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Desde la tramoya

De politólogo a político

Resulta ciertamente irónico que al vicepresidente del Gobierno le montaran el miércoles un pequeño numerito en su Facultad, en el mismo salón en el que él mismo, junto con Íñigo Errejón, organizó hace diez años un boicot a Rosa Díez. Entre aquel episodio y este hay notables diferencias y algunas similitudes, que son sintomáticas todas ellas de lo que está cambiando Podemos con respecto de sus esencias originarias.

En aquella ocasión –las imágenes son muy curiosas– Pablo Iglesias era el líder, o al menos uno de los líderes, de un colectivo universitario con conciencia de su capacidad de organización. Los que boicotearon a la líder de UPyD, mayoría en el auditorio, tenían tarjetas rojas, lo cual exige una mínima coordinación. Había micrófonos disponibles para que dos chavales –uno de ellos el hermano menor de Iñigo Errejón– pudieran leer su manifiesto, escrito en un papel. Pablo Iglesias miraba la escena como el profesor que observa la función de Navidad de sus alumnos. Aquellos jóvenes, con Iglesias al frente y Errejón (el mayor) en la retaguardia, vigilando desde las filas de atrás y enarbolando él también una tarjeta roja, eran la punta de lanza de un movimiento que tenía fuerza en la Universidad y en las calles. Ese movimiento, mucho más amplio, dio paso luego a las manifestaciones del 15M, que a su vez permitiría a los profesores organizar Podemos y presentarse a las elecciones europeas en las que tuvieron su primer éxito. Nada que ver con lo que sucede hoy. Esa izquierda capaz de movilizar a la mayoría de los alumnos de Políticas, por mantener el mismo termómetro que en 2010, hoy se ve representada en Podemos. Por eso el boicot a Iglesias no fue a más.

En efecto, el escrache del miércoles al vicepresidente fue mucho más corto, menos preparado, más espontáneo y sin la más mínima organización. Un par de chavales increpan a Iglesias y le llaman “vendeobreros”. Con una decena más, terminan yéndose al poco tiempo. Iglesias mantiene bien el tipo porque incluso le dejan hablar; cuando se marchan voluntariamente, el vicepresidente concluye: “Tampoco es para tanto”. Estoy seguro de que Pablo Iglesias y su equipo habrán considerado que sobrellevaron muy dignamente el momento. Seguro que se sienten satisfechos de poder ir a esa mítica Facultad sin salir a gorrazos. La izquierda, digámoslo así, no está contra ellos.

Sin embargo, tampoco del todo con ellos. Esos minutos en el salón de actos de la Facultad de Ciencias Políticas y Sociología de la Complutense han dejado ver síntomas que sí deberían preocupar a los cuadros de Podemos. En primer lugar, el suceso señala bisoñez. ¿Quién decidió que el vicepresidente del Gobierno fuera a aquel lugar, en el que abundan hoy los mismos “revolucionarios” veinteañeros que los líderes de Podemos eran hace diez o quince años? ¿Pensaba Pablo Iglesias que pisaría aquellos pasillos en loor de multitudes? La ingenuidad de Pablo Iglesias y sus compañeros en el partido y en los gabinetes de los ministerios que controla se ha visto más crudamente en los acontecimientos políticos de la semana. Los excesos del anteproyecto de Ley de Libertad Sexual del Ministerio de Igualdad que tuvieron que ser peinados por los subsecretarios, primero, y luego la ingenua guía laboral del Ministerio de Trabajo ante el coronavirus que encontró el inmediato rechazo de trabajadores y empresarios, y la llamada al orden de Moncloa que quiere que la crisis sea gestionada por Sanidad, son otras muestras de la ingenuidad con que se conducen los líderes de Podemos desde que han llegado a la Administración.

Y en segundo lugar, la pérdida de la conexión con la calle. Es cierto que el acoso del miércoles no tuvo demasiada importancia, pero sí la tiene que el líder de aquella casa durante la crisis económica y posterior líder del partido que la capitalizó, hoy llegue allí y ni siquiera tenga el aplauso de sus antiguas bases. Podemos hoy tiene solo una fracción de la conexión que tenía hace un lustro, bien sea por el cambio de clima social, por el aburguesamiento de sus líderes o por una mezcla de ambas cosas. Podemos, en efecto, está en vías de convertirse en un partido socialdemócrata, y lo hará si le deja el espacio el PSOE o no se lo disputa un tercero. El propio Pablo Iglesias, al dirigirse a sus acosadores, afirma que es solo “un modesto reformista”. Es también significativo que el partido esté pensando, con vistas a la Asamblea que se celebrará en semana y media, en flexibilizar los límites salariales para sus cargos públicos planteados en su fundación: tres veces el salario mínimo, es decir, hoy algo menos de 3.000 euros mensuales.

Pablo Iglesias ha pasado en tiempo récord de ser antimonárquico militante a acompañar a la reina como ministro de jornada. De habitar un piso en Vallecas a comprar un chalet en Galapagar. De organizar boicots a sufrirlos. De la calle al despacho. Del metro al coche oficial. De novio de sus compañeras revolucionarias a padre de tres bebés. De modesto asalariado a formar parte del uno por ciento que más ingresa.

No pasa nada. Por supuesto que no. Tendrán él, sus cuadros y su electorado que asumir el cambio. Pero es obvio que Pablo, el revolucionario politólogo de 2010, cada vez tiene menos que ver con el vicepresidente Iglesias de 2020. Como él mismo dijo antes de que le interrumpieran en su conferencia, “debo estar haciéndome mayor”. Me temo que eso nos pasa a todos, vicepresidente.

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