El chantaje

Por desagradables que resulten, hay sucesos que merece la pena repasar, sobre todo para evitar situarse en esa cómoda equidistancia donde víctima y agresor son un todo en la imagen final de un incidente. Este pasado viernes el diputado socialista Óscar Puente no se vio envuelto en una disputa con un ciudadano, sino que sufrió una emboscada a bordo de un tren, lugar de difícil escapatoria, por parte de un provocador fascista. 

El tipo que fabricó el altercado pretendía interpretar el papel de un cualquiera pidiendo cuentas a un político, quería encarnar esa socorrida coartada de la indignación popular. Lo cierto es que el fulano, sobre el que pesan variados antecedentes penales, lo que buscaba no eran explicaciones sino ser la chispa en la pradera seca, que Puente perdiera los estribos y, mala sangre mediante, se complicara la existencia.

Hace unos cuantos años supe, más por casualidad que por periodismo, que a un político leonés, también socialista, le agredieron en un restaurante. El incidente no trascendió a la opinión pública porque el propio agredido no quiso presentar denuncia, ni policial ni mediática. Anticipó, creo que por desgracia acertadamente, que de una u otra forma el asunto se volvería en su contra. La equidistancia interesada, ya saben.

La diferencia entre este tipo de sucesos y lo que le ocurrió a Puente se halla en la premeditación. En llevar el móvil bien cargado para no perder un detalle de la escandalera. Las imágenes obtenidas por el secuaz fueron, inmediatamente, difundidas por uno de esos sicarios que, tras la pandemia, se han convertido en imprescindibles del circo ultra. 

Fingiéndose periodistas, cuando no son más que incendiarios con más gomina que ideas, contaminan incluso hasta el Congreso, buscando el choque con cualquier político de izquierdas. Ese mismo viernes, este sicario fue sorprendido en los pasillos del hemiciclo hablando con Eduardo Carazo, diputado del PP por Valladolid, ciudad de la que Puente fue alcalde hasta mayo. “Lo ha grabado”, transmitió el sicario a su señoría.

Lo mismo estaban hablando de la comunión de la sobrina de un primo que el sicario tiene por Valladolid. Y, de buena mañana, ambos, incendiario y diputado, esperaban ver a la criatura ingresar con devoción a la fe católica. Lo mismo no. Lo mismo tenemos que empezar a pensar que entre ultras y derechistas hay la misma relación que entre el esbirro que pincha las ruedas y el del taller que las pone en oferta ese mismo día.

Miguel Tellado, vicesecretario de organización del PP –el cargo seguro que da para caja de puros y cuarto de cordero a la semana–, consideró, mientras que el vídeo del asalto tomaba brío en redes y medios, que Puente “no había sido víctima de una agresión” y que no sabía “encajar la crítica de un ciudadano”. De bien coreografiado que estaba quedando todo habría que preguntarse si el jueves por la noche, Tellado durmió a gusto.

Si la oportunidad de los agitadores fue el viernes a bordo de un tren, con la llegada del fin de semana le tocó el turno a la prensa seria que, como saben, casi siempre se despacha en kioskos que están en el lado derecho de la calle. El Mundo nos regaló un reportaje titulado: “Óscar Puente, el hijo fiero de la ‘comisaria política’ a la que le debe ‘todo’. Tocaba mentar a la madre, para qué hostias andarse con remilgos.

Fingiéndose periodistas, cuando no son más que incendiarios con más gomina que ideas, contaminan incluso hasta el Congreso, buscando el choque con cualquier político de izquierdas

Este lunes, Elías Bendodo, coordinador general del PP, dos cajas de puros y media de cordero, declaró que Óscar Puente “es un político faltón. Se juntaron el hambre con las ganas de comer, tormenta perfecta”. De alguna manera había que cerrar, de momento, el libreto donde el acosado pasa a ser responsable del acoso, como las mujeres con la falda demasiado corta. 

El crimen que cometió Óscar Puente fue intervenir como portavoz del PSOE en la sesión de impostura de Alberto Núñez Feijóo. Su discurso no gustó a las derechas. No tanto por su contenido o por su forma, sino porque consideraron que les usurpó algo que les pertenece por derecho divino: el monopolio de la excepcionalidad, es decir, patear el tablero cuando el resultado de la partida no les favorece.

Algo que las derechas llevan haciendo desde el año 2020, cuando decidieron calificar de ilegítimo a Pedro Sánchez y al Gobierno de coalición progresista. Cuatro años de insultos y zapatiesta, cuatro años de pasarse por el forro el resultado de las urnas. Cuatro años en los que a miembros de aquel Ejecutivo se les llevó a una situación insostenible trasladando el acoso a las puertas de su domicilio. Hablo de Pablo Iglesias e Irene Montero.

Todo aquello se calificó, en el mejor de los casos, de crispación, que es algo que remite a un acaloramiento equivalente de las partes. En el peor se justificó el acoso por el supuesto carácter pendenciero de Iglesias. También contestó a la derecha en esos términos que cualquiera entiende. El mensaje es claro: quien se atreva a plantarnos cara lo pagará en sus carnes. Es personal porque se trata de negocios.

El chantaje que las derechas ejercen sobre sus adversarios, pero sobre todo contra toda la sociedad española, es atribuirse en exclusiva fijar las fronteras de lo que es razonable en la confrontación política. Ellos pueden llegar tan lejos como estimen, pero nadie puede siquiera levantarles la voz, mirarles a los ojos, porque entonces las consecuencias serán aún mucho peores. Pon la otra mejilla o te vas a llevar dos.

La coacción tiene una lectura inquietante en corto: se consigue adulterar tanto el juego parlamentario que, cuando llega el tiempo electoral, unos se presentan con propuestas mientras que los otros plantan sobre la mesa el que te vote Txapote. El análisis en largo es aún peor. Cuando incendias la retórica tarde o temprano acabas metiendo fuego a algo de verdad. Las justificaciones son las mismas para las palabras que para el hollín. 

Ellos lo saben. Saben que el resto sabemos a dónde conduce este camino: al precipicio. Saben que, por eso, una gran parte de la sociedad española consentirá este juego político adulterado. Saben que la gente normal prefiere cambiarse de acera ante el borracho y el matón. Saben en qué consiste la cautela, también el miedo. Saben de qué va un chantaje. Así que, al menos, dejemos constancia por aquí de que somos víctimas de uno.

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