la antigua y sacra doctrina del shareholder value, remodelada en los años ochenta— con el respeto por otros objetivos fundamentales como el bienestar de los empleados de las compañías o la sostenibilidad del planeta. El tono del pronunciamiento de Business Roundtable —donde el CEO de Blackrock lleva la voz cantante— rimaba con las preocupaciones de las últimas ediciones del Foro de Davos, donde los riesgos climáticos, tecnológicos e incluso los relacionados con la desigualdad social son abordados cada vez con una mayor prioridad. 

Destrucción creativa

Pero esto podría ser un mero cuento de hadas, un nuevo eslogan publicitario tras el cual el sistema capitalista estaría experimentando otro episodio más de lo que el economista Schumpeter denominó “la destrucción creativa”, es decir, la desaparición de viejas formas de producir para dar paso a otras garantes de mayor rentabilidad. Una refundación capitalista desde la autorregulación del mercado y la buena voluntad de unas empresas que se habrían decidido a ejercer la responsabilidad social que un mundo en riesgo como el actual necesita. 

Lo anterior se pone de manifiesto al leer con atención la carta de Blackrock: en relación con el cambio climático, esta entidad se centra básicamente en los riesgos financieros asociados a este problema y, especialmente, en la forma de sacar partido de los cambios que vienen. “Desde el punto de vista de la inversión, estamos convencidos de que las carteras que integran sostenibilidad y las cuestiones climáticas pueden proporcionar a los inversores rentabilidades más ajustadas al riesgo”, aseguran. 

Estas recomendaciones contra el calentamiento del planeta se enfocan íntegramente en su vertiente específicamente financiera: cálculo de riesgos para unas empresas aseguradoras desconcertadas con un futuro incontrolable, nuevas formas de ganar dinero con criterios de sostenibilidad, billones de dólares a invertir en la inminente transición energética, etc. No es casualidad que el presidente de Blackrock haya calificado de “basura” el fundamento económico del programa ecologista Green New Deal promovido por el candidato demócrata estadounidense Bernie Sanders. Una de las versiones más radicales de dicho programa viene asesorada por los defensores de la denominada Teoría Monetaria Moderna —entre ellos, la congresista Alexandria Ocasio-Cortez y la economista Stephanie Kelton—, que sentencia que los billones de dólares necesarios para transformar el capitalismo americano hacia un modelo ecológicamente sostenible podrían provenir de la emisión de dinero estatal sin elevados riesgos de inflación, dada la precariedad del mercado de trabajo y de las infraestructuras públicas.  

Gigante entre gigantes 

No resulta difícil comprender los anuncios y la conducta de gigantes financieros como Blackrock cuando se conocen su trayectoria, se analiza su estructura y, sobre todo, la red de empresas en la que se encuentra incrustado. La gestora Blackrock, creada en 1988, en pleno boom de la desregulación financiera, cuenta en la actualidad con más de siete billones de dólares en activos de todo tipo, incluyendo bancos, fondos de inversión, participaciones clave en gestoras similares, grandes medios de comunicación, empresas de propaganda —proveedoras de información al servicio de gobiernos, ejércitos y demás clientes—, grandes compañías armamentísticas… 

Blackrock se convirtió en el mayor inversor mundial cuando en 2009 se hizo con el fondo de inversión de Barclays Bank, otra de las grandes entidades financieras del planeta. A diferencia de lo que sugieren muchos manuales para instruirnos en el funcionamiento de la economía, la acumulación y la concentración empresarial representan tendencias inevitables para el éxito de las entidades financieras. Otro principio que no casa demasiado con la teoría económica dominante es el enorme volumen de trabajo de planificación financiera que realiza. Sus más de 2.300 empleados están enteramente dedicados a realizar a diario análisis de riesgo sobre los mercados financieros mundiales, a los que aplican los programas informáticos más avanzados, como Aladdin, el software insignia de Blackrock diseñado para detectar oportunidades de inversión o desinversión en activos. 

La extensión de sus inversiones a toda forma de vida económica rentable ha llevado a este y a otros fondos de fondos a ocupar posiciones dominantes en nuestro índice bursátil, el Ibex-35, a menudo considerado motor de la economía y del poder nacional, pero financieramente dependiente de entidades bastante más difíciles de localizar y fiscalizar. Las últimas cifras conocidas informan de que Blackrock tiene invertidos más de 18.000 millones de euros en las empresas del selectivo español, con participaciones entre el 3% y el 6% sobre campeones nacionales como el banco Santander, BBVA, CaixaBank, Repsol, Ferrovial o Iberdrola. Además, y como ya llevan haciendo otros fondos desde principios de la crisis, Blackrock ha aprovechado la situación actual para comprar miles de edificios y bienes inmuebles, contribuyendo a que el problema del acceso a la vivienda se aproxime a marchas forzadas a la categoría de tabú político.  

¿Cómo controlar tantas participaciones? Una constante es no ocupar nunca una silla en los consejos de administración de sus empresas participadas. La razón es sencilla: como estas se cuentan por decenas de miles, dicha estrategia resultaría desaconsejable, por lo que el envío de mensajes o cartas, o incluso determinados movimientos de inversión o desinversión, representan caminos mucho más efectivos para acabar conduciendo en control remoto el rumbo productivo o inversor de estas compañías.  

Más que empresas privadas 

Una ley no escrita en ciencias sociales establece que el crecimiento de las grandes empresas las lleva a ir más allá de sus propósitos corporativos privados, interviniendo en muchos de los ámbitos más relevantes de la economía, e incluso de la política. En otras palabras, ser el mayor accionista del planeta conduce a la responsabilidad de emitir algo más que recomendaciones sobre cómo debe gobernarse este. Si durante muchas décadas del siglo pasado lo que era bueno para la General Motors era bueno para los Estados Unidos, ahora lo que conviene a Blackrock terminará por venirnos bien a todos. Al menos, en la teoría. Por eso, su presidente, Larry Fink, se ha convertido en una figura metafórica del orden de dominio empresarial actual: en su discurso en el Foro de Davos de 2015  definió el ejercicio democrático como la elección del candidato correcto, el que fuera capaz de adoptar las decisiones adecuadas, en aquel momento, las denominadas reformas estructurales. Con ese simple y, a la vez, críptico mensaje, encontramos la máxima tecnocrática actual, los dirigentes democráticamente elegidos necesitan legitimarse a partir del acuerdo con quienes financian las democracias, bien mediante la compra de la deuda pública de los Estados, bien a través de inversiones clave en las empresas privadas nacionales más relevantes. La democracia tiene propietarios y las decisiones políticas han de rendirles respeto. 

No es casualidad que Fink fuera uno de los favoritos a ocupar el cargo de secretario del Tesoro estadounidense si la candidata demócrata Hillary Clinton hubiese vencido en 2016 a Donald Trump en las elecciones presidenciales. Desde esta posición hubiera ejercido como el perfecto delegado de Wall Street, con su eterno empeño de privatizar la Seguridad Social —otro yacimiento de rentabilidad para banca y grandes empresas—, sucediendo en el cargo a los habituales ejecutivos procedentes de Goldman Sachs que han acompañado a los últimos presidentes estadounidenses, Trump incluido. 

Pero erraríamos el tiro analítico si culpáramos de todo a una sola entidad, aunque posea en activos una cantidad superior al Producto Interior Bruto de Alemania. El fenómeno Blackrock se enmarca en una clara tendencia del capitalismo actual hacia la concentración de la propiedad, del control accionarial y del poder empresarial. Un trayecto silencioso pero constante sobre el que pocos medios y analistas informan con honestidad.

Advertencia suiza 

Un primer documento imprescindible para comprender este preocupante fenómeno se publicó en el año 2011 en la Escuela Politécnica ETH de la Universidad de Zúrich. Con datos correspondientes al año 2007, el estudio analizaba las relaciones entre 43.060 corporaciones transnacionales, descubriendo un núcleo central de 147 empresas propietarias del 40% de la riqueza mundial y, con ello, de algo incluso más preciado: del control sobre las decisiones más importantes en materia de inversiones, creación de puestos de trabajo y crecimiento económico. Las crisis financieras, en definitiva, podían depender de una decisión de este núcleo. 

Las relaciones entre estas grandes empresas del núcleo eran profundamente cohesivas, constituyendo una especie de malla de entidades entrelazadas y de capital interpenetrado en la que, más que el libre mercado, los mecanismos de solidaridad corporativa y una sorprendente noción de comunismo empresarial eran los verdaderos datos relevantes. Una curiosidad que por entonces escapó a muchos era la presencia en ese núcleo del fenecido gigante Lehman Brothers, lo que nos ofrece un ejemplo bastante claro del riesgo sistémico al que la economía mundial está sometida. Los autores han repetido el estudio con más y mejores datos: la concentración, lejos de haberse reducido con la crisis, continúa incrementándose. 

Los protagonistas de esta estructura tan concentrada de gobierno corporativo son los megacapitalistas analizados por el sociólogo Peter Phillips en un sonado ensayo recientemente traducido al español por Roca Editorial, Megacapitalistas. La élite que domina el dinero y el mundo. Phillips parte del estudio suizo para destacar la predominancia de 17 gigantes financieros globales que atesoran un total de 41,1 billones de dólares. Su misión consiste, en síntesis, en maximizar los rendimientos del capital y en encontrar siempre nuevas fuentes de rentabilidad para invertir dinero. En esta clasificación también destaca Blackrock, que figura en una primera posición seguido por Vanguard Group, J.P. Morgan Chase, Allianz, UBS, Capital Group, Goldman Sachs… La necesidad de encontrar rendimientos económicos para la ingente cantidad de dinero que estas entidades mueven ha llevado a los 199 dirigentes de estas 17 macroentidades financieras a tomar partido directo o indirecto en los grandes organismos multilaterales como el Fondo Monetario Internacional, el Banco Mundial, la OTAN, el G7 o el G20, los think tank, las universidades o las fundaciones más prestigiosas. El objetivo es la formulación de políticas públicas que vayan en consonancia o, al menos, no amenacen sus intereses económicos, lo que implica una cierta privatización de la arena pública y una drástica reducción de la soberanía democrática de los Estados. 

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Las noticias de última hora sobre la expansión del coronavirus se encuentran, con toda probabilidad, en los sofisticados modelos de análisis de riesgos que estas empresas manejan. Pero la oportunidad del cambio climático parece una inversión mucho más rentable. Con esta estructura imperial privada podemos estar seguros de que la necesaria transición ecológica tendrá lugar bajo el liderazgo del cálculo del riesgo empresarial y de estrictos criterios de rentabilidad

Blackrock, en compañía de otros titanes, pese a cabalgar a lomos de la revolución tecnológica y la sofisticación matemática, parecen estar haciendo buena la eterna predicción del tercer volumen de El capital de Marx, según la cual, la continua e inevitable concentración capitalista dejaba en manos de cada vez menos personas la riqueza mundial. Una oportunidad para que la clase obrera pudiera sustituirlos y tomar el mando. Las previsiones marxistas deberán contar con la ironía de la historia: el verdadero poder internacionalista es un capital cada vez mejor organizado gracias a la mediación de instituciones globales y que, además, opera con libertad gracias al consentimiento ignorante de una ciudadanía distraída por debates partidistas polarizados. Si la ideología dominante, para el mismo Marx, descansaba en las ideas de las clases que dominaban, el velo de la desinformación nos impide, por ahora, conocer quiénes gobiernan de verdad el mundo con derechos de propiedad. Y pretenden, además, salvarlo con criterios altamente rentables. 

*Este artículo está publicado en el número de abril de tintaLibre, a la venta en quioscos. Puedes consultar todos los contenidos de la revista haciendo clic aquí.aquí

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