La sentencia del Supremo

El mejor evangelista de lo mucho mejores que podemos llegar a ser, el guionista Aaron Sorkin, empleó The Newsroom (2012-2014) para defender, como había hecho con El ala oeste de la Casa Blanca (1999-2006) y con Studio 60 on the Sunset Strip (2006-2007), que la honestidad y el rigor en los quehaceres eran requisito para sostener la democracia liberal en su condición de perfectibilidad, es decir, en su imperfección, por más que, en sendos títulos, las mejores intenciones rara vez alcanzaban con éxito sus objetivos. La rutinaria acusación de “idealismo” con la que se ha sancionado la obra de Sorkin delata la condición cínica de quien la profiere, pues los grupos humanos de todas las ficciones sorkinianas acumulan unas pocas victorias pírricas y muchas derrotas parciales o totales. Eso significa que quien padece sarpullido por ese “idealismo” no critica los resultados de la acción, una eventual inclinación al final feliz, sino que rechaza la idea de que haya gente que simplemente pretende hacer bien su trabajo. Lo cual, obviamente, habla más (y mal) del autor del juicio que de la propuesta de Sorkin.

Viene al caso la reflexión en esta adenda a la pieza de la pasada semana, ahora que ha culminado el juicio contra el fiscal general del Estado en el Supremo y hemos sabido que los agentes de la Unidad Central Operativa de la Guardia Civil no son el lápiz más afilado del benemérito estuche, que faltaron a su deber de investigar la comisión de un delito para centrarse en acechar a un sospechoso, previamente escogido por motivos políticos, sobre el que se fabricaron grabaciones falsas —con esas manitas y su Tricotosa—, y que el instructor, togado Hurtado, secundó esa chapuza pretendiendo incluso silenciar cualquier prueba o testimonio que no contribuyera a afianzar el prejuicio contra su enemigo político. Todo lo cual añade infamia a ese momento ya comentado en que el presidente de la sala segunda del Supremo tapó la boca a un testigo ante la posibilidad de que delatara a una fuente y desnudara el vicio que envenena esta causa desde el primer día. Podía haberlo invitado a violar el secreto profesional o, al menos, a dar alguna pista, si su propósito fuera averiguar lo ocurrido. Pero hizo lo contrario. Su lapsus freudiano, cerrándose en banda e intentando cerrar la boca al testigo, cabría interpretarse como una intención última de la sala con esta causa que, obviamente, no sería averiguar la verdad sobre el caso, y también su absoluta consciencia de lo que tenía entre manos. Uno de los déficits de los jueces, entre nosotros, es creer que nadie más que ellos ha estudiado Derecho y lo ha entendido.

Volvamos a The Newsroom: cuando Will McAvoy (Jeff Daniels) decide permanecer en el devaluado informativo de tarde con el nuevo y joven equipo, le explica los motivos de su decisión al productor que se va al noticiero estrella: "Abandono el circo y a los chaqueteros, me voy con esos tíos a los que están destrozando. Me conmueve que sigan pensando que pueden ganar y espero que puedan enseñarme una cosa o dos. A partir de ahora, decidiremos qué emitimos y cómo se lo mostramos al público basándonos en la certeza de que no hay nada más importante en una democracia que un electorado bien informado. Nos esforzaremos en poner la información en un contexto más amplio porque sabemos que muy pocas noticias aparecen cuando se cruzan en nuestro camino; seremos los paladines de los hechos y los enemigos mortales de las insidias, la especulación, la exageración y los disparates".

No hay mucho más que decir sobre en qué consiste el periodismo honrado y con solo tamizar por ese párrafo casi todo lo que les llega cada día, cualquiera de ustedes podrá distinguir una información rigurosa de una payasada con supuesta IA televisiva que dice que el fiscal general del Estado tiene cara de culpable. Por mucho que se emita en horario de máxima audiencia. “Seremos el enemigo mortal de las insidias, la especulación, la exageración y los disparates”. Como se ve, este nuestro no es un oficio con una deontología muy sofisticada o exigente y, sin embargo, tiene la indudable capacidad de que, bien hecho, las certidumbres que alumbra son de rango superior al estrecho burocratismo de la justicia ordinaria cuando esta hace su trabajo; no digamos si esta además violenta, como en este caso, sus principios procesales y penales, y vulnera los derechos fundamentales del encausado.

La retransmisión, aunque en un ligero diferido, por decisión expresa de la sala segunda —como en la gala de los Oscar, cuando temían que Janet Jackson enseñara otra vez un pezón—, ha hecho que el juicio al fiscal se convirtiera en el juicio al juez. A la sala. Quizá esta fue una consecuencia que los togados no midieron, pensando que la vista oral destrozaría al fiscal, pero tras asistir al testimonio plañidera del comisionista de vacunas Alberto González Amador, a la tartamudez intelectual de los investigadores de la Guardia Civil, encabezados por el teniente coronel Antonio Balas, y al demoledor y sereno testimonio de los periodistas, el caso no quedó visto para sentencia, quedó sentenciado. 

La operación contra el fiscal general del Estado, Álvaro García Ortiz, ha resultado ser transparente y zafia

A la vista incluso del espectador más distraído, la operación contra el fiscal general del Estado, Álvaro García Ortiz, ha resultado ser transparente y zafia. Aquellos conjurados de la cafetería Galaxia al menos tuvieron el decoro de procurar ser discretos e impulsaron su desacato democrático desde una cierta clandestinidad, no retransmitiéndolo por todas las cadenas de televisión y redes sociales. Era otro mundo y aquellos torpes eran menos torpes o se les notaba menos.

De modo que el encaje de bolillos en forma de sentencia al que ahora necesariamente se han de entregar los magistrados de la sala segunda, para intentar resolver con algún recato este desaguisado, es irrelevante a efectos del relato público de lo ocurrido. El salto de calidad del Supremo, de perseguir a los piojosos de Unidas Podemos —hasta el punto de expropiar el acta a un diputado electo porque sí— a pasar a la caza mayor intentando tumbar a la Fiscalía General del Estado, era mucho bocado para tan poca mandíbula y, en consecuencia, ha salido pocho. Y, para su desgracia, la chanfla ha ocurrido a la vista del respetable. El nombre de Álvaro García Ortiz ya ha quedado limpio y la duda que resta es si el Supremo está dispuesto a llevar su ofensiva política hasta el final o, por vergüenza torera —y previendo los varapalos internacionales subsiguientes—, tratará de recoger cable intentando hacer acopio de la dignidad residual y pegarla con Loctite.

Pero todo esto, a pesar de la obscenidad con la que ha acontecido ante nuestros asombrados ojos, no presupone una adhesión unívoca de las audiencias a la verdad patente de lo que ha ocurrido aquí. No faltarán quienes digan que ese escepticismo del espectador se debe a la pérdida de prestigio del buen periodismo, y tampoco escasearán los periodistas cortesanos y solemnes que, con mucha prosopopeya, sostengan que el periodismo se debe a la verdad judicial, es decir, a lo que los togados digan qué ha pasado. Y no, el periodismo es un oficio de desacato que resultaría del todo innecesario si togas, alzacuellos y uniformes tuvieran potestad sobre la verdad de los hechos. Ni jueces, ni ministros, ni coroneles, ni arzobispos son superiores jerárquicos del más humilde juntaletras y tampoco disponen de mecanismos para obstruir su vínculo ontológico con los hechos ciertos. El periodismo existe para encarnarse en Emile Zola y, ante el atropello de un caso Dreyfus, alzar la voz airada y señalar con el dedo acusador a los mentirosos y confabuladores, por más membrete oficial que luzcan sus invenciones y por más riesgo que comporte denunciarlas.

No importa demasiado si las audiencias secundan o no esa gallardía porque lo que está bien hecho no depende del efecto sino de la substancia, del método y de la honestidad con lo real. Este oficio de impostores que, como ya hemos contado por aquí, no nació militando en ética alguna sino en la canallada más infame, y que encontró su decencia con el paso de los siglos y la consolidación de la democracia liberal, lleva tres décadas haciéndose el harakiri por su pérdida de credibilidad y la súbita desnudez de sus pecados. La crisis de los modelos convencionales de comercialización periodística y las dificultades para generar comunidades de lectores exigentes dispuestos a pagar por lo bien hecho tienen al oficio desde el cambio de siglo sumido en una auditoría constante sobre sus formas de hacer y vender, y bastante convencido de que hasta lo que hace bien lo hace mal.

Pasa con muchos otros fenómenos del capitalismo tardío, que atribuyen a disfunciones de la oferta los problemas de demanda. Lo vemos en el electoralismo de los partidos: cuando algo no acaba de funcionar se incurre en el narcisismo de creer que el error es de uno, de la oferta política, y se hace profesión pública de la “autocrítica” sin siquiera considerar que, aunque se haga todo bien, la oferta de calidad exige una demanda de calidad. Es una superstición muy propia de nuestro tiempo, neobarroco, creer que todos los males vienen de lo que hacemos y que el público, el espectador, el votante, la sociedad, son el predicado de la acción. Es el tremendo narcisismo del capitalismo postrero, que ha convencido a cada proveedor —del periódico al partido político, del maestro al creador cultural— de que si algo no funciona es por su culpa, por su impericia, por no haber afinado la mercancía. Se confunde el ruido del mercado con un juicio divino, un dogma de la época que nos ha dejado en heredad el cadáver del neoliberalismo.

Pero a menudo el problema no es la oferta sino el hambre. Y no hay artesano, por virtuoso que sea, capaz de convencer a un paladar que no desea alimento. El periodismo ha caído en esa trampa, se examina, se autoflagela y encarga auditorías que ratifican, con letras góticas, su propio fracaso. Algo hay, pero la reputación del buen oficio no se pierde por fallos de técnica o de moral sino por un desplazamiento más profundo en la sociedad: la verdad ha dejado de ser el producto más apetecido. En sociedades democráticas la mayoría de actores políticos, culturales, periodísticos o económicos siguen pensando que ellos son el sujeto y la sociedad el objeto, que ellos accionan el verbo y las gentes lo reciben en conjugación pasiva. Y no es así, en las sociedades liberales sofisticadas, con mayor intensidad tras la democratización digital de la comunicación, la sociedad es el sujeto y sus productos políticos, periodísticos o culturales el predicado. Su elección.

La verdad solo tiene autoridad sobre quienes aceptan ser gobernados por ella, pero tiene escaso crédito entre los que quieren ver refrendados sus prejuicios y alimentadas sus frustraciones

En ese mercado, la demanda de verdad ha menguado. Por eso las sociedades proclaman que quieren certezas pero nadie se suscribe a un medio de fact-cheking. Y al periodismo de calidad le cuesta sangre, sudor y lágrimas encontrar suscriptores. Y hay demanda de mentira. La dieta emocional del ciudadano contemporáneo, al menos de una parte notable, está hecha de confirmaciones, de narraciones que lo abrazan, de pequeñas liturgias identitarias que certifican sus prejuicios y sus fantasías. El lector mayoritario hoy no pide un mapa, pide un espejo. Y el periodismo, que trabaja con una verdad que no puede desentenderse de lo que sabe —una verdad a la que no se le permite mirar hacia otro lado como sí se le permite a un juez pomposo—, descubre que su soberanía no sirve de mucho sin súbditos. La verdad solo tiene autoridad sobre quienes aceptan ser gobernados por ella, pero tiene escaso crédito entre los que quieren ver refrendados sus prejuicios y alimentadas sus frustraciones. Para muchos, la obediencia a los hechos, sean estos defendidos con solidez por la ciencia o con precariedad por el periodismo, es hoy una humillación.

Por eso los partidos que pierden practican su rito penitencial de la “autocrítica” —ese sacramento laico— convencidos de que el único error posible es haber ofrecido mal el producto, sin concebir siquiera que el público de ese producto simplemente es escaso. Nadie se atreve a considerar que quizá la demanda se ha deteriorado o que se encuentra en otro lugar del arco político. Un proyecto político impecable puede fracasar si el país no quiere escucharlo. La egolatría del político fracasado que se culpa es tan vanidosa y errada como la del que atribuye a sus virtudes su éxito electoral sin considerar el mar de fondo de la época. Pero en el capitalismo tardío esta idea es anatema por una razón: si la culpa no fuera siempre del vendedor, de la oferta, no habría escuelas de negocios ni carísimos máster MBA.

Quizá los periodistas deberíamos empezar a decirlo sin vergüenza: hay ofertas que están a la altura del mundo, pero hay mundos que ya no están a la altura de ciertas ofertas. La verdad, la política, el pensamiento… todo eso sigue ahí, sin haber abdicado, lo que se ha vuelto frágil es nuestra disposición a recibirlos. No es un destino fatal ni mucho menos un estadio final de nuestras sociedades, es simplemente la gripe de este tiempo de crisis de la democracia bajo el fragor del ruido y la muchedumbre de información. 

El periodismo ya debería saber que afinando la mercancía no se soluciona un derrumbe del apetito. Queda seguir haciendo bien lo que sabemos hacer, confiar en la parte de la sociedad que sabe vivir la complejidad y la incertidumbre, que no ansía refuerzos y certezas últimas sino comprensión, y confiar en que sobreviviremos al espejismo más estable de nuestro tiempo, que confunde la calidad de la luz con la salud de los ojos. Tampoco hay por qué dejarse llevar por el pesimismo si las rachas hoy soplan contra el rumbo. Esperando vientos más francos, navegar de ceñida, viento y mar en la cara, es arduo pero vivificante.

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