Buzón de Voz

La democracia en riesgo: último aviso

Jesús Maraña

Vienen repitiendo estos días machaconamente políticos y analistas de todos los colores que ante la pandemia “hay que aparcar la ideología”. No discuto las buenas intenciones de algunos al defender esa tesis, aunque me pongo en guardia de inmediato cuando la escucho en boca de los mismos que acostumbran a ejercer un sectarismo a prueba de la más mínima duda desde los púlpitos de la política, los medios y las redes sociales. Intentaré explicar por qué discrepo profundamente y por qué pienso que el mayor riesgo que corre la democracia no está en la confrontación ideológica sino en la desinformación que practican muchos de quienes tanto pregonan que “no es momento de ideologías”.

La gran diferencia de la gestión política de la pandemia en España respecto al resto de democracias europeas radica en el clima de crispación y confrontación que aquí se respira desde el minuto uno del estallido. Discrepancias puntuales por supuesto que existen y se visibilizan en los parlamentos alemán, francés, italiano o portugués. Conservadores y progresistas, liberales y comunistas mantienen sus diferencias ideológicas. Sin embargo, ni siquiera la declaración del toque de queda en las principales ciudades galas ha sido contestada con el boicot por parte de la oposición a Macron. Lo que aquí basa y condiciona ese clima irrespirable y bochornoso es la incapacidad de algunos partidos y sus entornos mediáticos para diferenciar los hechos de las opiniones, o lo que es lo mismo, para aceptar el juego democrático con la responsabilidad y altura que exige la gestión de una crisis de salud pública. Lo que hacen con la pandemia –PP y Vox fundamentalmente– es coherente con lo que vienen haciendo desde la moción de censura de 2018: deslegitimar por todas las vías posibles la posibilidad de que formaciones progresistas gobiernen en España. Lo mismo da que se trate de afrontar la epidemia que de reaccionar ante una sentencia judicial o de responder a una propuesta de reforma de la ley que regula la renovación del CGPJ.

Hace falta ser muy sectario para no admitir que los países citados, con diferencias también por territorios en algunos casos, han tomado y siguen tomando medidas más duras que la Comunidad de Madrid con datos de contagio muy inferiores. También en otros países se han producido dudas y contradicciones en las distintas fases de lucha contra el virus, fundamentalmente porque también ha ido evolucionando el conocimiento científico del mismo. Lo que no se ha producido es el puro negacionismo o el falseamiento de la realidad que aquí soportamos cada día. Desgraciadamente hay mil ejemplos. Por poner uno: el influyente consejero de Justicia del gobierno madrileño, Enrique López, sostiene que “no hay transmisión comunitaria en Madrid” (ver aquí). Nada que envidiar a los disparates de Donald Trump, de Bolsonaro o de Boris Johnson (antes de pasar por la UCI). Sobre su jefa, Isabel Díaz Ayuso, cuesta mucho elegir la mayor patada a la realidad, porque siempre se supera en la última intervención. Imposible encontrar en el actual panorama político un compendio tan redondo de incompetencia y desprecio a la verdad (ver aquí).

Ojalá el debate fuera abiertamente ideológico en lugar de un griterío hilvanado por la permanente intoxicación y manipulación de datos. Si partiéramos de un mínimo respeto a los hechos, entonces se aceptarían verdades irrefutables como que la tasa de incidencia acumulada en Madrid indica que hay transmisión comunitaria desde hace mes y medio como mínimo; que se están haciendo menos de la mitad de pruebas PCR de las que se hacían hace tres semanas; que los test de antígenos no suplen esa carencia diagnóstica incluso en el caso de que se cumplieran los anuncios reiteradamente incumplidos por Ayuso (ver aquí); que la multiplicación de contagios tiene una relación prácticamente nula con la entrada de viajeros por Barajas; que seguimos sin tener el mínimo de rastreadores necesarios para poder aislar los contagios; que, en definitiva, nunca se han cumplido los criterios de refuerzo de la atención primaria que se exigían para la desescalada. (Esa, por cierto, es la principal laguna del Gobierno central: ¿por qué esperó tanto para advertir de que Madrid no cumplía los requisitos de la desescalada y actuar en consecuencia?).

Si se aceptaran los datos fríos y contrastados, en lugar de instalarse en la hipérbole permanente y la distorsión de la realidad, entonces el gobierno de Ayuso, y cualquier otro, podría (y debería) haber reclamado hace tiempo ayuda al Estado para cubrir las necesidades de recursos que permitan doblegar la famosa curva. No sólo no hace eso sino que ni siquiera es transparente a la hora de explicar a qué dedica los 1.500 millones recibidos para gasto sanitario (ver aquí).

Si el debate fuera entre ideologías, respetando los hechos que contrasta la ciencia en este caso, entonces deberíamos estar discutiendo sobre lo que más importa: qué modelo de sanidad pública, de cuidados, de educación, de urbanismo, de relaciones laborales… qué Estado del bienestar consideramos imprescindible y qué fórmulas permiten sostenerlo. Pura ideología. Tienen todo el derecho Casado o Díaz Ayuso, o su competidor y sin embargo cómplice Abascal, a defender el neoliberalismo. Háganlo, sin gritar ni insultar. Pero atrévanse a decir abiertamente que lo que proponen es lo que los gobiernos de Rajoy en España o de Aguirre e Ignacio González en Madrid pusieron ya en práctica. Consideran que hay que adelgazar el Estado y poner todos los incentivos públicos para impulsar negocios privados pagando los mínimos impuestos. Defiéndanlo sin trampas. Y asuman ese programa de “sálvese quien pueda” con todas las consecuencias, incluida la de explicar cómo se afronta una crisis de salud pública con menos médicos y profesores, menos enfermeros y enfermeras, con contratos precarios y turnos infinitos, privatizando el rastreo y cerrando centros de salud por falta de personal.

Claro que se trata (también) de ideología. Precisamente uno de los trucos de quienes no renuncian ni en sus peores momentos a un ordoliberalismo que se ha demostrado fracasado y letal, especialmente desde 2008 hasta hoy, es el de identificar su ideología reaccionaria con la supuesta eficacia en la gestión. Ni Asturias ni la Comunidad Valenciana han necesitado gobiernos conservadores para gestionar de modo cabal los azotes del coronavirus en comparación con otros que tanto gritan.

Pretenden algunos instalar la idea de que la confrontación ideológica es perniciosa para la democracia, cuando lo cierto es que es la esencia de la misma. Lo antidemocrático es distorsionar la realidad con el objetivo de confundir a la opinión pública y manipularla en beneficio propio. Ese sí que es un rasgo propio de regímenes autoritarios y despóticos. No ocurre sólo con la pandemia. Es exactamente lo que hemos visto en la reacción del PP o del propio Mariano Rajoy ante la sentencia firme del Tribunal Supremo que confirma las condenas dictadas por la Audiencia Nacional y valida las pruebas de la existencia de una caja B y de un sistema de corrupción institucional (ver aquí). En lugar de callar, agachar la cabeza o pedir disculpas, hemos tenido que soportar que presuman de tener razón, que se alegren por la “reparación moral” que supuestamente les aporta la sentencia (ver aquí) y que se atrevan a deslegitimar las decisiones mayoritarias del parlamento o de las mismísimas urnas. Todo eso en lugar de conformarse, en el caso de Rajoy y de otros exdirigentes del partido, con no ser acusados del delito de falso testimonio, como podría deducirse de las dudas sobre su credibilidad como testigos en las sentencias ya dictadas. Ni un solo paso hacia la humildad, la cesión o el reconocimiento de errores.

Sostiene el profesor Daniel Innerarity (ver aquí) que “si hay tantos actores políticos incapaces de llegar a los acuerdos necesarios para transformar la sociedad es porque han descubierto que resulta más confortable gestionar la intransigencia que la cesión”. Eso sí, para instalarse en ese “encanto de la impotencia” es imprescindible distorsionar la realidad y manejar la desinformación como una biblia, de modo que siempre sean otros los culpables del desacuerdo. Asistimos estos días a otro ejemplo perfecto: el PP bloquea durante dos años la renovación de órganos constitucionales en los que mantiene una mayoría que no se corresponde con el dibujo decidido en las urnas, y cuando una mayoría parlamentaria plantea reformas (discutibles) para superar ese bloqueo claramente antidemocrático, entonces los grupos de la foto de Colón denuncian una especie de golpe contra la independencia judicial que comparan con lo que han hecho los gobiernos iliberales de Polonia y Hungría (sin el menor fundamento, como puede comprobarse aquí).

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En los próximos días asistiremos a otra ceremonia del ruido y la confusión con el debate de la moción de censura presentada por Vox en el Congreso. El objetivo, por más que griten, no es Sánchez ni su gobierno “socialcomunista” (al que, si pudieran, destruirían a martillazos como hacen con las placas en memoria de Largo Caballero o Indalecio Prieto) sino Casado y un PP que sigue obsesionado por competir en intransigencia con un nacionalpopulismo cañí. Ojalá el debate fuera de carácter ideológico. El problema es que ese ejercicio democrático no les interesa. Es mucho más fructífero esconder los intereses sectarios y manipular la realidad para bloquear cualquier posibilidad de progreso. ¿Cómo van a aceptar acuerdos para el futuro si ni siquiera aceptan una memoria democrática común? (Ver aquí).

¿Qué podemos hacer? Cada cual en su medida, cumplir con nuestra obligación cívica. Para empezar, no dejarnos engañar, contrastar la información y ejercer un pensamiento crítico. O, al menos, intentarlo. Renunciar a ello es lo que realmente pone en riesgo la democracia.

P.D. Otro ejemplo palmario de desinformación. Si de verdad les preocupa la independencia judicial, lean hoy aquí mismo a la magistrada jubilada Lucía Ruano y quizás entiendan de otro modo el escándalo organizado por la ausencia del rey en el acto de entrega de despachos de nuevos jueces en Barcelona.

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