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Muros sin Fronteras

No olvides nunca la ducha de Alma

Ramón Lobo nueva.

No me gusta el sistema económico que gobierna mi vida, pero de alguna manera me beneficio de él. Abro la ducha y sale agua caliente. Esto es un milagro en gran parte del tercer mundo. La nevera está más o menos llena de productos frescos. Disfruto de calefacción en invierno y de aire acondicionado en verano. Tengo ropa, zapatos, televisión, ordenador y un teléfono inteligente fabricado en condiciones laborales escasas en derechos. Mi casa está repleta de objetos que me sostienen y dan sentido. Al tener las necesidades básicas cubiertas, puedo permitirme los juegos de la imaginación.

Cada mañana, bajo esa ducha placentera pienso en Alma, y doy gracias por ser tan afortunado. Alma fue mi primera intérprete en Sarajevo, en 1993. La recuerdo menuda, de pelo corto y una energía a prueba de tristezas y asesinos. Me traducía las palabras y los sentimientos de una urbe asediada por el odio. Con ella vi mis primeros muertos en la morgue, junto al cementerio del León. Nunca volví a trabajar con Alma porque emigró a Holanda en busca de esperanza, pero la siento como una presencia que me acompaña y protege frente a la más grave de la las soledades, la existencial, la que asola a los supervivientes de las grandes tragedias.

Una tarde, terminada la jornada, invité a Alma a una cerveza en el Ragusa, un bar resguardado en un callejón cerca de la avenida Marsala Tito. Era de los pocos que permanecían abiertos en Sarajevo. Le confesé que tenía agua caliente en el hotel sin imaginar qué suponía para ella esa información. Mi ignorancia del dolor ajeno era enciclopédica.

En aquellos meses de la primavera de 1993, los periodistas extranjeros vivíamos en el Holiday Inn. Se hallaba junto al frente de guerra, al lado de la noticia. La cara Sur estaba destrozada por las explosiones. Se podía habitar en las estancias que daban al norte y en las primeras de ambos lados. Aunque casi nunca teníamos electricidad y agua, pagábamos como si fuera el Ritz de París. Al menos, nos daban de comer caliente. Subir las escaleras a los pisos altos cargados con la bolsa de viaje, el ordenador y el chaleco antibalas era un suplicio.

Alma fue profesora hasta el estallido de la guerra en 1992. Vivía en un piso en la zona vieja. Llevaba cerca de un año lavándose en un barreño de plástico. Empleaba una lata para rociarse de agua, casi siempre fría. Sarajevo estaba repleto de sombras que buscaban agua y madera para calentarse. Los tiradores serbobosnios de las montañas disparaban contra las colas: la del pan, la de la ayuda humanitaria, la del tabaco. La calle era peligrosa. La ciudad, una ratonera.

Me suplicó poder ducharse esa misma tarde. Parecía emocionada. Vino a mi habitación, se me metió a la carrera en el baño, abrió la ducha y estuvo 45 minutos cantando y gimiendo bajo el agua. Al salir envuelta en un toalla blanca tenía la piel roja, las yemas de los dedos como pasas y una sonrisa de oreja a oreja. Estuve a punto de hacer una broma sobre sus gemidos, pero opté por el silencio. Se tumbó en la cama y me dijo que se sentía feliz.

Viví en una casa particular en junio de 1995. Los periodistas habíamos escapado del Holiday Inn y de los caprichos de la mafia sarajevita. Estuve cinco semanas encerrado. Una ofensiva bosnia y la respuesta serbobosnia nos impedía salir de la ciudad. Cenaba y desayunaba en la Pensión Hondo, donde dormían Julio Fuentes, Christiane Amanpour y otras estrellas del periodismo estadounidense. Me encantaba Amanpour, una buena compañera. Al verme tan nervioso, una de las chicas que trabajaban en el Hondo, me espetó: “Nosotros llevamos así cuatro años. Te acostumbras”. Fue una bofetada elegante. La guerra de Bosnia-Herzegovina y otras en las que he estado me han educado dentro de mi estupidez ego-primermundista.

La mujer de la casa particular en la que vivía me calentaba agua por la noche para que pudiera asearme ayudado de una lata vacía. Así, cinco semanas. Cuando alcancé Split, en la costa croata, fuera de la guerra, me hospedé en un hotel que nos servía de retaguardia y de primer paso en un regreso por la carretera de la costa, un sistema de descompresión mental y emocional. Trieste era mi puerto de entrada y de salida del infierno.

En ese hotel de Split me duché durante 45 minutos. Canté y gemí. Desde ese instante estoy unido de por vida a todas las Almas. Soy muy afortunado porque sé qué hay detrás de una ducha. La mía se llama Alma.

Ella es una de mis memorias esenciales, como el día en el que vi nevar por primera vez. Tenía siete años. La vida se compone de pequeñas cosas que te la pueden hacer importante si sabes leerlas a tiempo. Solo necesitas que alguien te ponga en tu sitio, como aquella chica de la pensión de Sarajevo, y un poco de humildad. Quedan la conciencia y la resistencia: Never Surrender.

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