Las togas disparan contra la prensa

La sentencia del Supremo es un desafío al periodismo, al que la Sala Segunda desautoriza e instrumentaliza en pos de una sentencia mendaz con la que el Estado profundo intenta apropiarse de la potestad para producir verdad 

La sentencia de la Sala Segunda del Supremo es un manifiesto iliberal y premoderno que trata de negar el derecho a enunciar los hechos fuera del aparato del Estado. Es pues un hito en la batalla contra la democracia liberal, que en España no la libran derechas e izquierdas, sino el Estado profundo —ese entramado de cúpulas judiciales, altos cuerpos burocráticos, estructuras policiales y corporaciones semifuncionariales como colegios profesionales, asociaciones togadas, notarías y registradores— contra la sociedad democrática y sus archiperres. El fallo es, por encima de todo, un pronunciamiento contra el periodismo, al que los ponentes de la sentencia, de forma harto retorcida, impugnan la competencia sobre los hechos ciertos. Y sin embargo, la paradoja es que justamente ahí es donde el periodismo ha demostrado, con ocasión de esta causa, su plena soberanía y ha desnudado los sofismas mendaces que las togas han articulado contra la realidad de las cosas. En la instrucción y en el juicio.

Porque el periodismo es un método que, aplicado de forma adecuada, lleva a distintos periodistas con fuentes diversas y no coincidentes al mismo relato cierto de los hechos. A una verdad modesta pero incontrovertible. De ahí el ladrido de las puñetas. Los testimonios de todos los redactores de prensa, radio y televisión que comparecieron en la testifical son unánimes sobre la inocencia de Álvaro García Ortiz. Y esa concurrencia está avalada por la cronología de los hechos, todo lo cual ha obligado a la sala a hilar su sentencia en el conflicto entre lo que llama “una causalidad puramente naturalística” (o sea, el sentido común y la lógica) y “una causalidad jurídica” (opuesta al sentido común y la lógica) basada en la “convicción”, lo “sugerente” y lo que al ponente le “llama sumamente la atención”, conjugando todos los verbos, por supuesto, en condicional. Una retórica de vieja del visillo, al cabo, que se despliega en el estricto ámbito de la insidia, el barrunto, la suspicacia, la falacia y, sobre todo, el prejuicio contra el acusado. Es decir, el juicio previo. 

La sentencia estaba pues dictada antes del juicio oral, como lo prueba el hecho de que aparezca en ella uno de los chistes groseros que uno de los magistrados más activos repite hace ya meses en sus frecuentes francachelas con la prensa. Tantos meses hace que lo repite que lo hacía incluso antes —he aquí la autodelación— de que el instructor imputase al fiscal. La chanza versa sobre la supuesta similitud del caso con una operación de cirugía estética en que una indiscreción del doctor responsable violase el secreto médico, si bien sus señorías han tenido el recato de no incluir en la ponencia los detalles rijosos alusivos a los atributos de una alta institución del Estado con los que el togado en cuestión adornaba la metáfora cuando amenizaba con ella sus sobremesas de confidencias de patio interior. Un chascarrillo, el que recoge la sentencia, del que quizá algo habían oído antes las magistradas discrepantes, dado que en su voto particular aluden con cierta irritación a su inconveniencia y desmontan su presunta lógica jurídica.

La justicia reivindica que lo verdadero no puede existir antes de su veredicto ni en sentido contrario a este; el Supremo sostiene que la verdad se dicta

La retransmisión del proceso, autorizada sin prever sus consecuencias —o creyendo que supondría un linchamiento reputacional para el acusado—, quebró el privilegio ancestral de la sentencia como único relato válido de lo ocurrido. Contener esa gravísima vía de agua es la obsesión del texto secundado por la mayoría de la Sala para mantener su farándula a flote. El tribunal, claro, sigue teniendo la última palabra en cuanto al destino del reo —a expensas de que el Constitucional repare este disparate—, pero ya no la primera, lo que, para un poder centenario habituado a hablar desde la altura del estrado, no es una incomodidad sino una amenaza que debe ser conjurada. Ese es el empeño de la Sala Segunda rellenando a la defensiva doscientos folios de farfullas, argucias y contrasentidos y distribuyendo las comas como quien esparce pienso a las gallinas. Y esa disputa por la emisión de verdad explica lo más sustantivo de una sentencia redactada como intento de defenderse de la verdad del periodismo, instrumentalizándolo y vaciándolo de sus soberanías. Una sentencia dedicada a la prensa, no al reo ni a la jurisprudencia, en la que, como preveíamos, tratan de meter el madero triangular en el agujero redondo, con el éxito que cabía esperar.  

Los periodistas que declararon en el juicio dibujaron de forma contundente y concurrente un dato simple y tremendo: que la filtración había ocurrido antes de que el acusado tuviera acceso a la información y que no provino de él. Es una observación austera, casi administrativa, que fija la evidencia de que el tiempo —consecuente, en tanto no inventemos el condensador de fluzo— desmiente a la acusación. Y a la Sala. En último término, lo que la prensa aportó no era opinión, era cronología, de ahí la batalla real, cuando el Supremo invierte la lógica y alude al secreto profesional del periodismo no para darle crédito a su palabra sino para arrebatárselo. Como los periodistas, en ejercicio de su probidad, no podían revelar la fuente, su testimonio es desbaratado. No por sospechoso, sino por honesto. El secreto, concebido para amparar la investigación y la vigilancia pública del poder —es decir, el derecho de la sociedad a recibir información veraz procedente de fuentes clandestinas— lo convirtió la Sala en mordaza. Y, aun así, el Tribunal no renuncia a esos mismos testimonios cuando algún fragmento sirve para alimentar sus fantasiosas conjeturas. Lo que no servía para absolver, sirve para retorcer. 

La verdad es tolerada solo en aquello que produce sombra, de ahí que el contundente voto particular de las magistradas Polo y Ferrer se esfuerce en restituir la naturaleza virtuosa del secreto profesional y el empeño de los periodistas en proteger a sus fuentes. No como una anomalía y un estorbo, que es como lo enfoca la Sala desconociendo los principios liberales que regulan el poder informal y democrático de este oficio de impostores, sino reivindicando que su práctica no solo no merma credibilidad a esos testimonios coincidentes de los periodistas sino que tal integridad apuntala la veracidad de su relato. La verdad vuela recta como una flecha mientras que la mentira serpea como culebra, por eso al voto particular le bastan cuatro folios para impugnar las decenas de farragosas páginas de los hechos probados del fallo mayoritario.

Los ponentes de la sentencia —que parecen no ser uno, sino dos, el que firma y el de los chistes de tetas— miran a esa sombra del secreto en lugar de atender a la luz de la testifical periodística realizando un movimiento inopinado de ilusionista de carromato, cual es unir en un solo acto dos hechos que no coinciden en el cuándo, en el qué, ni en el quién: la filtración previa a la que accedieron los periodistas —de autores desconocidos, pero varios, tres al menos, como confirmó el periodista de La Sexta Alfonso Pérez Medina— y la nota de prensa —firmada por el fiscal general—, fundidas arbitrariamente en un único y fantasmático delito

Ese artificio antijurídico convierte la duda en herramienta de condena y el vacío en argumento. No necesita desmentir a los periodistas, ni explicar la cronología de los hechos, le basta a la ponencia con negarles el derecho a aportar significado por haberse acogido al secreto profesional. Y así el Supremo convierte un derecho constitucional en un baldón para quien se acoge a él. Lo hace también con el derecho de defensa e invirtiendo la presunción de inocencia, conculcándolos al interpretarlos torticeramente como sospecha en un hilo lógico perverso: si tiene estrategia de defensa es que es culpable. La antijuricidad de todo el procedimiento es cósmica. La condena no nace de la prueba, sino del poder de reorganizar su forma y así la sentencia se emancipa de la obligación de explicar cómo sucedieron los hechos y qué papel tuvo el acusado, limitándose a disciplinar. Al condenado y al periodismo.

Todo esto no responde a la disputa común entre gobiernos y oposición, no hubo aquí, como ya dijimos, una lucha partidista por el relato, sino un conflicto más profundo y central cual es la disputa por el derecho a lo real. El Supremo no actúa a dictado de los partidos reaccionarios, aunque sus intereses puedan ser coincidentes. La justicia reivindica que lo verdadero no puede existir antes de su veredicto ni en sentido contrario a este; el Supremo sostiene que la verdad se dicta. La prensa defiende, simplemente, que en un Estado democrático lo que sucede puede ser contado cuando sucede y como sucede, sin esperar a que los burócratas lo sancionen y sellen. Para el fallo del Supremo, ese anticipo es intolerable, no por falso, sino porque no está bautizado y desafía su posición.  

El periodismo no fue cuestionado por mentir sino por saber antes de tiempo y mejor, antes de que la Sala Segunda decida y bendiga, impugnando su potestad de contrariar la verdad de las cosas

De algún modo, el periodismo no fue cuestionado por mentir sino por saber antes de tiempo y mejor, antes de que la Sala Segunda decida y bendiga, impugnando su potestad de contrariar la verdad de las cosas. Pero la democracia consiste en que alguien vigile sin permiso, que alguien conozca sin pedir autorización y que alguien pronuncie verdad sin sello oficial.

Esta reacción no puede comprenderse sin atender a la singularidad española en la batalla mundial que hoy libran los poderes preilustrados contra el liberalismo democrático. En otros lugares de Occidente, la democracia es atacada por quienes intentan capturarla desde la propia democracia, a través del populismo electoral, pero en España la disputa es inversa, el desafío proviene de una parte relevante del propio Estado, de su memoria larguísima, secular, de su congénita vocación de permanencia. España fue un Estado antes de tener ciudadanos, fundando administraciones antes de establecer derechos, porque tenía que atender territorios que desbordaban las capacidades del feudalismo. Nuestra actual modernidad política, liberal y democrática, no fue pues el nacimiento de un poder nuevo, sino el alquiler de un edificio antiguo. La democracia llegó tarde y pidiendo permiso para ocupar instancias que tenían quinientos años. 

Hay instituciones estatales preexistentes, como la Justicia que, habiendo existido sin democracia, desean seguir existiendo después de ella. Incluso destruirla, si sienten amenazada su preeminencia. No buscan gobernar el día a día sino impedir que alguien las vigile y las embride desde fuera del propio aparato administrativo. Y ese alguien es, al caso, la sociedad civil a través del voto democrático o del periodismo. Esa es la guerra del Estado profundo contra la democracia liberal, encarnada a la perfección en la batalla entre el Supremo y el periodismo por producir verdad en el caso del fiscal general del Estado. En 1978 alquilamos con derecho a compra el Estado y hoy el casero amenaza con desahuciarnos. De eso va nuestro presente, en el que la pugna de partidos solo es decorado y entretenimiento de masas. Alberto Núñez Feijóo no dirige la ofensiva y es prescindible pues ni siquiera sabe que el libro de ruta de los poderes que lo empujan es Historia de los heterodoxos españoles, de Marcelino Menéndez Pelayo, el gran manifiesto preilustrado del reaccionarismo católico español.

Es importante entender que el Estado profundo no es un poder clandestino sino una estructura administrativa previa que no necesita conspirar, le basta con persistir. Su porfía no es una conjura, solo es inercia. Y, acaso, intereses concurrentes de capitales y cacicazgos. Tolera que los gobiernos se alternen y que los partidos discutan, pero no que lo cuestionen, lo juzguen y lo corrijan —incluso en sus fronteras— aquellos que no le deben obediencia. Para ese Estado, la democracia es aceptable siempre que no pretenda examinar sus sótanos o cuestionar su permanencia. Ese Estado se siente perentorio en una democracia contingente. Por eso la persecución del procesismo reventó la seguridad jurídica y el Derecho Constitucional operando fuera de los límites de la legalidad. La unidad del Estado fue puesta en cuestión y para defender a ese Estado centenario las reglas de la democracia eran un corsé demasiado estrecho, así que operó desde fuera de la ley. Eso pasó. El cómplice fue el presidente Mariano Rajoy, que desentendió al ejecutivo de la batalla política y mandató al aparato judicial y policial a resolver la cuestión. Al Estado. Ese organismo autoinmune henchido de atribuciones por la abdicación de la política es el Kraken liberado que hoy se cree tutor de la democracia a pesar de que la Constitución fija la jerarquía inversa, la de su sometimiento a la voluntad popular. 

Una sociedad donde la realidad requiere autorización para ser dicha ha perdido su condición ciudadana y adquirido la de súbdita

La sentencia del Supremo no solo decide sobre la conducta de un fiscal general sino que, al reprenderlo por el supuesto delito de desmentir un bulo, sobre lo que pretende decidir es sobre la soberanía de la verdad, primer paso para disciplinar a la democracia irredenta. Afirma que lo verdadero pertenece al Estado y no a quien lo presencia o lo sabe, y que el tiempo de los hechos no lo marca el reloj, sino su firma. La prensa se vuelve entonces un intruso no por su ideología, sino por su calendario, por la diligencia con la que puede crear un discurso veraz sobre los hechos ciertos, como hizo con la filtración del escándalo del estraperlista de baja estofa que corteja a la presidenta madrileña, Isabel Díaz Ayuso, que también se cree protagonista cuando es apenas un complemento circunstancial de la batalla.

La sentencia no castiga al periodista que miente —lo subrayan las magistradas en su voto particular y lo decía esta semana el periodista de la Cadena Ser Miguel Ángel Campos: el Supremo ni siquiera se ha tomado la molestia de deducir testimonio para procesar por perjuros a los periodistas a los que no cree—, sino al que llega antes a la verdad y la fija sin consultar al burócrata. Ese poder preterdemocrático del Estado no teme la falsedad sino a la cronología, un temor que parece técnico pero es profundamente político. 

Si la verdad necesita esperar su turno ya no pertenece a la sociedad sino al Estado, que decide cuándo puede ser dicha y por tanto puede inventarla, como es el caso. Puro Antiguo Régimen. Una sociedad donde la realidad requiere autorización para ser dicha ha perdido su condición ciudadana y adquirido la de súbdita. De modo que el desacato periodístico a la sentencia del Supremo, subrayar que su pronunciamiento es mendaz y contrario a la verdad de lo ocurrido, no es una mera formalidad sino un contraataque democrático, una trinchera para proteger la libertad de la ciudadanía. 

Hace años que sabíamos que esta ofensiva iba a darse, lo que no imaginábamos es que su puesta de largo incluiría chistes de tetas y comas entre sujeto y verbo. Así sea. Combatiremos con subordinadas y verbos hermosos. 

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