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¿Complot en el Ateneo?

Lo dijo Alfonso Guerra ayer con el desparpajo característico: hacía una broma displicente porque alguien había dicho que él y Felipe González estaban organizando un complot contra Sánchez. Lo dijo desde la Cátedra Mayor del Ateneo de Madrid, el salón de 1884 en el que estrenaron Turina y Granados, en el que hablaron Einstein o Adenauer, en el que disertaron Azaña, Valle Inclán o Emilia Pardo Bazán.

Lo del supuesto complot venía a cuento del libro de Alfonso Guerra (con el escritor Manuel Lamarca) La rosa y las espinas, una suerte de autobiografía entretenidísima por la abundancia de anécdotas y la ironía con que escribe el exvicepresidente. El interés del evento (la presentación de un libro de Guerra, que fue la propuesta que recibimos inicialmente en el Ateneo), se vio exponencialmente multiplicado porque el presentador del libro fue el presidente Felipe González, porque ellos llevaban sin hablar juntos en público nueve años –no treinta como se ha publicado– y porque ambos en los últimos días se han enfrentado a Sánchez y su Gobierno por lo que consideran concesiones intolerables ante los independentistas catalanes, que chantajean a los españoles con su exigencia de amnistía. 

Aquello nada tenía que ver con un complot, si por tal se entiende una conspiración secreta, porque todo el mundo sabía a lo que iba. Entre los asistentes (la invitación era abierta a cualquiera que quisiera ir, con prioridad para los socios del Ateneo), no había ni un solo cargo orgánico o institucional actual del PSOE (con la excepción de Emiliano García Page) y sí estaban sin embargo los ex dirigentes socialistas habitualmente críticos con Sánchez y unos pocos del Partido Popular: Javier Lambán, Nicolás Redondo, José Barrionuevo, Javier Fernández, Juan Carlos Rodríguez Ibarra, Tomás Gómez, Pilar del Castillo, Adolfo Suárez Yllana, José Luis Corcuera, Rosa Conde, Matilde Fernández… Añadían color al evento Eugenia Martínez de Irujo y el Padre Ángel, entre otros.

No hubo pues complot porque todo lo que allí pasó era previsible y resultó evidente, aunque quizá la dureza con que se trató al presidente del Gobierno en funciones, Pedro Sánchez, y al presidente Zapatero y, muy especialmente, a la vicepresidenta Yolanda Díaz por parte de González, no se había previsto.

El propio Alfonso Guerra inició su exposición, escrita y leída con arte y con minucia, anticipando que quizá no satisfarían las expectativas porque allí se había ido solo a presentar un libro. Del libro, sin embargo, hablaron ambos solo lo imprescindible. Los dos –Felipe González sin leer– se concentraron en la supuesta ignominia que supondría aprobar una amnistía a favor de los independentistas catalanes, que suponen sería contraria a la Constitución y también contraria a los principios del Partido Socialista.

El evento –en mi ya larga vida profesional pocas veces he visto tantas cámaras y micros juntos– suscitó todo el interés, precisamente porque se sabía de qué iba la cosa. Desde ese punto de vista y también desde el punto de vista comercial en lo que respecta a la promoción del libro, fue un éxito indiscutible. El presidente González y el ex vicepresidente Guerra aprovecharon una ocasión excelente para escenificar juntos su disidencia. 

¿Habrán pensado ambos líderes históricos que sus críticas y sus temores podrían recordar a los que tenían los viejos dirigentes del PSOE en el exilio de los 70, cuando el propio Felipe exigió la renuncia al marxismo en los estatutos del partido?

La reunión granjeó amplia cobertura en los medios conservadores, que presentaron el acto como la constatación de una brecha, una ruptura, en el seno del PSOE. Nada más lejos de la realidad, en mi opinión, que es la de quien solo actuaba como anfitrión. Fueron todos y cada uno de los habituales: asistió quien quiso, porque a nadie se le impidió entrar. No quito autoridad a quienes acompañaron a Guerra y a González. Son, ellos dos los primeros, personalidades históricas del socialismo español. Que merecen todo el respeto por autoridad, por experiencia y por edad. Y en este nuevo tiempo en que el Ateneo de Madrid pretende volver a ser un centro irradiador de debate y de cultura, de tolerancia y de apertura, era un privilegio para la institución acoger a la pareja más relevante de la política española desde la Transición y acaso desde mucho antes y manifestar así su voluntad de seguir siendo la casa de la palabra y de la libertad. Por lo demás, González es socio del Ateneo –como lo son Sánchez, Rajoy, Zapatero y Aznar– y Guerra se inscribió en 1986.

Pero el acto del miércoles no iba más allá de la reiteración de las discrepancias de algunos y algunas dirigentes venerables del PSOE. No movilizó ni a una sola personalidad más de las que habitualmente cargan, por los motivos que sean, contra Sánchez y su Gobierno en funciones. Ni una sola. Ni un ministro, ni un solo secretario general, ni un dirigente que no haya expresado sus diferencias a propósito de cualquier otro asunto, como las manifestaron cuando se pactó con Podemos, por señalar otro momento controvertido.

Y yo supongo que, como ha señalado con otras palabras Luis Yáñez, quien fuera compañero de González y de Guerra en aquellos años de militancia socialista juvenil, más de uno se preguntará: ¿habrán pensado ambos líderes históricos que sus críticas y sus temores de hoy podrían recordar a los que tenían los viejos dirigentes del PSOE en el exilio de los 70, o los conservadores de la Transición, cuando el propio Felipe exigió la renuncia al marxismo en los estatutos del partido, o cuando hubo que plasmar en la Constitución el término “nacionalidades” para agradar a los nacionalistas, o cuando se anunció por sorpresa la legalización del Partido Comunista, o cuando de la noche al día se alteró la posición del Gobierno socialista sobre la pertenencia de España a la OTAN, o cuando hubo que tolerar primero, frenar después, los excesos de la respuesta armada al terrorismo de ETA, o acercarse a ella para frenar sus crímenes?

Derecho tienen González y Guerra, por supuesto, a expresar sus críticas, y autoridad y veteranía sobradas para dotarlas de autoridad. Por su parte el presidente del Gobierno y secretario general del Partido Socialista tiene derecho, siempre que lo haga con la aquiescencia de los órganos de su partido y de su Grupo Parlamentario, y con respeto a la Constitución, a elegir los caminos que considere adecuados en su estrategia política. El mismo derecho que tenían los dirigentes del PSOE en los 80 y los 90. Se echa de menos en ellos, sin embargo, una mayor discreción y tolerancia hacia quien dirige ahora legítimamente el partido y en funciones el Gobierno de España. La audacia que ellos tuvieron, sorteando duras resistencias, ahora le corresponde a Sánchez. Es su turno, como lo fue el de ellos.

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