El funeral preventivo

Alfonso Guerra anda inquieto. «Imaginemos que se muere el rey en Abu Dabi. ¿Se entierra en el desierto? ¿Se le trae aquí?». ¡Caramba! Si es que… ¡cualquier minucia nos distrae de lo importante! Al final será verdad el ombliguismo de los milenial: tan absortos estamos con el despelote de la inflación y las guerras del extremo oriental que se nos olvida lo verdaderamente importante.

No quisiera, por nada del mundo, que piensen que me mofo de los futuros restos de su borbonidad. Todo lo contrario: ¡Dios lo guarde cien años! Sostengo que un hombre excepcional debe tener un acabose a la altura de sus infinitos logros

Centrémonos. ¿Qué se hace con el cadáver de un rey? La tradición lo deja claro: pompa fúnebre, misa de réquiem, paseíto al Escorial y alojamiento con pensión completa en «el pudridero». Ahora comienza la fantasía. Una vez allí, los frailes agujerean el ataúd con un berbiquí para que se oree. Treinta o cuarenta años después, los piadosísimos padres sacan la augustísima momia y la tronchan y pliegan para que quepa en un contenedor poco más grande que una caja de zapatos. ¡Qué apetecible!

Puestos a escoger, prefiero el desierto. Pero si a su majestad no le apeteciese ni lo uno ni lo otro, quisiera proponer, con muchísimo respeto, algunas alternativas sensatísimas: una pirámide de esas de cartón piedra que gustan tanto en Las Vegas, plantarle (como él sugirió) un pino en la barriga, sepultarlo en los sótanos de Casa Lucio, un entierro vikingo a bordo del Bribón. ¿Más? Reposar eternamente en la cámara de seguridad de un banco suizo, un sarcófago con la forma de Carta Magna, pira funeraria en la Plaza Mayor, ser arrojado a una cripta junto con sus ministriles, gentileshombres y Jaime Peñafiel, que Calatrava le haga un mausoleo. ¿La última? Embalsamarlo y exponerlo en el museo de historia natural más cercano rodeado de sus trofeos de caza.

No quisiera, por nada del mundo, que piensen que me mofo de los futuros restos de su borbonidad. Todo lo contrario: ¡Dios lo guarde cien años! Sostengo que un hombre excepcional debe tener un acabose a la altura de sus infinitos logros. Y, por supuesto, antes del destino final, sus latines, exequias, duelo nacional y volquetes de plañideras. Confío en que la descacharrante generación que hizo la transición coincida conmigo. Guerra, el primero.

A don Alfonso le preocupa el papelón que podemos hacer, como país, si el emérito la palma en su retiro de la justicia. Imagino que las cuentas pendientes, que apenas han salido en toda la prensa internacional, le inquietan menos. En España, los próceres mueren en la cama (y a lo hecho, pecho). Pero, buen señor, ¿qué es eso de «enterrarlo en el desierto»? ¿Cree que los Emiratos son un país de tribus nómadas vagamente civilizadas? ¿Gente que vive en tiendas y usa oscuros conjuros para que los genios del desierto les descubran pozos de agua? Pero qué falta de respeto a los anfitriones de don Juan Carlos. ¡Si los saudíes han hecho más por nuestra monarquía que todos los gobiernos del PSOE juntos!

Pero bueno, tranquilicémonos y veamos el asunto en perspectiva. Si España necesita un pacto transversal con sentido de Estado para funerales y agenda 2030, habrá que dárselo. La casa real británica, espejo en que se miran las cortes europeas, tienen un protocolo minucioso. El día que Isabel estire la real pata, un propio saldrá por una ventana de Buckingham gritando «el puente de Londres ha caído» y todo el mundo sabrá lo que tiene que hacer. Los ingleses entierran que da gusto verlos, así que podríamos seguir su ejemplo. Rogaría a los poderes públicos, a los agentes sociales, a la diputación de la Grandeza y al colegio de peritos agrónomos que se reúnan para elaborar un manualcito al respecto. Yo cedo las (brillantísimas, lo sé) ideas de esta columna, en caso de que las altas magistraturas quisiesen usarlas. Como pago, solo pido (¡imploro!) una cosa: que me dejen ponerle nombre al dosier. Imagínense al chambelán de palacio vociferando por los corredores: «Es la hora del sol y sombra».

Sería precioso.

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