Internet, ese continente digital donde casi todo era posible, se ha convertido en la incansable repetición de lo mismo. Ninguna novedad, conste: a los gabachos les dio por hacer arcos ojivales y en un tris tras toda Europa andaba plagada de catedrales góticas. ¿Que la reina Victoria se casa de blanco? Todas las novias apuntándose al color virginal.
Si es verdad que la imitación y la copia son connaturales al espíritu humano (René Girard hizo fortuna con esta idea), es de entender que el culmen de la Historia (Hegel, saluda, que te están mirando) nos haya traído una plataforma donde todo puede ser replicado con imperceptibles diferencias y diseminado (para su ulterior reproducción) con una eficacia que no habían conocido los siglos. Podríamos hacer la cronología: las fotos encastradas en su marco negro, los videítos en los que millares de "creadores de contenido" (sintagma ocurrentísimo) repetían chistes que no hubiesen pasado el corte de Noche de Fiesta; los "retos virales" (gente tirándose un cubo de agua por la cabeza para curar la ELA), los "flash mobs" de cada cuenta corporativa, los "trends" de TikTok (bailecitos y gansadas como las que hace Pablo Motos en el Instagram de El Hormiguero) y, finalmente, la purria automatizada generada por una inteligencia artificial que consume más agua que una manada de elefantes.
Me crispa abrir cualquier aplicación y tener que desbrozar (usando el dedo como machete) la selva de malas hierbas que florecen al calor de las IAs, pero podría tolerar que la purria invadiese mi muro de Facebook: al fin y al cabo, con no entrar evitas el disgusto. Lo admito: hay un número limitado de fotos "animadas" o de montajes de actores creciendo al compás de una musiquilla sin copyright que puede aguantar un hombre, así que amenacé a familiares y conocidos. Cualquiera que me enviase un retrato suyo reconvertido en un personaje de los Simpsons, Barrio Sésamo o Mi vecino Totoro sería correspondido con todas las maldiciones del Deuteronomio y, si fuera menester, un par de navajazos pedagógicos. No contaba, sin embargo, con que el enemigo ya había superado esas murallas y se había diseminado por todas partes.
Me crispa abrir cualquier aplicación y tener que desbrozar (usando el dedo como machete) la selva de malas hierbas que florecen al calor de las IAs
He visto cosas que no creerían: museos de arte contemporáneo encargando su cartelería al ChatGPT, periódicos que ilustran sus noticias con imágenes salidas de las tripas de DALL-E3, vikingos con gafas bifocales y señoras con los dedos como espaguetis. Miren, la cosa es grave: el pueblo de mil y pico habitantes donde vivo promocionó su última feria agropecuaria con ovejas y gallinas salidas de las tripas de la IA del Photoshop. La estampa ponía los pelos de punta: en cada farola, banderolas con la inquietante jeta de una vaca positrónica, de un conejo que se alimentaba de ceros y unos.
Me cansa la ubicuidad detestable de esas imágenes, todas tan igualitas, tan sobadas, tan puliditas, tan cursis. La pereza, fíjate por dónde, también produce monstruos. Esta mañana he bajado a tirar la basura. En el contenedor azul, alguien había pegado el cartelito de una manifestación contra la gestión de los incendios. El bombero protagonista lo habían despachado con un prompt no muy elaborado: la manguera, poderosísima, aplacaba ese fuego de mentirijilla. Me hizo gracia: a saber la de litros que se habrán ido en esa imagen.
Internet, ese continente digital donde casi todo era posible, se ha convertido en la incansable repetición de lo mismo. Ninguna novedad, conste: a los gabachos les dio por hacer arcos ojivales y en un tris tras toda Europa andaba plagada de catedrales góticas. ¿Que la reina Victoria se casa de blanco? Todas las novias apuntándose al color virginal.