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¡A la escucha!

¿Halloween o Todos los Santos?

Sólo tenía siete años. Dos meses antes mi abuelo, el padre de mi madre, había muerto. Así que aquel primero de noviembre, tocaba ir a Tudela, a visitar su tumba y a rezar por él. Yo siempre le conocí enfermo, sentado en su silla, con su boina: un hombre especialmente tranquilo y, según quienes le conocieron, especialmente bueno. Un amigo suyo decía que se había muerto sin haber discutido con él ni una sola vez. Mi abuelo era pequeñito, siempre estaba sonriendo, especialmente cuando llegábamos a su casa de visita, y verle en aquella foto pequeña, en blanco y marrón, sobre la tumba, me inquietaba. Aquella foto no era mi abuelo.

Imaginármelo ahí, enterrado, era extraño. Mi madre y sus hermanas limpiaron la lápida, dejaron flores frescas y junto a mi abuela, lloraron y lloraron y lloraron. Un llanto silencioso, incontrolable. Yo no dejaba de mirar a mi madre. Habían pasado sólo dos meses y en alguna ocasión la había pillado triste cuando entraba sin avisar en su dormitorio. Sabía que echaba de menos a su padre y pensar en que al mío algún día también tendría que llorarlo así me asustó. Era muy pequeña y aquella escena se me quedó grabada. Recuerdo que llevaba una cazadora muy ligera y que me estaba quedando congelada: entre el frío y la angustia tenía el cuerpo rígido. Sólo tenía ganas de irme, de estar con mis primas y, sobre todo, de que mi madre dejara de llorar.

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Desde entonces tocó repetir cada uno de noviembre aquel ritual y tocaba volver a ver a mi madre hecha un mar de lágrimas y volver a sentir el mismo miedo, el mismo nudo en el estómago. Mi abuela murió 7 años después. Tener conciencia de que la muerte es parte de la vida y de que todos pasaremos por ahí lo aprendí muy pronto. Llegué a odiar el puente de Todos los Santos. Lo odiaba porque era triste y porque ir a Tudela ya no era divertido. Sabía que la visita al cementerio era obligada y a la vuelta, había que parar en Falces para dejar también flores en la tumba de mis otros abuelos. A ellos no les conocí, y su pérdida dolía menos. Es así de duro y así de injusto. Mi padre además no se desmoronaba cada vez que íbamos, y no verle sufrir, para una niña de siete años, era más llevadero.

Odié esta fecha durante muchos años. Y me ha costado mucho aprender a convivir con la muerte. Así que cuando ahora tanto gente se echa las manos a la cabeza por la forma de celebrar este día de difuntos importado desde Estados Unidos, yo sonrío. Prefiero decorar la casa con calaveras y calabazas antes que llevar a mis hijos a un cementerio. Lo prefiero, sí. Ya han aprendido no hace mucho lo que supone decir adiós a alguien a quien has querido, con quien te has divertido, que te ha mimado y que te ha subido a sus piernas mientras te contaba historias maravillosas. Sí, ya saben lo que es perder a alguien al que quieres, ya saben lo que significa la muerte, así que prefiero que hoy se pinten sangre ficticia en su cara y se vayan con sus amigos a pedir chucherías por la urbanización.

Sí, prefiero que se rían de los fantasmas de piruletas que les ha dado el vecino o de que vengan picados entre ellos porque su cesta de caramelos está más llena. Que jueguen al truco o trato, aunque no sepamos por qué ni entendamos muy bien esta tradición. ¿Es banalizar la muerte celebrar Halloween? Puede ser. Pero aquí admito que he bajado los brazos y me he rendido a lo que nos imponen desde fuera: no sé si hay que felicitar Halloween como ese famoso audio que circula estos días por las redes. No tengo ni idea de qué hay que hacer cuando llaman a mi puerta y me dicen truco o trato. No lo sé. Yo doy caramelos a todos y todos me parece que van adorables y terroríficamente disfrazados. Que se rían y disfruten con sus amigos porque para llorar ya habrá tiempo.

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