... Que lleva amor a un estadio de fútbol
En la semana fantástica del “yo no soy racista, pero…”, vengo a hablar de una forofa que lleva amor a un campo de fútbol. Parece un cuento, pero es una verdad como un templo, que es como llaman a los estadios en la jerga deportiva. Se llama Lola, vive en Vallecas y cada vez que juega el Rayo, su rayito, hace tortilla y magdalenas para el plantel.
Todo comenzó, cuenta ella, con el equipo femenino. Lola solía llevar “un piscolabis” a las jugadoras del Rayo, los del equipo masculino se enteraron, sintieron envidia y ella extendió la producción. ¡Más tortillas, más magdalenas, que no falte de nada!
Lola prepara el avío en una cocina sencilla, la de su casa y lo hace con la ayuda de su segundo entrenador, Antonio, su marido. Y, además de los regalos comestibles para los deportistas, mete en su bolsa mágica algún bocadillo de más, para conocidos de la grada o para algún invitado que se lleva al campo. El pasado domingo yo fui una de las agraciadas.
Conocí a Lola en un reportaje del programa Ahora o Nunca de RTVE y me enamoré de ella según abrió la puerta para recibir “a los de la tele”. Es imposible no caer en sus redes, es una mujer con una fuerza descomunal, que desprende simpatía, generosidad, naturalidad y energía a raudales.
Sería facilón caer en la idea de que a Lola todo le va de cine, que nunca ha tenido problemas y por eso ríe tanto y disfruta intensamente de cada cosa que hace. Pero no, la vida golpea. Cuando eso sucede, puedes hacer dos cosas: pararte y quedarte tirado en el arcén o cambiar de coche y seguir conduciendo hacia todos los rincones que te aporten alegría. Lola ha optado por la segunda vía y va con su copiloto de vida, Antonio, a cada partido del Rayo y a cada lugar que les hace felices.
La vida golpea. Cuando eso sucede, puedes hacer dos cosas: pararte y quedarte tirado en el arcén o cambiar de coche y seguir conduciendo hacia todos los rincones que te aporten alegría
El domingo estuve con ella en el campo vallecano. Me retó durante la grabación con mucha gracia: “tú te vienes un día conmigo al campo y te haces del Rayito”. Y como yo ya me había hecho de Lola, allá que fui, no quería perderme la experiencia de verla en su salsa.
Y aquello fue todavía más grande de lo que imaginaba. Todo el mundo la conocía, la saludaban con sumo cariño y la respetaban. Y ella estaba pletórica, con un ojo en el campo y otro en la grada. Pendiente del juego y de nosotros, sus invitados, en especial del hijo de mi compañero de reportaje.
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Pero, al tiempo, Lola estaba vigilante, muy pendiente de un chaval de lengua suelta que estaba cerca de nosotros, al que reñía como una abuela cada vez que soltaba alguna barbaridad. Firme y con autoridad, impartiendo clases de buena educación en una grada futbolera…
Y, mientras seguía cada pase en el campo, me contaba historias de personas relacionadas con su vida y con su equipo. Algunas eran historias tristes y todas tenían en común la empatía de la narradora. “Si no me hubiera tocado currar tanto y hubiera estudiado, yo sería una psicóloga de la hostia”. Me lo dijo tal cual y yo la creí.
Y acabó el partido y después de conseguir autógrafos y selfies para el niño invitado, Lola cogió su bolsa mágica vacía y volvió a casa después de habernos llenado el día a todos los que la tuvimos cerca. La mañana que estuve en su casa, grabando, Lola me regaló un trébol de cuatro hojas, pero la suerte ha sido conocerla.