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Dichoso verano

Episodio 2: ¿Dónde estará mi emérito Aurelio? (1ª parte)

Raquel Martos

Los veranos serranos eran cálidos como República Dominicana, de día, y frescos como Suiza, de noche. Mañanas de piscina, ColaCao frío con burbujas marrón nacarado y pan de pueblo “de ayer” con mantequilla. Después, torta de anís o magdalenas, o las dos cosas, a bañarse había que ir bien desayunada para no marearse, como ahora para ver las noticias…

Sonido de batidora y bajada de toldos, a la vuelta nos esperarían frescos el gazpacho y el comedor, que la terraza, desde mediodía hasta la hora de la merienda era Abu Dabi y no la pisabas salvo para tender bañadores y colgar toallas a la velocidad de la luz. La organización de mis padres era marcial e incontestable y sin estado de alarma.

Después de cenar íbamos al pueblo, si estaba en fiestas. Pero la mayoría de las noches clausurábamos la jornada en los bancos de la plazoleta, debajo de casa. Los padres podían vigilarnos desde las terrazas, pero no lo hacían. Dormían tranquilos porque todos, niños, adolescentes y jóvenes, estábamos juntos, cuanto más juntos mejor, sin distancia social y con jersey. Con jersey y sin mascarilla, eran otros veranos…

Yo tenía un “amigo” que venía al final de agosto, qué buen cierre para mi verano. Es que mi amigo me gustaba, me gustaba de poner su nombre en la carpeta del colegio y abdicar de otros amores.

Su nombre bonito no era, feo tampoco. Era nombre de persona mayor o eso pensaba yo, uno de esos nombres que parecen de persona que nunca fue bebé, esos nombres que no imaginas haciendo pedorretas como Eugenio o Felipe o Aurelio…

Le llamaremos Aurelio, para no dar pistas. Y seré franca –de franqueza–, Aurelio pasaba de mí. Jugábamos al pañuelo, al balón prisionero y al clavo (clavar un destornillador en el suelo para conquistar trozos de terreno, en plan pelotazo urbanístico) pero no imagino a Aurelio poniendo mi nombre en su carpeta. Yo era más pequeña que él y su radar no me detectaba.

Un viernes santo que estrené unas botitas camperas –talla once años– pensé que caería rendido ante la granjera de Wyoming y Aurelio al verme exclamó: “¡Qué botitas más graciosas!”. Corregí soberbia, como esos brasas de las redes sociales que creen que dan “zascas”: “Son botas camperas”, y él se rió a carcajadas. “¿Camperas? Serán botitas de media caña, ¿no?, qué graciosas”.

Y así fue como Aurelio hizo desaparecer mi autoestima, sin gel hidroalcóhólico ni nada.

Al cumplir los doce y madurar, asumí que con Aurelio la cosa no tenía color, si acaso negro o crudo… Pero la vida es sorprendente y una de esas noches de “verano, jersey y banco”, Aurelio pareció interesarse en mi persona –recuérdenme que no vuelva a escribir “mi persona”, me han salido dos ronchas al teclear…–.

No recuerdo los detalles de aquella noche mágica, en la que sentí que Aurelio apoyaría mis Presupuestos Generales, lástima que no estuviera allí Villarejo con el radio casette. No sé qué me dijo o qué creí entender yo, solo recuerdo que me fui a la cama más feliz que si me hoy me dijeran “ya tenemos vacuna”.

Continuará…

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