El famoso evento me pilló fuera de mi guarida. «No hay electricidad: no funcionan los semáforos, ten cuidado con el coche», me dijeron mientras salía. Mientras me encaminaba hacia la M40, la circunvalación a donde van a morir los sueños, puse la radio. En RNE, la locutora decía que media Europa estaba encendiendo candelas frotando dos palos. Trufaban las llamadas a la calma con algún reportero que, serenísimo, narraba cómo unos viejos y sus nietos, atrapados en un ascensor, eran presa de la lipotimia. Retorcí el dial y di con La SER, donde preguntaban a los viandantes cómo se sentían. En mitad del colapso nacional, lo que opine un fulano que acaba de salir del metro en Gran Vía es de vital importancia. Aguerridos tertulianos narraban, uno tras otro, cómo el billete de veinte euros que llevaban en la cartera les habían solucionado el almuerzo. Me quedo más tranquilo.
Seguí pasando emisoras y (¡manda narices!) di con Jorge Bustos, que entrevistaba a un técnico que explicaba, con enorme claridad, qué podría haber pasado, cómo creía que podía solucionarse y cuánto tardaríamos en salir del brete. Después, conectaron con la DGT para amplificar recomendaciones bastante sensatas. Como me quedaba un trecho, fui saltando de emisora en emisora. En Radio Clásica frotaban el violín, en La SER atendían al encarecimiento de los transistores (¡información urgentísima!) mientras pedían a sus oyentes que no se abanicasen con la puerta de la nevera, que eso rompe la cadena de frío. De vuelta en la COPE (el tiovivo daba para poco), pillé la comparecencia del señor de Red Eléctrica, que se explicaba con la solvencia de un Demóstenes al que le han dado dieciséis ictus. «De seis a diez horas». Oído.
Un señor se lamentaba de lo «enganchados que estamos a la electricidad». Diría más: también al agua potable, la penicilina y el código de circulación vial, so imbécil
Al llegar a casa, como todavía me quedaba cobertura, entré en YouTube y me encontré con Alsina, que estaba esperando la comparecencia del presidente. Serían las cinco y media de la tarde cuando se me acabó la conexión. Hasta las diez y media de la noche, que regresó la corriente, tuve que contentarme con los tuits que se habían congelado en la aplicación. En uno de ellos, un señor se lamentaba de lo «enganchados que estamos a la electricidad». Diría más: también al agua potable, la penicilina y el código de circulación vial, so imbécil. Otro, albricias, nos exhortaba a coger un libro, que es una cosa que da muy buenos ratos y no necesita enchufes. ¡Como la heroína!
A la mañana siguiente, con la electricidad intacta y el rúter dispuesto, quise repasarme los diarios y los matinales. En La Razón, amanecimos con una portada negra que anunciaba el caos. Sin pillajes, ni muertos, ni invasiones alienígenas, pero el caos. Bajando por su web, me encontré con una noticia que discutía cuántos penes salen en el tapiz de Bayeux. En EsRadio, Losantos encontraba la enésima prueba de que estamos como en Venezuela a pesar de que, contra el criterio de Ayuso, Sánchez no había llenado el país de militares «para que no se enfaden los comunistas, los nacionalistas ni los etarras». Sé que la presidentriz de los megagargantuescos hizo ronda de entrevistas: los turistas han estado bien atendidos, insistía. Prioridades, cariño.
Los locutores andaban muy creciditos con su nueva «noche de los transistores». ¿Qué haríamos sin la radio?, repiqueteaban, como si no nos hubiesen llenado las orejas con declaraciones banales de interés humano. Herrera se apuntaba a lo de la república bananera, por mucho que aquí la cosa se hubiese resuelto en un pispás. Los medios progresistas alababan que el presidente compareciese sin aclarar las causas del colapso. «¡Mejor esperar!», extraña consigna periodística. El adversario aprovechaba para ciscarse en las fotovoltaicas y para descontextualizar declaraciones sobre el «gran apagón» pronunciadas a cuenta de la guerra en Ucrania. Por la noche, Aimar Bretos entrevistaba a un experto. «¡Dábamos por hecho la electricidad!», comenzaba el periodista. Pues mira, la verdad es que sí.
El famoso evento me pilló fuera de mi guarida. «No hay electricidad: no funcionan los semáforos, ten cuidado con el coche», me dijeron mientras salía. Mientras me encaminaba hacia la M40, la circunvalación a donde van a morir los sueños, puse la radio. En RNE, la locutora decía que media Europa estaba encendiendo candelas frotando dos palos. Trufaban las llamadas a la calma con algún reportero que, serenísimo, narraba cómo unos viejos y sus nietos, atrapados en un ascensor, eran presa de la lipotimia. Retorcí el dial y di con La SER, donde preguntaban a los viandantes cómo se sentían. En mitad del colapso nacional, lo que opine un fulano que acaba de salir del metro en Gran Vía es de vital importancia. Aguerridos tertulianos narraban, uno tras otro, cómo el billete de veinte euros que llevaban en la cartera les habían solucionado el almuerzo. Me quedo más tranquilo.