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¡Respeten los textos!

Leyendo el artículo que escribió Christian Salmon sobre el apuñalamiento al escritor Salman Rushdie el pasado 12 de agosto, recordé un trabajo sobre la figura del lector en los textos de literatura y prensa que realicé junto al semiólogo y profesor Jorge Lozano allá por el lejano 2016. Ese año en el que Donald Trump ganó las elecciones, triunfó el Brexit y el Oxford Dictionary encumbró el vocablo posverdad a palabra del año. El año en el que todo parecía valer y el de muchas cosas más, pues, como canta Bad Bunny, qué no daríamos por “pasar tres días y dos noches en el Dos Mil 16.

Desde entonces nos separan una trágica pandemia, una guerra que no se acaba, una inflación disparada y, entre otras cosas (algunas buenas), que un hombre de 24 años casi logra cumplir con la fetua emitida por el Ayatolá Jomeini en el 1989, dejando en estado crítico a Rushdie tras asestarle diez puñaladas en la cara y el cuello. Algo que no se había logrado hasta la fecha, ni siquiera en el 2016.

¿El motivo de la fetua y de semejante crimen? Unos fundamentalistas que se creen con el derecho y el deber de hacer prevalecer su interpretación de la realidad sobre cualquier otra. Pasando por encima, obviamente, del derecho de expresión y de opinión. Pero es que en este caso a lo que se ha atacado es al derecho de creación, pues aquí se ha condenado a un escritor por las palabras de su novela, perteneciente al género literario y de ficción.

En relación con esto, apunta Salmon en su extenso artículo: “La censura de la novela se equivoca de objetivo. Deshace lo que un novelista tarda a veces años en construir y reduce ese universo complejo y estructurado, ese instrumento óptico polifacético que es una novela, al puro y simple enunciado de una opinión. La fetua contra Rushdie no sancionaba un delito de opinión (su defensa, por tanto, no era sólo una defensa de la libertad de expresión), sino una novela; no sólo la novela de Rushdie, sino el género de la novela como tal”. Y continúa: “Si algo nos ha enseñado la fetua contra Rushdie es la importancia de ciertos referentes teóricos que desde los años ochenta se han tachado de retóricos de forma un tanto apresurada. Las distinciones entre autor, narrador y personaje, que eran cruciales para los estudiosos de la literatura, fueron, si se me permite decirlo, puestas al día de manera brutal y hasta alucinante por la fetua”.

De las distintas cuestiones que abarca Salmon me resulta especialmente interesante esta referente a la obra en sí. Pues es cierto, como explica Lozano (2013), que las diferencias entre fiction y faction, así como los criterios de verosimilitud, los definen nuestra cultura y la época en la que vivimos —esto se observa en los textos religiosos que eran leídos como verdaderos en el Occidente de la Edad Media mientras que hoy son recibidos como literarios; o en que, como detalla Greimas (1989), en muchas sociedades africanas los relatos orales se clasifican en “historias verdaderas” e “historias para reír”, siendo las primeras mitos y leyendas y las segundas sobre acontecimientos cotidianos—. Pero es justamente por eso que la equidistancia e incluso la defensa de los musulmanes, posiblemente ofendidos por lo que dice una novela, que se mantuvo en Occidente por parte de políticos, líderes religiosos e incluso de otros escritores, como John Le Carré, Roald Dahl, John Berger, es doblemente grave. Del mismo modo que lo es el silencio que muchos mantienen hoy tras el apuñalamiento de su autor.

Es fundamental respetar los textos (y las obras), su estructura interna y las distintas estrategias que ponen en acto a modo de manual de instrucciones para una lectura correcta o, en palabras de Umberto Eco, para que no se realice una decodificación aberrante.

En este sentido, al igual que los textos periodísticos o los discursos históricos tienen unas marcas de historicidad y de veridicción que los dotan de objetividad, autoridad, etc. (Lozano 2013 y 2015), el objetivo que persiguen los textos de ficción es el de lograr una suspensión de la incredulidad. Al respecto, un textualista como Harald Weinrich (1964) diría que una cláusula como “érase una vez” no se refiere tanto a otro tiempo sino a otro mundo. Tanto es así que cada vez que se les cuenta a los niños una historia empezada por esa fórmula mágica, estos, que tienen un estricto sentido de las reglas, aceptan ese enunciado, dejándose trasladar a otros mundos donde los perros hablan o los coches tienen sentimientos.

En definitiva, el lector mantiene con los textos, con los géneros, una relación contractual. Establece un contrato —Greimas lo llama contrato fiduciario, (1990)— que le indica cómo se ha de interpretar un determinado texto, estableciendo grados de verosimilitud de veracidad o suspensiones de la incredulidad. Se entiende entonces que la principal diferencia entre un texto literario y uno periodístico o histórico la realizan los conceptos de ficción y de veracidad. Siendo el primero ficticio (independientemente de los distintos géneros y tipos, como la novela realista) y los otros dos veraces. Estas nociones se las debemos a Aristóteles, cuando ya en el s. IV a.C., en su libro Poética, exponía las diferencias entre los textos de Heródoto y la Ilíada de Homero, entre la historia y la poesía, explicando que no se puede acusar a Homero de mentiroso, mientras que aquello que escribe el historiador sí se debe ceñir a lo realmente sucedido.

En relación con esto, el maestro, tanto de novelistas como de periodistas, Gabriel García Márquez, con quien Rushdie fue asimilado debido al estilo de su obra, perteneciente al realismo mágico, escribió el artículo “¿Quién cree a Janet Cooke?”, publicado en El País en 1981. Cooke ese año había ganado el Premio Pulitzer por el conmovedor reportaje “El mundo de Jimmy”, que, sin embargo, resultó ser falso, quedando ella completamente desacreditada.

Acerca de los límites y las diferencias entre los textos literarios y los periodísticos, escribe García Márquez: “en periodismo hay que apegarse a la verdad, aunque nadie la crea, y en cambio en literatura se puede inventar todo, siempre que el autor sea capaz de hacerlo creer como si fuera cierto”. Y concluye así su artículo:

“John Hersey, que era un buen novelista, escribió un reportaje sobre la ciudad de Hiroshima devastada por la bomba atómica, y es un relato tan apasionante que parece una novela. Daniel de Foe, que era también un gran periodista, escribió una novela sobre la ciudad de Londres devastada por la peste, y es un relato tan sobrecogedor que parece un reportaje. En esa línea de demarcación invisible pueden estar los ángeles que Janet Cooke necesita para la salvación de su alma. Pues no habría sido justo que le dieran el Premio Pulitzer de periodismo, pero en cambio sería una injusticia mayor que no le dieran el de literatura”.

Como enseñó Umberto Eco hace ya muchos años, negar que son posibles distintas interpretaciones de un mismo texto, que es lo que hacen los fundamentalistas islámicos que condenan a Rushdie, es tan irracional como afirmar que cualquier interpretación de un texto es posible. El texto de Rushdie es una novela, una ficción, que perdurará a la vida de su autor y posiblemente a las ideas de aquellos que no aceptan ni otras interpretaciones del mundo ni la creatividad de la escritura.

 

Lecturas sugeridas:

·      Eco, U. (1993) [1979]: Lector in fabula. La cooperación interpretativa en el texto narrativo. Barcelona, Lumen.

·      Lozano, J. (2013): “El discurso periodístico: entre el discurso histórico y la fiction. Hacia una semiótica del acontecimiento”, en Estudios sobre el Mensaje Periodístico, Vol. 19, número 1 (2013) pp. 165-176.

·      Lozano, J. (2015) [1987]: El discurso histórico. Madrid, Sequitur.

·      Rushdie, S. (2003) [1988]: Los versos satánicos. Barcelona, DeBolsillo.

 

Leyendo el artículo que escribió Christian Salmon sobre el apuñalamiento al escritor Salman Rushdie el pasado 12 de agosto, recordé un trabajo sobre la figura del lector en los textos de literatura y prensa que realicé junto al semiólogo y profesor Jorge Lozano allá por el lejano 2016. Ese año en el que Donald Trump ganó las elecciones, triunfó el Brexit y el Oxford Dictionary encumbró el vocablo posverdad a palabra del año. El año en el que todo parecía valer y el de muchas cosas más, pues, como canta Bad Bunny, qué no daríamos por “pasar tres días y dos noches en el Dos Mil 16.

Desde entonces nos separan una trágica pandemia, una guerra que no se acaba, una inflación disparada y, entre otras cosas (algunas buenas), que un hombre de 24 años casi logra cumplir con la fetua emitida por el Ayatolá Jomeini en el 1989, dejando en estado crítico a Rushdie tras asestarle diez puñaladas en la cara y el cuello. Algo que no se había logrado hasta la fecha, ni siquiera en el 2016.

Publicado el
23 de agosto de 2022 - 19:35 h
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