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Contra la sordidez: la delincuencia como combustible ultra

Si algo va mal, en vez de arreglar el problema que lo provoca, trata de ocultarlo. Este podría ser el aforismo perfecto por el que se han guiado políticos, empresarios y líderes de todo pelaje en las últimas décadas, esas donde el cinismo ha cotizado por encima de los principios y la utilidad. Sin embargo, aunque sabemos que obviar un conflicto a veces funciona, basta que este se haga más virulento para que las presas del encubrimiento se vean desbordadas. ¿Qué hacer entonces? Los maestros de la manipulación lo tienen claro: no sólo no hay que ocultar el problema, sino magnificarlo con la intención de sacar partido del mismo.

La seguridad pública es un buen ejemplo de esta manera de proceder. Algunas ciudades de Estados Unidos sufrieron una ola de delincuencia sin precedentes entre mediados de los setenta y comienzos de los noventa, prácticamente el mandato de Ronald Reagan. Los efectos de la crisis del petróleo de 1973, la imposibilidad de financiación de algunos ayuntamientos con el consiguiente deterioro de los servicios públicos, sumado a un proceso de desindustrialización fueron algunos de los factores que convirtieron urbes como Nueva York en “la ciudad del miedo”.

¿Cuál fue la respuesta a este problema sistémico de criminalidad? Transformarlo en un espectáculo televisivo y cinematográfico. Los crímenes no se ocultaban, se sacaba petróleo comunicativo de los mismos en programas llenos de violencia o en películas donde heróicos vigilantes emprendían la guerra del ciudadano medio contra los malhechores. Cualquiera que haya visto las producciones de la Cannon, con Charles Bronson y su widley calibre .475, sabrá a qué me refiero.

La delincuencia pasaba a ser, de esta manera, no el problema que una administración profundamente antisocial había engendrado mediante políticas económicas destructivas, sino un conflicto puramente individual que los ciudadanos de clase trabajadora sufrían a manos de una amenaza exógena, con los toxicómanos y las minorías raciales como chivos expiatorios. El problema de seguridad pública era bien real, pero no sólo nadie exigía cuentas a los responsables, sino que además veían como una solución aceptable volver a los métodos del antiguo oeste, es decir, cargarse el propio concepto de seguridad pública para transformarlo en el sálvese quien pueda.

¿Quieren saber otro país donde este método de manipulación del miedo funcionó? La España franquista sin ir más lejos. La dictadura mantenía un doble discurso en el que se afirmaba que se disfrutaba de altas cotas de seguridad, pero a su vez promocionaba todo un catálogo de la sordidez en publicaciones destinadas exclusivamente a cubrir sucesos. Un país con gran desigualdad es siempre un país inseguro, por muchas medidas coercitivas que se apliquen. Un país inseguro lo parece menos si los asesinos son caricaturizados como bestias ajenas al cuerpo social y no como productos de un contexto determinado.

La información de sucesos se suele convertir en un espectáculo grotesco que siempre se articula desde una mirada reaccionaria: el crimen carece de contexto más allá de la propia pulsión malvada del individuo

De vez en cuando la teoría se tambaleaba, como en el caso de José María Jarabo, un tipo que había hecho fortuna con el tráfico de droga para las clases altas, al que le dio por asesinar a cuatro personas a sangre fría, una de ellas embarazada, en el Madrid de 1958. Como Jarabo venía de una familia de posibles cercana al régimen, con conexiones en la alta judicatura, se tuvo que recurrir a su carácter de indiano, criado en Puerto Rico, como el elemento extranjerizante que explicaba la corrupción de su carácter. El juicio, la ejecución y el sepelio se convirtieron en un espectáculo seguido por una multitud, que pasó por alto cómo el largo historial delictivo del sujeto no le había conducido a la cárcel antes de que cometiera el cuádruple homicidio.

La información de sucesos forma parte del periodismo. La información de sucesos se suele convertir en un espectáculo grotesco que siempre se articula desde una mirada reaccionaria: el crimen carece de contexto más allá de la propia pulsión malvada del individuo. Así se construye un ambiente de desconfianza que en el caso de España, un país seguro en las comparativas internacionales, asienta la narrativa de que el delito no se paga y de que vivimos rodeados de un peligro inminente que sólo la mano dura puede contener. Obviamente las derechas están encantadas con esta teatralización.

El asesinato de una comerciante en la plaza de Tirso de Molina, Madrid, este pasado lunes, se convirtió rápidamente en un asunto más de un proceso electoral donde vale todo. Agitadores digitales, cabeceras de derechas y políticos ultras adjudicaron además origen magrebí al asesino. Aunque en la tarde del martes fueron detenidos un hombre y una mujer españoles, con antecedentes por robos con violencia, nadie rectificará una intoxicación destinada a equiparar inmigración con delincuencia. El objetivo, el de siempre: que las derechas aparezcan como el cirujano de hierro que viene a poner orden.

De hecho, uno de los epígrafes preferidos de los profesionales de la manipulación a sueldo de la extrema derecha es agitar lo sórdido desde sus redes. Colgar continuamente vídeos de peleas, agresiones, robos y otros desmanes con el objetivo de atemorizar a una población que, aunque su entorno sea perfectamente seguro, se aterre pensando en la llegada de una ola de bárbaros que acaben con su tranquilidad. Si hay algo más inquietante que un enemigo es que ese enemigo sea cercano: el que viaja contigo en metro, el que es tu vecino, el que comparte colegio con tus hijos. Sembrar la semilla de la desconfianza para que la escenificación de la “mano dura” acapare un buen puñado de votos.

¿Es todo un problema de manipulación ultraderechista? Obviamente no. Aunque España es uno de los países más seguros del mundo, eso no significa que no haya zonas concretas en las que la delincuencia ejerce una mayor presión. Unas, además, que se corresponden siempre con barrios de clase trabajadora donde las sucesivas crisis económicas de los últimos quince años han podido hacer mella. Las estadísticas, por ciertas que sean, no valen de nada cuando el delito aflora, por muy de baja intensidad que sea en ocasiones. Y ahí es donde los ultras meten cuchara en zonas que habían tenido un tradicional voto izquierdista.

¿Por qué a la izquierda parece aterrarle hablar sobre delincuencia?¿Por qué ningún líder progresista condenó con firmeza el asesinato de este pasado lunes?¿Por qué se ha permitido que la reacción monopolice el discurso sobre el cumplimiento de la ley?¿Por qué, además de apelar a unas medidas sociales de reinserción, recogidas como objetivo de nuestro ordenamiento jurídico, parece que hay miedo a decir que el que comete un delito debe ser juzgado con todo el peso de la ley? No hay nada que alimente más el racismo que dar la falsa imagen de que a los extranjeros se les aplica un rasero favorable. No hay nada más republicano que el concepto de fuerza pública, aquel que nos aleja de que sólo pueda tener seguridad aquel que se la puede pagar.

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