… Que pasa el arco de seguridad

Hace unos años, el trabajo me obligó a volar cada semana. En mi infancia del siglo XX, "montar en avión" era un sueño inalcanzable para una familia de clase media. Un deseo tan mitificado que acudir al aeropuerto de Barajas para ver despegar y aterrizar aviones, desde aquella cafetería con vistas a la pista, era un planazo.

Pero ya se sabe, cuando consigues lo que has deseado con fervor, una parte del atractivo se evapora. Si, además, se repite con frecuencia y es obligatorio, lo anhelado se convierte en rutina, principio del fin de toda ilusión.

Cada viernes y cada sábado, me tocaba pasar, abnegadamente, el arco de seguridad. “Pasar el arco”, ya saben, es ese trance incómodo: después de haber metido parte de tu vida en una maleta, te toca abrirla, sacar los elementos “peligrosos” y repartirlos por unas bandejas que vigilas, mientras avanzan por la cinta en paralelo a ti. Y, al final del recorrido, vuelves a sacarlo todo de las bandejas y lo devuelves a la maleta. Esta rutina aeroportuaria la tengo en la lista de “fragmentos de mi vida perdidos en asuntos vacíos de interés” y es de las que más detesto.

Pues bien, hace unos años, como les decía, ese proceso irritante tenía lugar todas las semanas, así que acabé repitiendo una coreografía interiorizada, sin pensar en los pasos que daba: el portátil en una bandeja, el abrigo en otra, los líquidos en su bolsita de congelados, los aparatos electrónicos fuera de la funda, quítate el cinturón, sácate las botas, ponte los patucos, pasa bajo el arco y si no pitas, recógelo todo otra vez, cálzate y andá p’allá boba.

Un día, sin embargo, a la vuelta de uno de esos vuelos rutinarios, saltó la sorpresa. Al llegar al portal de mi casa, metí la mano en la mochila y en vez de sacar las llaves, saqué una navaja. Bueno, en realidad no era “una navaja”, era “mi navaja”, una que afané de un cajón desastre de mi abuelo y que utilizaba, cada mañana, para abrir la barrita de pan con la que me hacía un bocata mañanero en la radio, era mi premio al madrugón.

Sí, antes de cada aventura, siento que me toca pasar por un arco de seguridad, y tengo el temor a que algo pite y me bloquee el paso, entonces me acuerdo de mi navaja polizón y trato de abstraerme para avanzar con tranquilidad y poder volar

Le había perdido la pista hacía semanas y di mi navajita por perdida. Pero no, lo que ocurrió es que la había colocado en el lugar erróneo, mi mochila y ahí llevaba meses escondida…

Aquella herramienta culinaria –en el contexto de mi desayuno laboral– era un arma muy peligrosa en el universo de la seguridad del aeropuerto y yo la había llevado un montón de veces, a bordo de un avión en los años inmediatamente posteriores al 11S, tranquilamente.

Es importante hacer hincapié en “tranquilamente” por una razón: tengo las emociones más a la vista que el hidroesqueleto de una medusa y me ruborizo con la misma facilidad que a los doce años. O sea, soy consciente de que pasé el trance de la seguridad relajadísima, porque ignoraba la presencia de la navaja en mi bolso. Y sé que, de haberlo sabido, mi gesto habría mandado más señales a la autoridad competente que la megafonía del afilador: “¡Ya está aquí la navajera, señora, ha llegado la navajera al aeropuerto!”.

Suelo utilizar aquel pequeño “incidente” como ejemplo de la serenidad que desprendemos los atacaos cuando no somos conscientes de la gravedad de las cosas. Pero también lo uso como ancla para templar los nervios y relativizar la tensión al enfrentarme a un nuevo reto.

Sí, antes de cada aventura, siento que me toca pasar por un arco de seguridad, y tengo el temor a que algo pite y me bloquee el paso, entonces me acuerdo de mi navaja polizón y trato de abstraerme para avanzar con tranquilidad y poder volar.

Me despido de ustedes por unas semanas. Durante unos días voy a dejar de ver aterrizar y despegar aviones desde la pista, embarco en un viajecito de esos que me hacen enorme ilusión... Ojalá estén por aquí a mi vuelta.

VOLAR: EL KANKA Y ZENET

Hace unos años, el trabajo me obligó a volar cada semana. En mi infancia del siglo XX, "montar en avión" era un sueño inalcanzable para una familia de clase media. Un deseo tan mitificado que acudir al aeropuerto de Barajas para ver despegar y aterrizar aviones, desde aquella cafetería con vistas a la pista, era un planazo.