Los genios del mal y la economía contemporánea

Tengo la costumbre, no sé si discutible, de ver películas únicamente por la pintaza que gastan sus protagonistas y el ambiente conseguido en pantalla, lo cual, supongo, es un elogio para los responsables de arte y vestuario. Hace unos días me puse con Silver Bears, una comedia de mitad de la tabla rodada en Lugano, el cantón suizo de habla italiana, el cual a finales de los 70 debía de ser algo así como el epítome de cierta sofisticación decadente. Un escenario ideal para retratar a Michael Caine y Cybill Shepherd en una historia que gira en torno a cómo un genio de las finanzas es contratado por la mafia para blanquear dinero.

La película recogía todos los elementos que los profanos intuimos necesarios en la delincuencia económica: bancos sumidos en la opacidad que aceptan capitales sin preguntar su origen, contrabando de metales preciosos procedentes de países en vías de desarrollo, alteración de los mercados asociados mediante información privilegiada y grandes dosis de impostura para estafar a gente con mucho dinero y pocas luces. Con un poco de caradura, algo que Caine interpretó siempre de lujo, una ligera inversión inicial y algunos contactos, da la sensación de que a finales del siglo XX cualquiera podía introducirse en los círculos de la alta sociedad y hacerles un roto.

Hoy la delincuencia económica es bien diferente. Para empezar los desaprensivos que la practican visten bastante peor que Michael Caine, mostrando aspecto de estar en un limbo entre el gimnasio y una convención de videojuegos. Lo peor es que en vez de dedicarse a levantarles la mosca a los banqueros suizos la han tomado con una juventud que cree, firmemente, que puede hacerse rica invirtiendo en criptomonedas. Mientras que este fin de semana otro de estos activos quebraba, arrastrando al resto a un nuevo hundimiento, pensaba que no sé si me molesta más quien se ha dedicado a estafar a la gente corriente o que esa misma gente se creyera a la altura de un broker de Wall Street.

No hemos disfrutado de una sola década de estabilidad desde que Bill Clinton derogó la Ley Glass-Steagall en 1999, aquella que separaba los bancos de ahorro de los bancos de inversión

La economía del siglo XXI asusta porque lo que antes quedaba enclaustrado para un número muy pequeño de personas, ricos jugando a las apuestas y sacándose el dinero entre ellos, se ha hecho de uso común, exponiendo a millones de personas no sólo a cuantiosas pérdidas, sino convirtiéndolas en cómplices de un modelo especulativo que ya ni necesita de materias primas o sectores productivos, sino que le vale con la más aberrante virtualidad de las finanzas digitales. Lo cierto es que no hemos disfrutado de una sola década de estabilidad desde que Bill Clinton derogó la Ley Glass-Steagall en 1999, aquella que separaba los bancos de ahorro de los bancos de inversión, que fue promulgada por Franklin D. Roosevelt en 1933 para evitar, tras el Crack del 1929, que se pudiera especular con el dinero de los trabajadores.

El New Deal no fue sólo reparto, sino también veto al poder de los ricos, que se expresa caprichoso y amoral a través de sus armas financieras. La ley Glass-Steagall determinaba además que los bancos no pudieran participar en los consejos de administración de las empresas industriales, comerciales y de servicios, es decir, que rebajaba ostensiblemente su capacidad para controlar la economía norteamericana y, por tanto, influir en las grandes decisiones que afectaban al país. La democracia no es sólo votar cada cuatro años, sino establecer normas efectivas para impedir que los ricos tengan, por la puerta de atrás, mayor poder de decisión que el ciudadano corriente.

En el año 2022 parece que, además de tener que preocuparnos por el omnímodo poder de los gigantes financieros, tenemos que estar alerta por las andanzas de los multimillonarios provenientes de la economía digital, gente cuyo nivel de ingresos es sólo comparable a su bajo nivel de socialización. Cualquier aficionado al cine de James Bond sabe que Elon Musk es un peligro público. Lo primero porque alguien que con tanto dinero es incapaz de encontrar ropa que no le siente como un saco de patatas no es de fiar. Lo segundo porque un tipo de cincuenta años que juega con cohetes, le gusta disfrazarse de superhéroe y está interesado en el control de las comunicaciones y la narrativa es alguien que sólo nos puede traer problemas.  

Lo jodido es que en la realidad los agentes secretos no luchan contra estos genios del mal, sino que probablemente trabajen a su servicio en su departamento de seguridad. Además, la economía contemporánea, desregulada y anárquica, no pone coto a los desmanes de estos iluminados, sino que está completamente a su merced. Varias empresas, entre ellas el gigante armamentístico Lockheed Martin, se desplomaron en bolsa este pasado fin de semana cuando cuentas falsas, que habían comprado el símbolo de verificación por ocho dólares, escribieron en Twitter mensajes contradictorios a su línea comercial.

Musk ya ha paralizado su plan de comercializar el símbolo azul que verificaba la autenticidad de las cuentas sencillamente porque bastan un par de bromistas, seguramente alguno de ellos apostando contra las acciones de una gran compañía, para hacer tambalear su credibilidad. Vivimos bajo un sistema económico que engendra sus mayores amenazas en sus individuos más exitosos: tenemos un serio problema cuando los millonarios, lejos de ser garantía de estabilidad, son precisamente sinónimo de caos. Musk ha demostrado, sin proponérselo, los cimientos enormemente débiles sobre los que se asienta el sistema bursátil, una gran fiesta de ganancias y pérdidas en la ladera de un volcán a punto de erupción que puede llevarse por medio la economía real.

Ningún sistema económico estable puede estar a merced ni de la extrema codicia de la especulación de su sector financiero, ni de los delirios de grandeza de un solo multimillonario que empieza a acumular más poder del que es deseable. Para eso se necesitan Estados fuertes y gobiernos comprometidos con la democracia, es decir, no sólo con el reparto justo de la riqueza, sino también con que la capacidad de influencia de aquellos que poseen los resortes económicos no afecte al devenir de toda la comunidad. El verbo prohibir también se puede y se debe conjugar en progresista. Más en estos tiempos donde empieza a ser difícil distinguir la realidad de la ficción.

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