La librería socialista de Londres

Dicen que es la librería socialista más grande de Londres. Se llama Bookmarks y, aunque nació mucho más tarde, está en el camino que recorría Karl Marx desde su modesta, oscura y destartalada vivienda en el Soho, hacia la sala de lectura de la Biblioteca Nacional, que ocupaba lo que hoy es el atrio del Museo Británico y que fue el lugar preferido por el alemán para estudiar para la escritura de El Capital.

La nutrida sección de novedades de Bookmarks me pareció una inspiradora metáfora sobre el más grande desafío del socialismo contemporáneo. Si en la época en que Marx paseaba por aquellas calles la gran cuestión era anticipar los cambios sociales y políticos que generaría la revolución industrial y el sistema de producción capitalista, y si la respuesta habría de ser una sociedad que aboliera las clases sociales y más tarde, para la socialdemocracia, una que promoviera la igualdad, los libros de Bookmarks en sus estanterías de madera señalan en nuestros días un desafío de incluso mayor calado que aquel: la destrucción del planeta y la extinción de la vida sobre la Tierra, al menos como la conocemos, si no cambiamos el paradigma del crecimiento.

Ahí están los títulos: The Return of Nature, Unravelling Capitalism, Facing the Anthropocene, System Change Not Climate Change, The Future is Degrowth, y quizá el que resume mejor el problema: Less is More, How Degrowth Will Save the World (Menos es Más: Cómo el decrecimiento salvará el mundo, Capitan Swing, 2023).

La llamada es unívoca y sin matices: o decrecemos o no nos salvaremos. No es ya una llamada, como en los últimos 150 años, a la lucha de clases, a la defensa de las minorías, a la extensión de los derechos o las reivindicaciones de ciertos grupos sociales. Ahora es un grito colectivo por la sensatez, es una llamada de emergencia contra el egoísmo que puede destruirlo todo en unas pocas generaciones.

El relato que ha impregnado nuestras sociedades “avanzadas” ha sido el del crecimiento. Los gobiernos sucumben ante el porcentaje de crecimiento del Producto Interior Bruto. El sistema capitalista está organizado todo él en torno al crecimiento. El desarrollo exige crecimiento y no es concebible que un país pueda sentirse satisfecho de ningún modo si su crecimiento está por debajo del 0. Tanta aversión se tiene al decrecimiento que no se le llama por su nombre, sino que se le llama “crecimiento negativo”.

Si no decrecemos no habrá solución. Hay unos cuantos chalados que niegan las evidencias, pero hay un consenso casi total entre quienes entienden: no hay mucho tiempo (quizá solo unas cuantas décadas) hasta que la Tierra colapse

Las empresas han de crecer y se desprecia a la pequeña comerciante que a lo largo de su vida sólo se ha empeñado en mantener su tiendecita para dar de comer a su familia y para mantener en sus puestos a un par de empleados. Ese no es un empresario: un verdadero empresario ha de “crecer” y, como en la evangélica parábola de los talentos, poner a producir lo que se le da para multiplicar su valor. El disparate mayor en ese modelo, al que se aplican con fervor los fondos de inversión y los de capital riesgo, consiste en engordar una empresa para venderla lo antes posible (en ocasiones al último tonto que no se da cuenta de que el valor es mucho menor que el aparente, y que pensaba, él también, que podría engañar a otro).

No es el nuestro, sin embargo, un problema solo empresarial. Estamos todos insertos en un sistema voraz que esquilma nuestra tierra, ensucia nuestro aire, seca nuestros ríos y rompe los equilibrios naturales. En las hamburgueserías consumimos papel y cartón (la ausencia de pajitas de plástico relaja nuestra conciencia), en un menú de diez euros que dura literalmente ocho minutos. Compramos camisetas a siete que nos disuaden de coser las que se nos rompen. Cogemos vuelos de avión a ciudades que desconocíamos, por el simple hecho de que resulta barato visitarlas. 

Nuestros abuelos, aquellos que nacieron a principios del siglo XX, incluso los más privilegiados, tenían dos trajes o tres, gozaban –porque nadie había inventado aún la obsolescencia programada a la que hoy nos apuntamos todos sin rechistar– de electrodomésticos que duraban treinta años, porque si se estropeaban se arreglaban. En el cine las películas estaban en cartel durante meses, porque los ritmos vitales y productivos eran mucho más lentos. Desde los años 40 del siglo pasado, y especialmente desde la década de los 70, el estrés al que estamos sometiendo al planeta lo está destruyendo. No hay más responsables ni más culpables que quienes hemos fomentado ese modelo o hemos disfrutado de él: nuestros padres y nosotros. Yo siento ya vergüenza con mis hijos.

La llamada economía verde no va a resolver el problema, aunque lo alivie, porque por mucho que nos alejemos del carbono y acojamos las energías verdes, y por mucho que reciclemos y reutilicemos, si no decrecemos no habrá solución. Hay unos cuantos chalados que niegan las evidencias, pero hay un consenso casi total entre quienes entienden: no hay mucho tiempo (quizá solo unas cuantas décadas) hasta que la Tierra colapse. Decrecer, desescalar, no es una opción. Es la única opción.

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