Cuando queríamos ser indios Aroa Moreno Durán
La causa contra el fiscal general del Estado ha alumbrado un momento de epifanía democrática cuando el presidente de la sala segunda del Supremo reconocía que el rigor periodístico era una amenaza para la ramplonería de la burocracia judicial.
En la película Frost/Nixon, que adapta la obra de teatro de Peter Morgan basada en la intrahistoria de la célebre entrevista real del británico David Frost a un Richard Nixon retirado, Ron Howard hace pivotar el discurso en torno a un instante fulgurante, una epifanía, que pertenece antes a la historia de la verdad que a la historia del cine. Después de horas de evasivas, Richard Nixon, acorralado por las preguntas de David Frost, pronuncia su frase más célebre: “Lo que quiero decir es que si el presidente lo hace, no es ilegal”. Es cierto que Donald Trump lleva confesando sus abusos de poder y sus patizambas inclinaciones autocráticas con expresiones de culpabilidad tan o más transparentes, pero la sociedad estadounidense de hace medio siglo todavía no se había despeñado por los acantilados irracionales del miedo a todo y tenía un cierto sentido de la honestidad y el decoro. Así que el impacto fue tremendo.
La escena de Frank Langella (Nixon) y Michael Sheen (Frost) no es una mera admisión de culpa, sino la revelación de algo mucho más profundo y terrible: la confesión de un hombre que, como tantos otros, ha confundido el ejercicio del poder con la encarnación de la ley. Nixon no está describiendo un acto, sino que está revelando un principio que impugna la filosofía del derecho democrático. La entrevista se convierte entonces en una revelación política tan deslumbrante que Frost calla. Porque el periodismo no necesita añadir nada a lo patente. En ese silencio ocurre la verdad: el espectador comprende lo que ningún tribunal había logrado probar, que Nixon era un autócrata y se situaba fuera de los mínimos de funcionamiento de la democracia.
El mérito, ya ven, no fue de un juez ni de un sagaz fiscal, sino de un periodista de variedades que ni siquiera era especialista en asuntos políticos y sobre cuyo éxito en la entrevista/legado con el expresidente estadounidense todos descreían. Lo que el periodismo consiguió aquella noche —sin imperio de la ley y sin la autoridad coercitiva del Estado— fue arrancar una verdad que la justicia no supo o no pudo extraer y entregársela a la sociedad. Nixon dio pie a una verdad política, no procesal, y cuando el espectador la vio en televisión, ya no podía desconocerla. Quédense pues con esa idea, porque la justicia, en sus alambicados y ominosos gerundios, puede absolver o condenar, puede declarar hechos probados y obliterar pruebas fehacientes, por asuntos formales, pero quien sabe lo que ha visto, no puede ignorarlo. Y ese es el caso del periodismo.
Esa escena asaltó a este cronista mitómano la pasada semana, al escuchar al periodista del Eldiario.es José Precedo declarar en el juicio contra el fiscal general del Estado, Álvaro García Ortiz, en la sala segunda del Tribunal Supremo. No fue el único que compareció ni el único que transmitió el mismo relato ante la sala. Otros periodistas honrados y meticulosos refrendaron lo dicho por Precedo. Pero en su intervención última, Precedo explicó el dilema que le robaba el sueño: saber a ciencia cierta que el acusado era inocente, que no era el autor de la filtración, porque él fue quien publicó la exclusiva y sabía quién era su fuente, aunque no la revelaría —dijo— por deber de secreto profesional. Le faltó añadir que hay otra razón de salud democrática para no revelarla, ni aunque la fuente lo permitiera: que, en democracia, la carga de la prueba no descansa en el acusado sino en la acusación. La inocencia no ha de ser probada, es una realidad por defecto. Es quien acusa quien debe avalar con evidencias, más allá de toda duda, lo que malicia sobre el reo.
Precedo simplemente señaló que sabía que el filtrador no era el acusado. El presidente de la Sala Segunda del Tribunal Supremo, magistrado Andrés Martínez Arrieta, respondió de súbito: “No nos amenace”. En primer término, nadie pareció entender con exactitud a qué se refería el togado, pues el tono y las palabras del periodista no parecían amenazadores, pero el sentido latente de ese demoledor lapsus del juez —expresando en voz alta su temor a lo que pudiese decir el periodista— es sin duda la gran revelación de este proceso. El tribunal percibió, quizá por un instante, que toda la arquitectura del proceso, desde su discutible admisión a trámite, su instrucción y hasta su inopinada llegada a juicio oral, pendía de un hilo y podía venirse abajo si un hecho cierto, modesto, insignificante y formalmente irrelevante —pues yace protegido por el secreto profesional—, tal que varios periodistas saben quién filtró el email, era pronunciado de viva voz en la sala. Esa frase, “no nos amenace”, ese momento de debilidad, fue un temblor imperceptible en los cimientos del Palacio de las Salesas por la confesión involuntaria del presidente de la sala. Era, al cabo, el reconocimiento de que el saber periodístico tiene la potencia disruptiva de quien maneja un tipo de verdad irrefutable que la justicia no puede administrar ni gestionar y que, en último término, puede demoler la reputación de procesos infames en insidiosos como el que nos ocupa. Precedo, sin pretenderlo y seguramente sin ser consciente, al trasladar su dilema ético al juez, le estaba diciendo: “Os veo, yo sé lo que estáis haciendo”. Y el ilustre togado dio un respingo.
Ahí reside la frontera esencial entre ambos oficios: la justicia se debe a los hechos probados mediante un método concreto y contingente; el periodismo, a los hechos ciertos. Es pues el periodismo, en su informalidad y su desorden, una disciplina cuya exigencia es muy superior a la ramplonería burocrática de la justicia. La justicia puede “des-ver” pruebas obtenidas irregularmente, borrar testimonios viciados, ignorar lo que no cumple las normas del procedimiento por muy verdadero que sea, e incluso exigir a los jurados que no los consideren o al secretario que no los haga figurar en el acta. La justicia puede emanciparse de lo real, de lo verdadero. Es cierto que esta cautela formal en un sistema garantista como es el democrático debería proteger al reo (es decir, las pruebas incriminatorias son las que deben rechazarse por motivos formales, no las que exoneran), pero en todo caso, es una potestad que revela que la justicia está atada a la forma, no al conocimiento. El periodismo, en cambio, no puede fingir ignorancia, una vez conoce algo cierto no puede desconocerlo. Su deber no es con la forma, sino con la verdad factual.
Lo vimos en el procedimiento del Supremo contra el diputado Alberto Rodríguez, o en el de la Audiencia Nacional contra los vecinos de Altsasu, en los que pruebas y testimonios exculpatorios fueron rechazados por ambos tribunales para producir sentencias aberrantes, contrarias a la realidad de los hechos. Paradójicamente, el garantismo que no protegió a esos acusados, sí ampara a los miembros de esas salas para que no puedan acabar fácilmente en la cárcel por prevaricación.
Pero como le recuerda Spencer Tracy a Burt Lancaster en la escena final de Vencedores o vencidos, esos precedentes no son inocuos. Cuando el juez Ernst Janning (Lancaster), ya condenado, lamenta el alcance del genocidio patrocinado por el III Reich, y dice “nunca pensé que llegaría a esto”, el magistrado Dan Haywood le recuerda: “Llegó a esto la primera vez que condenó a un hombre sabiendo que era inocente”. El mal no empieza cuando se quiebra la ley, sino cuando se abdica de la verdad evidente.
El periodismo, en ese gesto de emancipación que consiste en decir 'lo que sabe' o simplemente decir 'que lo sabe', conjuga toda la política moderna: el poder teme a quien puede contar lo que ve
El juez actúa bajo la protección del código, su virtud consiste en no salirse de él y su vicio, en pertrecharse tras él. El periodista opera en la intemperie moral del conocimiento, su virtud consiste en no traicionar lo que sabe y su vicio, como también vimos con otros periodistas ante el Supremo, en el sofisma, el malentendido deliberado y la insinuación insidiosa. Y esa soledad última del periodista con un método no regulado, que es su fragilidad, es también su fuerza: el buen periodismo no tiene poder formal, pero tiene todo el poder moral, un poder desregulado y por tanto, inmanejable para las instituciones, como aprendió por las malas Richard Nixon.
Por eso el periodismo no es sólo un oficio, sino la formulación más virtuosa y precaria de la sociedad civil en los términos en los que la define el liberalismo democrático, como un contrapoder al absolutismo. En un Estado democrático, la justicia pertenece al Estado, pese a la independencia blindada del juez, y el periodismo pertenece al ciudadano, pese a la dependencia salarial del periodista. Uno administra el derecho; el otro administra lo real. En esa diferencia radica la esencia del liberalismo democrático y su sistema imperfecto de contrapesos: la existencia de un espacio civil que no depende del Estado para ejercer su función crítica y que puede desmantelar el castillo de naipes de las afirmaciones institucionales.
La Ilustración inventó dos grandes instituciones de control: el derecho y la opinión pública. El primero regula el poder mediante la norma; la segunda lo regula mediante la luz. Si el Estado es el monopolio legítimo de la violencia, el periodismo es el monopolio legítimo de la mirada. No gobierna, vigila. No condena, expone. No sentencia, ilumina. Y esa capacidad de verter luz sobre las penumbras donde el poder pergeña, como esta conspiración de la derecha cortesana contra la realidad, lo convierte en el corazón mismo del proyecto liberal. Will McAvoy (Jeff Daniels) decía en The Newsroom que “la prensa es el sistema inmunológico de la democracia. Si reacciona mal o no reacciona, el sistema entero enferma”. Esa metáfora biológica captura el sentido político del periodismo, un organismo sin poder coercitivo pero indispensable para la salud del cuerpo democrático. No manda, pero detecta, alerta y reacciona. Y cuando se pliega o se deja sedar por el poder del Estado, sea el poder declarado de los gobiernos o el inmanente de los aparatos del Estado, la infección avanza.
Por eso, cuando el presidente de la sala segunda dice “no nos amenace”, en realidad verbaliza el miedo más antiguo del Estado y de sus pasantes, el miedo a la mirada y al verbo que no son modulables ni perseguibles. El periodista no amenaza con un arma, sino con una evidencia palmaria, pueda encajar o no en una declaración de hechos probados. Como ya hemos dicho aquí, el derecho no agota el lenguaje ni el relato de lo cierto, y el periodismo, en ese gesto de emancipación que consiste en decir lo que sabe o simplemente decir que lo sabe, conjuga toda la política moderna: el poder teme a quien puede contar lo que ve. Y no pocas veces, como ocurre con la justicia, quiere reescribirlo.
Atada a sus formas, la toga puede exonerar a quien es culpable o condenar a quien no lo es, sin por ello traicionar su mecanismo, aunque sí su encomienda. El periodismo, en cambio, sólo traiciona cuando calla o miente. La verdad procesal puede prescindir de la verdad material, pero el periodismo no puede permitirse ese lujo, de ahí que su compromiso sea más arduo pues no hay amparo institucional para el conocimiento que le incumbe. En el fondo, el periodismo representa lo que el liberalismo quiso proteger desde su origen: la soberanía moral e informal del individuo frente al Estado. Cada periodista encarna, en su práctica cotidiana, esa pequeña rebelión ilustrada según la cual el ciudadano tiene derecho a mirar y a decir, incluso —y sobre todo— cuando el poder preferiría el silencio. Como gusta de repetir el filósofo Javier Gomá, en democracia, cada ciudadano es un contrapoder.
Porque, al final, la verdad periodística —esa que se apoya en los hechos ciertos, no en los hechos probados— es el último baluarte de la libertad civil, la prueba viva de que aún existe una sociedad capaz de mirar al poder sin pedirle permiso.
Como el inexperto Frost sentado frente al coloso Nixon, este oficio de impostores no condena ni absuelve, solo ilumina. Y una vez que la luz se ha encendido, el mundo no puede volver a fingir que no ve.
Eso ha bastado para que togas y artesonados temblasen: un periodista explicando su método y afirmando, sin aspaviento, “lo sé”.
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