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¡A la escucha!

La sordera machista

Hombres que no escuchan. Hombres que no te dejan ni hablar. Hombres que acaparan la conversación, te pisan constantemente en cuanto quieres meter baza, sueltan su monólogo y se van. Cuántas y cuántas veces ocurre esto, en el trabajo, en una reunión de equipo, en una cena con amigos… Esos hombres a los que se les llena la boca hablando de feminismo pero que en su día a día son absolutamente machistas, sin matices. Ejercen una superioridad inventada por ellos mismos de una forma avasalladora. Ningunean tus argumentos, tus ideas, tus aportaciones, de forma burda, maleducada. Da igual que estés hablando de algo banal o del megaproyecto que vas a presentar al Consejo de Administración. Simplemente no escuchan. Especialmente si quien habla es una mujer.

Esto pasa. Da igual cuántos 8 de marzo queramos reivindicar, celebrar o manifestar. Da igual que busquemos gestos, los micromachismos inundan nuestro día a día y muchas veces ni nosotras mismas somos capaces de detectarlos, simplemente porque los hemos normalizado, porque hemos aprendido a vivir así desde que tenemos conciencia, porque ha sido la forma en la que hemos tenido que desarrollarnos profesionalmente. Sólo cuando otra mirada te abre los ojos, eres capaz de identificarlos.

Una amiga me contaba el otro día el cansancio y fatiga que le supone reivindicarse cada día en su trabajo. Ha hecho un máster, es una coco en lo suyo, siempre está investigando, buscando, analizando, viendo nuevos informes. No entiendo nada de su ámbito, pero sé que, en lo suyo, es la mejor. Es una mujer segura de sí misma, independiente, volcada en su trabajo, pero que día tras día tiene que luchar con esas barreras. Hombres que se sienten amenazados ante el talento femenino, hombres que siguen ocupando los puestos de responsabilidad y por tanto ejerciendo un poder controlador. Me confesaba que durante mucho tiempo lo asumió como parte del paquete: si quería crecer profesionalmente tenía que lidiar con ese tipo de perfiles. Y que ahora dudaba de si éste era el camino.

El problema es que nuestro techo de cristal sigue existiendo. Sigue siendo muy inferior el número de mujeres que llegan a puestos directivos. Seguimos teniendo que correr más y más rápido que ellos para llegar a las mismas metas. Formarte más y mejor y, aun así, seguir casi pidiendo permiso para que te den paso, para que te den esa oportunidad. Muchas deciden tirar la toalla: el desgaste personal es tan alto que, en ocasiones, no merece la pena. Y mucho menos si no quieres renunciar a ser madre, a tener una familia. La maratón se convierte en un triatlón personal y profesional. Y es ahí cuando ellos ganan, no por mejores resultados sino porque juegan con ventaja.

Son continuos los ejemplos de congresos, foros u organismos en los que, incomprensiblemente, se han olvidado de incluir mujeres en su plantel de ponentes o especialistas. A estas alturas seguimos así, y avanzamos de forma tan lenta que a veces resulta desesperante pensar que nuestras hijas, en nada, tendrán que lidiar con las mismas barreras, los mismos chantajes y los mismos tropiezos con los que hemos tenido que pelear nosotras.

Hace una semana un grupo de mujeres, líderes en su ámbito, se reunieron para reivindicar otras políticas, al margen de tutelas, de partidos y de estructuras. Querían demostrar que hay otra forma de hacer política. Pues bien, sus contrincantes políticos no encontraron mejor argumento para rebatir sus propuestas que llamar a esa reunión “Aquelarre”. ¿De verdad? ¿En serio? Al margen de la ideología, ¿no podías encontrar mejor argumento que ése? ¿No tienes nada mejor que aportar?

Muchas veces repito que hay una responsabilidad de los políticos y de quienes están en política de cuidar el lenguaje. Que hay palabras y expresiones que incendian y que degradan la convivencia. Soltar lo primero que te viene a la cabeza no es lo más recomendable o no debería de serlo.

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