El panteón de los santos falsos

“Problemas del primer mundo” es una expresión capciosa para definir los dramitas de quien tiene resuelto albedrío, techo y tres comidas diarias cuando trata de ungirse ante los demás de la empatía del afligido merced a cualquier obstáculo a su felicidad y preponderancia. Esta expresión es una forma de lanzar la alerta ante un uso frívolo e impropio de expresiones graves para referir molestias leves o irrelevantes, una advertencia que, para el oficio, resulta indispensable para poner perspectiva geográfica e histórica ante el uso banal de términos como “represión” o “censura”. Por poner un caso extremo, en tiempo y zona de guerra, cuando el periodista español Pablo González fue detenido en Ucrania, acusado de espionaje prorruso, la diplomacia española se esforzó en que fuera trasladado de inmediato a Polonia, es decir, que fuera llevado dentro de territorio UE. Y aunque allí fuera violentado el habeas corpus, que lo fue, y se prolongase su detención de forma ilegal muchísimos meses sin que se formularan los cargos (violando el derecho comunitario), lo que no pasó es que Pablo González desapareciera sin dejar rastro. Por más que muchos crean que es lo mismo estar de este lado de la frontera de los derechos humanos que del otro, si hubiera sido al revés —detenido como sospechoso de espionaje prooccidental en Rusia— y hubiera estado preso del otro lado de la valla, la posibilidad de que se cayera accidentalmente desde un séptimo piso o muriese en prisión por motivos ignotos se habría disparado. Hay sitios donde, aún hoy, una voz crítica puede desaparecer sin más, morir envenenada o ser descuartizada. Pero esos sitios no son Europa Occidental. 

Cuando se come y duerme caliente, la tentación de confundir obstáculos con tremendas violaciones de derechos puede ser inevitable, pero quienes ejercemos la comunicación pública deberíamos ser más prudentes y tener respeto por las María Rezza y los Yamal Jashogi que ponen el cuerpo contra el autoritarismo. La periodista bajo cuya égida The New York Times logró ocho premios Pulitzer, Jill Abramson, daba una conferencia en Madrid hace diez años en la que señalaba que “la censura” era uno de los principales enemigos del periodismo occidental en el siglo XXI, una afirmación de una frivolidad pasmosa sabiendo que ninguna época como esta ha dispuesto de herramientas tan eficaces para difundir información, al punto de que hoy, en un entorno digital occidental, ejercer censura es un ejercicio contraproducente, como señala el llamado efecto Streisand, que certifica que los intentos por silenciar una determinada información disparan su distribución. La rectificación de Disney con el humorista y presentador Jimmy Kimmel, tras anunciar la supresión de su programa, da la medida de las dificultades que, incluso en el autocrático Estados Unidos del trumpismo, enfrentan los censores. No ha habido portada de El jueves más vista que la que un juez ordenó retirar de circulación ni artículo de Gregorio Morán más leído que el que él mismo filtró a terceros cuando el diario La Vanguardia decidió no publicarlo. Hacía muchos años que Fernando Savater no era tan leído como cuando escribió airado contra la “censura” que decía padecer en El País por parte de lo que él consideraba una suerte de ominoso matriarcado. Del mismo modo, nunca el planeta ha estado expuesto a más caricaturas de Mahoma que tras los asesinatos en Charlie Hebdo y ninguna crítica de Ignacio Echevarría fue más leída que la que escribió contra una novela de Bernardo Atxaga y El País decidió no publicar. 

El psicólogo y lingüista Steven Pinker formuló esa obviedad con la elegancia de una proposición científica: “El hecho de que debatamos públicamente sobre la censura es prueba elocuente de sus limitaciones”. Que el polemista Juan Soto Ivars haga ahora una gira nacional para vender su libro sobre el supuesto silenciamiento de ese residuo estadístico llamado “denuncias falsas” [de violencia machista], que además promociona desde sus múltiples tribunas escritas y televisadas, demuestra no solo que no cabe la censura en Occidente sino que victimizarse y llorar en prime time es un adorno aristocrático que se monetiza. Y pese a la obscenidad de tal actitud, en cada ocasión en que un medio prescinde de una firma de opinión, una decisión editorial legítima y mundana, se repite el mismo ritual: el columnista despedido (lo acabamos de ver con Elisa Beni) se declara víctima de “censura” —e incluso algo más grosero: mártir de su honestidad intelectual— y es saludado en redes sociales como un paladín de la libertad de expresión. 

La censura real la definieron con precisión quirúrgica los humoristas argentinos Les Luthiers, en su pieza El acto de Banania, en la que caricaturizaron los regímenes dictatoriales que desangraron el cono sur latinoamericano bajo los auspicios de Henry Kissinger: “Una de las obras que conocemos de esta etapa de Mastropiero es la canción infantil El conejito inocente —contaba el narrador, Marcos Mundstock—; en realidad, lo que se conserva es la versión censurada de la misma, cuyo texto dice: “Había una vez... y comieron perdices”. Mastropiero también compuso, sobre versos del mismo autor, una canción que no llegó a estrenarse, titulada Viva la Libertad. Lamentablemente no se ha conservado el nombre del poeta. Ni el poeta”. 

Lo que muchos llaman cancelación es solo una pérdida de estatus y, por tanto, de oportunidades profesionales

Este equívoco revela algo más grave, una excrecencia del extremo narcisismo de la pasada era neoliberal: que entendamos la libertad de prensa como un privilegio del comunicador con púlpito, cuando en realidad su enunciación protegía un derecho empresarial a difundir ideas y un derecho ciudadano a recibirlas. La libertad de imprenta blinda el derecho activo de un actor a comunicar, pero nace también para salvaguardar el derecho pasivo del público a saber. En tal sentido, si hubiera censura real en la desaparición de una firma en un medio, el mayor perjudicado no sería el autor implorante sino sus lectores. Pero quienes denuncian “censura” se encarnan a sí mismos en víctimas, apropiándose de un dolo que, de haberse producido, no les pertenece, pues el mal político mayor sería el derecho colectivo a ser informados. 

Ese contexto de frivolidad autoindulgente es el que permitió la aparición de la fantasmática “cultura de la cancelación”, invocada como si existiera un aparato represivo encargado de silenciar lo incorrecto y lo rancio. Lo que se ha dado en llamar “cancelación” no suprime voces, solo cuestiona impunidades y sanciona reputaciones. No evita hablar sino que impide que ciertos discursos sigan siendo prestigiosos sin contestación pública. Es una reprobación social, no una prohibición, porque la corrección política no es sino la forma en la que una sociedad liberal regula lo digno en cada época sin el concurso del legislador. Es decir, es una forma de democracia cruda. Lo que muchos llaman cancelación es solo una pérdida de estatus y, por tanto, de oportunidades profesionales, como explicó el escritor Gonzalo Torné en el ensayo La cancelación y sus enemigos. Y claro, no duele dejar de hablar, lo que duele es dejar de ser escuchado con reverencia cobrando mucho.

Pascal Bruckner aportó una clave decisiva cuando señaló que “la sed de persecución es un deseo perverso de ser distinguido”. Cuando la censura real deja de ser una amenaza cotidiana, algunos buscan simular martirio en pos de relevancia moral, un nuevo narcisismo basado en una biografía engalanada por heridas fingidas. En la célebre novela estadounidense El rojo emblema del valor (1895), Stephen Crane narra la historia del soldado desertor Henry Fleming quien, tras huir de una batalla en la Guerra de Secesión, deja que la sangre seca de su accidentaba peripecia lejos de la lucha sea interpretada por sus compañeros y superiores como el distintivo de su heroico coraje. Tal es el propósito de nuestros nuevos penitentes, que presumen en público de sus vicisitudes profesionales con el propósito de convertirlas en insignias y méritos para obtener devoción y, sobre todo, rentabilizarlos.

La censura real es siempre un daño contra la sociedad —porque priva de conocimiento a todos—, no solo contra una firma

Hay un dato revelador que nunca se menciona: esos supuestos censurados rara vez son periodistas, casi nunca son la infantería de las ruedas de prensa, las noticias del día o las investigaciones de meses, no son reporteros que indagan hechos incómodos o cronistas que trasladan lo que ocurre, sino que son opinadores, comentaristas —escritores, intelectuales, profesores, periodistas retirados…, vanidades con firma— que han colonizado el espacio público desplazando al periodista activo del protagonismo en la comunicación. Cuando un reportero choca con un poder político o corporativo puede ser silenciado, apartado, despedido, acosado o amenazado, pero rara vez convierte su biografía en espectáculo público, pues este oficio de impostores obliga a hablar del mundo, no de uno. Cuando un columnista pierde su tribuna, en cambio, lo que se le arrebata no es una función cívica, sino un púlpito, y en su beatificación como víctima no defiende el derecho a saber del lector o el suyo a aportar conocimiento, sino su privilegio de disponer de megafonía para comentar lo que el periodismo genuino revela. 

La censura real es siempre un daño contra la sociedad —porque priva de conocimiento a todos—, no solo contra una firma. Siguiendo a Les Luthiers, mal está que perdamos al poeta, que es una tragedia personal, pero peor es que perdamos los poemas, que es un quebranto a la ciudadanía y a la historia. La censura imaginaria, por el contrario, otorga santidad a quien la reclama, elevando un problema contractual a categoría mística y convirtiendo la vulgaridad de las vicisitudes laborales en las estaciones de un martirio de corchopán. 

Y, sin embargo, cada cese se enuncia como una herida moral, cada traslado de página, como un atentado contra la libertad. En contra de la impresión de Jill Abramson, tal vez el signo de estos tiempos no sea la censura, sino su prestigio. Allí donde la palabra circula sin esfuerzo, no se busca hablar sino consagrarse. Los predicadores anhelan mordaza. Así se levanta un precario mausoleo, no el de quienes descubrieron algo que incomoda al poder, no el de los que plantan cara a la mentira institucional —como nuestros héroes locales, que desnudaron en sede judicial las pretensiones mendaces del Tribunal Supremo sin hallar premio ni tributo—, sino el de quienes aspiran a ser homenajeados por buscar mejor asiento para seguir defendiendo poderes castizos. Levantan así los fariseos su templo a los perseguidos sin persecución, a los de los silenciados con newsletter, a los mártires con podcast, a los cancelados con tribuna televisiva; un panteón de santos falsos sin reliquia ni milagro, donde la única verdad es un ego doliente y tartufo.

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