El barrio es nuestro es un blog colectivo alimentado por la Federación Regional de Asociaciones Vecinales de Madrid (FRAVM). El nombre alude al viejo grito de guerra del movimiento vecinal que sirve para reivindicar el protagonismo de la vecindad en los asuntos que la afectan, a menudo frente a aquellos que solo ven en el territorio un lugar de negocio y amenazan su expulsión.
La Constitución del 78, ¿un dique frente a la ola reaccionaria?
A punto de cumplir 47 años —que celebraremos el 6 de diciembre—, nuestra Constitución se parece cada vez más a una vieja fotografía: algo descolorida, pero aún capaz de revelar quiénes fuimos, qué queríamos ser y hasta dónde no nos dejaron llegar los que no salían en la foto.
En estos días, en los que hemos conmemorado también los 50 años de la muerte del dictador, asistimos a un fenómeno inquietante. Hay quienes parecen incapaces de condenar la dictadura porque sus padres participaron de ella, como si el totalitarismo fuera una herencia irrenunciable. Y lo más perturbador: volvemos a escuchar aquello de que “con Franco vivíamos mejor”. Por eso conviene volver a mirar aquella foto, no como un ejercicio de nostalgia, sino para recordar quién hizo posible la democracia. Y no fueron las élites, sino la gente de a pie —los “peatones de la historia”, como decía Vázquez Montalbán—, que entendió que la democracia no es un simple esqueleto. Porque no se sostiene sola: solo se mantiene viva cuando sus derechos se encarnan en la vida diaria de la gente.
El filósofo italiano Norberto Bobbio escribió que la democracia solo florece cuando los derechos sociales dejan de ser promesas abstractas y se vuelven “condiciones de existencia”. Y es justamente en ese tránsito —del papel al barrio— donde se juega hoy la batalla contra la ola reaccionaria. Porque una democracia sin derechos materiales es un edificio con goteras: basta una tormenta para que se inunde.
Por eso, si la Constitución del 78 quiere ser un dique frente a la ola reaccionaria, tendrá que serlo en cada barrio, en cada recibo de alquiler, en los días de espera para conseguir una cita en el centro de salud y en cada aula de universidad que aún resiste a los recortes.
El derecho a la vivienda
El artículo 47 de la Constitución dice que todos tenemos derecho a una vivienda digna y adecuada. Pero cualquiera que camine hoy por una gran ciudad —y en Madrid más, si cabe— siente la presión del mercado en los huesos: alquileres disparados, barrios convertidos en escenarios turísticos, familias hacinadas y jóvenes que renuncian a emanciparse. La crisis habitacional se ha vuelto una forma de desaliento colectivo.
Y esta realidad la aprovechan los jóvenes nostálgicos de la España de los toldos verdes, con arito en la oreja y discurso joseantoniano. A ellos conviene recordarles que la foto de 1977 era incluso más dura que la de quienes hoy sobreviven en habitaciones alquiladas a precios imposibles. Porque aquella imagen no era la del salón de los Alcántara en Cuéntame, ni la del piso en Benidorm. Era la de los más de 100.000 madrileños y madrileñas que vivían entonces en chabolas: familias a las que sacaron del barro el movimiento vecinal, la democracia y las políticas públicas de vivienda.
Si la Constitución del 78 quiere ser un dique frente a la ola reaccionaria, tendrá que serlo en cada barrio, en cada recibo de alquiler, en los días de espera para conseguir una cita en el centro de salud y en cada aula de universidad que aún resiste a los recortes
Hoy, cuando permitimos que un fondo buitre compre un edificio entero y desaloje a quienes llevan décadas viviendo allí, cuando no intervenimos el mercado inmobiliario teniendo presente el artículo 128 de la Constitución, estamos allanando el terreno a la ola reaccionaria. Por eso, si queremos que el armazón democrático no se tambalee, la Constitución y las leyes no pueden convertirse en un muro de mármol: deben ser la mano que sostiene la puerta para que nadie sea expulsado de su propio barrio.
El derecho a la educación
La educación no es solo un derecho recogido en el artículo 27 de la Constitución: es la llave de la igualdad real. Sin embargo, llevamos años viendo cómo, en muchas comunidades autónomas, este pilar democrático se va desmantelando poco a poco. En Madrid lo conocemos demasiado bien. Aquí se ejecuta este derribo desde hace décadas a través del desvío de recursos hacia la privada.
La universidad madrileña, harta de recortes, lo ha dicho alto y claro: las aulas están en pie de guerra. Hace unos días, una manifestación multitudinaria volvió a tomar la calle con estudiantes y profesorado denunciando que cada tijeretazo es un peldaño menos en el ascensor social.
Y, aun así, comparar este presente con el franquismo resulta insultante. En los años 70, más del 9% de la población adulta no sabía leer ni escribir; hoy esa cifra no llega al 0,3%. ¿Milagro? No. Democracia. Tampoco es casual que la población universitaria haya crecido en un millón de personas desde 1978. La igualdad de oportunidades no la trajo ningún dictador, sino los derechos conquistados por el movimiento estudiantil.
El derecho a la salud
La sanidad pública late en el artículo 43 de la Constitución. Y aunque el ejemplo madrileño pueda parecer reiterativo, es inevitable: en “el granero de Quirón” llevamos años viendo cómo se vacían los centros de salud, se externalizan servicios y se engorda un negocio con nuestra salud.
Pero conviene recordar para los nostálgicos del fantasma de Cuelgamuros: en los años 70 casi el 20% de la población española no tenía cobertura sanitaria universal. Esa realidad solo empezó a cambiar con la Ley General de Sanidad de 1986. Si hoy podemos acudir a nuestro centro de salud u hospital con solo presentar una tarjeta sanitaria —sin importar ingresos o barrio— es gracias a esa ley y al movimiento social que la impulsó.
Por eso es crucial, salvo que queramos dar de alta a momias del pasado, que sigamos defendiendo esa tarjeta sanitaria universal… y no la dejemos sustituir por una Visa Oro o un seguro privado de cartón piedra.
Solo cuando los derechos dejan de ser promesas y se convierten en hechos materiales —en vivienda, escuela pública, salud, cuidados, conciliación— la democracia se vuelve resistente, creíble y digna de ser defendida
El dique de los derechos
Llegados a este punto conviene volver a Bobbio, que nos advirtió que “una democracia que no garantiza los derechos sociales no es más que una democracia formal, destinada a desmoronarse ante la primera embestida”.
Esa es la batalla que hoy tenemos por delante: que nuestra Constitución del 78 no sea únicamente un día festivo, sino un compromiso político con la vida real de la gente. Porque solo cuando los derechos dejan de ser promesas y se convierten en hechos materiales —en vivienda, escuela pública, salud, cuidados, conciliación— la democracia se vuelve resistente, creíble y digna de ser defendida.
Ese es el verdadero dique frente a la ola reaccionaria. No la nostalgia, no los discursos huecos: la voluntad de hacer que la Constitución y los derechos sociales entren por la puerta de cada casa. Solo así, como recordaba Bobbio, la democracia podrá “mantenerse viva en la conciencia de los ciudadanos”.
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Jorge Nacarino es presidente de la FRAVM.
A punto de cumplir 47 años —que celebraremos el 6 de diciembre—, nuestra Constitución se parece cada vez más a una vieja fotografía: algo descolorida, pero aún capaz de revelar quiénes fuimos, qué queríamos ser y hasta dónde no nos dejaron llegar los que no salían en la foto.
En estos días, en los que hemos conmemorado también los 50 años de la muerte del dictador, asistimos a un fenómeno inquietante. Hay quienes parecen incapaces de condenar la dictadura porque sus padres participaron de ella, como si el totalitarismo fuera una herencia irrenunciable. Y lo más perturbador: volvemos a escuchar aquello de que “con Franco vivíamos mejor”. Por eso conviene volver a mirar aquella foto, no como un ejercicio de nostalgia, sino para recordar quién hizo posible la democracia. Y no fueron las élites, sino la gente de a pie —los “peatones de la historia”, como decía Vázquez Montalbán—, que entendió que la democracia no es un simple esqueleto. Porque no se sostiene sola: solo se mantiene viva cuando sus derechos se encarnan en la vida diaria de la gente.