Desde la casa roja
Los muertos de mi Facebook
No sumo las narraciones necesarias para afirmar que la maternidad está intensamente relacionada con la hipocondría. No sé a cuántas mujeres y hombres más se les habrá agudizado este trastorno que se caracteriza por una preocupación constante y obsesiva por la propia salud y por una tendencia a exagerar los sufrimientos reales o imaginarios. No es que yo antes fuera valiente, pero sí tenía la suficiente sinrazón y dejadez para evitar la angustia. A lo mejor, solamente, era joven. Podía demorar visitas al médico durante años que todo iba a estar bien. Ahora puedo ver la aceleración de la brisa en huracán: es el pánico a no estar, en este caso físicamente, a la altura de lo que la vida, la suya, necesita de mí.
Empiezo por ahí porque de este giro parte la sensibilidad para negarme a leer, por pudor, pero también por terror, algunas cosas ajenas. Porque en esa vida real pero ficcionada en pequeñas cápsulas –la híper felicidad o la tragedia más descarnada incluidas– que son las redes sociales, me he encontrado con la angustia cuando el pacto primero era jugar a las frivolidades. Cuánto de alivio hay detrás para mostrar en una red el duelo más íntimo: la pérdida de alguien.
En Ante el dolor de los demás, Susan Sontag escribió acerca de cómo la fotografía se había convertido en un testigo privilegiado del horror. Pero también indicaba algo que ya nos ha sucedido, la repetición de las imágenes podía correr la fatal perversión de embotar la sensibilidad de quien las miraba. Escribía acerca de cuáles son los mecanismos emocionales que se activan ante el dolor ajeno: la fascinación ante el horror y el alivio que algunas personas sienten al identificarlo en una situación que no les afecta. Hablaba de la proximidad de cada uno con la desgracia. Todavía, a veces, imágenes como la de Aylan Kurdi, aquel niño sirio de dos años tirado boca abajo en la playa de Turquía, nos remueven adentro. Porque ese niño ahogado se parece demasiado en su postura a tu niño dormido a salvo y en su cama.
Las redes sociales hacen un zoom muy potente con respecto a esto. Asistimos en directo a ese primer plano mediante fotografías y textos de un drama muy diferente. La proximidad ya es fáctica. Y la mala suerte, aleatoria. Pocos echan lágrimas frente a los informativos: la sedación ya hizo su efecto. Pero nos conmovemos cuando la vida de los otros se dibuja en tu bolsillo con forma de mensaje lanzado a la grada. ¿También terminaremos anestesiados?
Ha habido dos casos que me han roto y que tuve que empezar a evitar. El primero, fue el suicidio de una desconocida con la que me unía la categoría de “amigos” en una red. La página de esta persona siguió activa durante bastante tiempo y los amigos, quiero decir, los que sí la conocieron, le dejaban mensajes. Cientos de fotografías donde la mujer sonreía con una y otra persona, con la familia, cumpleaños, viajes, puestas de sol. “Allá donde estés”.
El otro caso fue hace unas semanas. Un compañero de clase de mi primer colegio se despedía de su hermano pequeño con una foto tomada hace unos años con él, posan jóvenes y guapos espalda contra espalda cuando nada iba a pasarles. Se lamentaba a pie de imagen de no poder volver a repetirla, como se habían prometido, cuando tuvieran ochenta. Yo misma le escribí un lo siento. Yo misma visité el perfil de su hermano sin leer demasiado a fondo no fuera a encontrar lo que había sucedido y eso avivara mi pánico.
Me cuenta la historiadora Verónica Villasevil que nosotros, los vivos, ya no tenemos dioses ni ritos que nos identifiquen. Una buena parte forjamos una identidad pública en redes sociales. La pérdida forma parte de la vida, de esa vida hecha añicos que exponemos. El luto negro que nos señalaba en duelo es ahora un estado. ¿Contaría usted su dolor en un teatro con alrededor de 500 personas, familiares, amigos, conocidos y desconocidos? ¿Llamaría a una persona que hace treinta años que no ve para decirle: ha muerto mi padre? A falta del relato común que aportaba la religión, también para cronometrar los ritos de despedida, cuánto y hasta cuándo debe doler la ausencia, las sociedades contemporáneas occidentales buscan y experimentan con otras formas de narrarse diferentes a las tradicionales, inminentes y cotidianas, que han alterado el tejido social tal y como hasta ahora lo conocíamos.
¿Pero por qué me golpea esto y, sin embargo, sobrevivo a las noticias que aparecen en la prensa, la sangre en las imágenes, sin que se produzca la catarsis? Porque esto no es más que el ahora sí: esto que lees podría pasarte a ti. Esa sí eres tú porque sabes que, en el fondo, nunca morirás de hambre en Yemen, ni serás la mujer que se quitó la vida antes del desahucio y tú nunca te jugarás la vida por tocar la tierra del otro lado de un muro.
A veces, quiero mantenerme alejada de todo de lo que, de un golpe, pueda arrancarme la felicidad de las manos. “Te sientas a cenar y la vida que conocías se acaba”, lo escribió Joan Didion en El año del pensamiento mágico. Como si ya solo pudiera enfrentarme al dolor que me producen de mis muertos. Y dejar de pensar todo el día: si me pasa algo inesperado ahora, ¿será capaz mi hijo de recordarme?