Cómo hemos podido llegar hasta aquí

La función del coro en la tragedia clásica era la de asegurarse que el público entendía tanto la acción que sucedía sobre el escenario como el significado de la misma. Faltándole un poco el respeto a la tradición teatral, siempre me ha parecido bastante cómico ver a 15 tipos enmascarados sobre la orchestra glosando los sucesos que acaban de acontecer ante nuestros ojos. Por ejemplo, un personaje acuchilla a otro con gran afectación y el corifeo pregunta “¿le ha matado?”, dando pie a que el coro afirme en dos ocasiones “le ha matado, le ha matado”, para a continuación narrarnos las consecuencias del asesinato, irreparables pero también inesperadas debido a la sorpresiva filiación entre víctima y ejecutor. Los dramaturgos clásicos sabían que siempre es necesario afirmar con rotundidad un mensaje para que un suceso y sus significados queden grabados de una determinada manera en la conciencia de los espectadores.  

La victoria de la ultraderechista Giorgia Meloni en las elecciones italianas es de todo menos cómica, pero sí nos señala una de esas ocasiones donde el coro se hace patente para pastorear las causas y consecuencias de un suceso. Los cánticos más fuertes, en las primeras horas, nos han tratado de explicar que la coalición victoriosa, una que reivindica el posfacismo entre sus ejes, se trata tan sólo de un "pacto de centro-derecha", como si la presencia del cerúleo Berlusconi fuera garantía de algo. Otros se han decantado por calificarla de "triunfo de la derecha dura", porque es siempre más socorrido tirar de la escala de Mohs antes que reconocer la realidad, sobre todo si lo que quieres es allanar el camino a Feijóo para un pacto con el portero de discoteca y sus amigos. No obstante, también ha habido otro coro por la parte progresista que se ha preguntado muy compungido “cómo hemos podido llegar hasta aquí”.

Más allá de los análisis en corto sobre la especificidad italiana, lo cierto es que la ultraderecha, en todas sus versiones, ha tomado una relevancia inédita en la segunda mitad del siglo XX, cuando había quedado reducida a la insignificancia o a ser una herramienta para impartir violencia en las guerras sucias que tuvieron lugar contra los comunistas en suelo europeo. Y eso nos señala algo que trasciende los casos concretos de cada país y, más allá, las fórmulas que esos ultras han puesto en juego. En el italiano hay que anticipar que lo más inquietante de la victoria de Meloni es que puede servir de puente para su total legitimación dentro del ecosistema de la UE. Todos los palos en las ruedas que se emplearon contra Syriza serán esta vez manos tendidas desde las instituciones y aplausos desde los mercados, como ya han certificado las bolsas. 

Cómo hemos podido llegar hasta aquí, se pregunta el coro. La extrema derecha no ha llegado del espacio exterior, siempre estuvo ahí, esperando la oportunidad para lanzar sus redes populistas en los caladeros del descontento, uno tan pronunciado como falto de concreción: no hay nada más peligroso para una sociedad que la incapacidad para identificar sus problemas y a sus responsables. El problema, claro y rotundo desde la gran recesión de 2008, es que el capitalismo bajo la égida neoliberal es incapaz de garantizar un equilibrio en la ecuación crecimiento y estabilidad, además de haber destruido los avances igualitarios. La cuestión ya no es cuánto se crece, sino que ese crecimiento, de darse, deja fuera a amplias capas de la población, siendo incapaz de mantenerse en el tiempo, condenando a pequeños negocios y trabajadores a una indeterminación constante: hoy el privilegio se mide en la capacidad de planificar tu vida. 

Hubo algunos que se atrevieron a señalar a los mercados financieros, los bancos especulativos y las agencias de calificación. Consiguieron una atención creciente, contaron con candidatos como Corbyn o Sanders e incluso con la experiencia de Gobierno de Tsipras, pero a la postre dejaron un reguero de derrotas tras ser atacados sistemáticamente. España es el único país dentro de las grandes economías donde toda esa ola de cambios dió al final resultado en el Ejecutivo de coalición. Sin embargo, los responsables del gran derrumbe de 2008 salieron prácticamente indemnes. Es decir, que se prefirió machacar a quienes canalizaban el descontento hacia una alternativa progresista que asumir la inequidad e ineficacia del modelo económico. Lo que hace diez años era una oportunidad para avanzar, hoy es un escenario óptimo para los que nos quieren hacer retroceder.

La extrema derecha no ha llegado del espacio exterior, siempre estuvo ahí, esperando la oportunidad para lanzar sus redes populistas en los caladeros del descontento, uno tan pronunciado como falto de concreción

La propia acción política, en estas últimas tres décadas, fue perdiendo su sentido más allá de ser artífice de bajadas de impuestos a los ricos, desregulaciones laborales y recortes en los servicios públicos. Incluso los partidos socialdemócratas entregaron las armas, entre terceras vías y socio-liberalismos, quedando como una comparsa que a lo sumo vigilaba los derechos civiles, se hacía eco de las glorias pasadas y cambiaba a los sindicatos por los juegos gramaticales. Pero, más allá, fue la propia política la que quedó incapaz para ejercer su cometido principal, el de ejercer transformaciones tangibles en la vida de las mayorías. Si la economía, principal herramienta para lograr esos cambios, era una esfera al margen de la política, de los gobiernos, de los parlamentos, lo que realmente nos estaba diciendo el neoliberalismo es que se podía maniatar a la democracia y dejar a los ricos fuera de su jurisdicción.

La crisis de legitimidad de la democracia proviene de su incapacidad para haber impuesto la soberanía popular por encima de los intereses de los mercados. Sin este escenario, las herramientas del populismo ultra no serían ni la mitad de eficaces, entre otras cosas porque carecerían de la materia prima para su objetivo. La finalidad de la ultraderecha es reconducir la ansiedad que provoca la incertidumbre no contra sus responsables, las élites financieras, sino contra la víctima, la propia democracia. Allí donde además las opciones políticas que proponían cambios han sido desactivadas –en el caso de Italia la derrota histórica de la izquierda es flagrante–, este proceso de dejar indemne al mundo del dinero y cargar la culpa sobre las instituciones políticas es mucho mayor. Cómo hemos podido llegar hasta aquí, se pregunta el coro.

El problema no es ya que la derecha se haya quedado sin modelo, sino que insiste en el que nos llevó a la Gran Recesión haciendo aún más grandes esas crisis de legitimidad. Liz Truss, la nueva primera ministra del Reino Unido, ha emprendido una carrera de bajada de impuestos y recortes que según el anterior ministro de economía, el también conservador Rishi Sunak, es “tan salvaje e imprudente que expone al país a una crisis nunca vista desde la década de los 70”, algo que incluso requeriría la intervención del FMI para rescatar una economía en colapso. En España, al PP no se le ha ocurrido otra cosa que poner a competir a sus gobiernos autonómicos en una carnicería fiscal. La política debería valer para algo más que para mantener los beneficios de una minoría provocando catástrofes en el conjunto de la sociedad. 

Que el coro se pregunte “cómo hemos podido llegar hasta aquí” no deja de ser una manera, llena de dramatismo, de eludir responder a la pregunta de cómo pudimos dejar a la democracia tan sola frente a la economía de casino. No importa lo que la ultraderecha haya hecho, importa lo que aquellos que debían defender la soberanía popular dejaron de hacer. Hoy el antifascismo no pasa ya por establecer cordones sanitarios, por gritar el peligro de la amenaza, por recordar lo que costó conseguir nuestras libertades, sencillamente porque lo que había que proteger fue minado concienzudamente en las últimas décadas. Acabar con la ultraderecha requiere de algo tan concreto como volver a poner la política en el centro, es decir, que pueda tener la capacidad de organizar nuestra sociedad e inducir cambios sustanciales en la vida de la gente, justo lo contrario a lo marcado por la ortodoxia del modelo desregulatorio. Organizar el caos, compartir el crecimiento, llenar de contenido la democracia.

 

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