¡A la escucha!

Los adioses pospuestos

Helena Resano

¿Se acuerdan de lo que les contaba hace dos semanas en esta misma columna, justo cuando estábamos a punto de empezar el confinamiento? Les decía que toda esta situación nos ayudaría a saber cómo es realmente la gente que nos rodea. Y que algunos se reafirmarían en su imbecilidad. Bueno, pues ya hay algunos que van camino de ganar el podio.

Ahí está Boris Johnson. Durante días negándose a aceptar la realidad, negándose a cerrar colegios o a establecer medidas más restrictivas y ayer confirma en sus redes sociales que ha dado positivo. Ha estado celebrando reuniones de gabinete hasta el día anterior, realizando ruedas de prensa presenciales también hasta el día anterior, visitando hospitales, centros de trabajo... Bueno, pues nada. No le ha quedado más remedio que aceptar la realidad que se empeñaba en negar.

Al otro lado del Atlántico, el espejo en el que le suele gustar mirarse: Donald Trump. El hombre que se pavoneaba hasta hace nada de tener sólo cinco casos confirmados, de llamar a esto “el virus chino” y de empeñarse en decir que esto del confinamiento no está hecho para Estados Unidos, que su país no se creó para estar cerrado, se ha convertido en el país con más positivos del mundo. Y esto no ha hecho más que empezar. La realidad también le ha estallado en plena cara. Pero él sigue erre que erre. Insiste incluso en que para el 12 de abril todo volverá a la normalidad e insinúa que habría que empezar a levantar las restricciones para determinados colectivos y estados, para ir probando qué tal funciona. Sí, algunos empresarios sin escrúpulos le susurran a Trump que no sería mala idea ir enviando a los trabajadores a las fábricas para ver cómo evoluciona el virus. A Trump no se le escapa que todo esto pone en riesgo su economía, su reelección y hasta sus propios negocios. La economía por encima de la salud. Son las prioridades de cada uno frente a una crisis. En Holanda en cambio prefieren ser claritos y dejarse de postureo: absténgase de traer a ancianos o personas con otros problemas de salud a los hospitales. Hala, portazo a todo un colectivo para preservar a la mayoría.

Esto es lo que hay. Y no hemos visto, me temo, todavía lo peor. Aquí estamos, intentando asimilar la gravedad de la situación, intentando ser responsables, contarlo en mi caso lo mejor que podamos y sobre todo, llorar en casa lo que no podemos llorar fuera. Son muchos, demasiados, los que estos días no pueden despedirse en persona de los suyos. Y no hay peor dolor que ése. La semana que viene, el 3 de abril, hará un año que se fue mi padre. Llevaba muchos años malito, con sus achaques, con una salud más que precaria, pero sonriéndole a la vida y burlando a la muerte en más de una ocasión. Se había convertido en todo un especialista en darnos sustos. Y siempre, en el último minuto, se recuperaba.

Cuando todo esto pase...

Cuando todo esto pase...

El día antes de su muerte, mis hermanos me mandaron un mensaje a primera hora de la mañana: “Papá está mal. Si no fuera por las miles de veces que lo ha conseguido, te diría que esta vez no lo va a conseguir”. Estaba en plena reunión de escaleta, eran las 8 de la mañana. Solté todo, cogí el coche y me fui a Pamplona. Llegué a mediodía, con el corazón en un puño. Y a pesar de su estado, ahí estaba, sonriéndome cuando me vio. Pasamos la tarde cogidos de la mano. Después de la merienda, parecía que mejoraba, y mi madre me pidió que volviera a Madrid. “Esto va a ser largo, hija. Vete. El fin de semana vuelve tranquilamente. Ya sabes cómo va papá, un paso para delante, dos para atrás”.

Las madres somos muy cabezotas, muy “mandonas” en el mejor sentido de la palabra y muy insistentes: a última hora, sí, estaba otra vez cogiendo el coche, llegando a Madrid de nuevo de madrugada. Es la decisión de la que más me he arrepentido en este último año. A la mañana siguiente mi padre seguía igual pero para cuando terminé el informativo todo se precipitó: le habían sedado y le quedaban horas. Volví a volar con el coche para llegar, pero esta vez no lo hice a tiempo. Mi padre murió antes. Mi padre murió acompañado, en su casa, con su mujer al lado, sus hijos, sus nietos. Yo pude llorarle con los míos, pude abrazarme a ellos, llenar de besos a mi madre, cogerle la mano esa primera noche, llorar con mis hermanos, con mis primos, con mis tíos, con sus amigos. Estar con los míos y consolarnos en el duelo. Reírnos también en algún momento recordando alguna de mi padre. Todo eso que ocurre cuando alguien de tus entrañas se va. Todo lo que ese momento supone de catarsis, de conocerse aún más a uno mismo y a los tuyos, por cómo reaccionan, por cómo gestionan el dolor. Todo eso que ayuda en algo a superar un momento así.

Bien, pues ni eso está permitiendo este virus. Cientos de familias que viven en la distancia, impotentes, desesperados la peor de la noticia: la muerte de tu padre, de tu madre, de un familiar cercano, de un amigo. Hay tantos duelos pospuestos estos días de confinamiento que cuando terminen no habrá abrazos suficientes para consolar y secar tantas lágrimas. Cuídense por favor. Y quédense en casa. Ya queda menos.

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