«Una vez más a la brecha, queridos amigos, una vez más». Los vecinos del número 7 de la calle del Tribulete han conseguido que un juzgado les admita a trámite la denuncia contra un fondo buitre. «Acoso inmobiliario», o lo que es lo mismo: comprar el edificio, largar a los inquilinos con las cajas destempladas de un burofax y hacerle la vida imposible a los que se queden, fastidiándole las cañerías y metiendo albañiles a deshoras. La noticia, claro, es esperanzadora, y los desheredados de este mundo estamos de enhorabuena. Pero esta victoria —creo— oculta una derrota: la constatación de cuantísimo hay que soportar (una y otra vez) para que a uno le reconozcan los derechos más elementales.
Esta misma semana hemos tenido datitos sobre el mercado de la vivienda. Los precios han subido un 13% en el último trimestre. Con este, van cuarenta y seis de incremento consecutivo: los últimos treinta, bajo un Gobierno que se dice progresista.
Viendo el lodazal en el que anda chapoteando el pe so e (los progres andamos fingiendo demencia, pero resulta que el círculo íntimo del presidente reinante anda calentando un camastro en Soto del Real), me pregunto con qué milonga vendrán a pedirnos el voto cuando el engrudo parlamentario que sostiene al Gobierno termine por colapsar. Porque la economía irá como un tiro, pero ¿quién lo nota? Claro, nos dirán que del otro lado está la derecha (¡buuuh!, ¡caca!) que viene a comernos por los pies. Miren, contentarse con ser mejor que los malos no es tan buena idea como parece. Leía, en uno de esos deprimentes artículos sobre lo profascista que se está volviendo la chavalería, que el argumento más difundido entre los partidarios de un régimen que no conocieron ni sus padres es que con Franco la gente tenía trabajo y casa. No entraré a discutir las sutilezas que se le escapan al adolescente medio que se traga esta milonga, pero debo reconocerles que fantasear con tener un hogar del que no te vayan a echar con una subida del 200% a los cinco años me resulta casi lúbrica. O una casita que no consuma la mitad de tu salario: un país en el que no se viva con el miedo seguro a la siguiente mudanza.
Llevamos tres generaciones esperando y, lo mismo, a la siguiente llamada a la calma deberíamos responder con un puñetazo
Esta semana, la ministra de Vivienda ha anunciado la reconversión del SEPES (la empresa pública de suelo) en Casa 47, un artefacto estatal llamado a construir casas a troche y moche y a darlas en alquiler asequible. Los contratos, aseguran, podrían prorrogarse hasta setenta y cinco años. Miro los números (cuarenta mil viviendas y dos mil cuatrocientos suelos provenientes de la Sareb y un fondo de cien millones de euros) y todo me parece poco. No me lo tengan en cuenta: no soy uno de esos elegantes urbanistas de la gran ciudad. Me martillea, eso sí, la sospecha sobre las intenciones de un partido que acaba de abstenerse sobre una propuesta parlamentaria que buscaba frenar la compra de vivienda con fines especulativos; que tuvo como mandamás al señor del «es un derecho, pero también un bien de mercado» y que, hasta el célebre anuncio que venimos comentando, había dedicado los esfuerzos del ministerio del ramo a concertar un teléfono de consultas y a hacer llamamientos a la buena fe de los rentistas.
Y sí, ya sé, las cosas llevan tiempo, todo es muy difícil y la Administración tiene sus vericuetos. Pero llevamos tres generaciones esperando y, lo mismo, a la siguiente llamada a la calma deberíamos responder con un puñetazo.
«Una vez más a la brecha, queridos amigos, una vez más». Los vecinos del número 7 de la calle del Tribulete han conseguido que un juzgado les admita a trámite la denuncia contra un fondo buitre. «Acoso inmobiliario», o lo que es lo mismo: comprar el edificio, largar a los inquilinos con las cajas destempladas de un burofax y hacerle la vida imposible a los que se queden, fastidiándole las cañerías y metiendo albañiles a deshoras. La noticia, claro, es esperanzadora, y los desheredados de este mundo estamos de enhorabuena. Pero esta victoria —creo— oculta una derrota: la constatación de cuantísimo hay que soportar (una y otra vez) para que a uno le reconozcan los derechos más elementales.