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Cuando cae nuestro Puente de Londres

La muerte de Elizabeth II me ha activado el sensor de la nostalgia. Sucede con los acontecimientos más íntimos, los que dibujan nuestra historia personal, es lógico. Pero, a veces, también nos pellizcan la zona emocional estos episodios que van construyendo el guión de la historia colectiva, la de todos. De tanto escuchar el mantra del “fin de una era”, aterrizas, forzosamente, en la realidad de que un día también llegará el tuyo.

Claro, no es lo mismo nacer para reina –aunque, en el caso de Elizabeth no fuera ese el plan– que nacer plebeya. En nuestra vida común y corriente, solo puedes estar coronada durante el parto, cuando la parte más ancha de tu cabeza de bebé se asoma, a través de la abertura vaginal, preparada para salir al mundo. Pero hay algo en común “Arriba y abajo”: al llegar y al marcharnos de aquí, todos abrimos y cerramos episodios de las vidas de otros.

Cuando un personaje con gran peso para la Historia muere, también se cierra una etapa para otras muchas personas. Ninguno de nosotros puede relatarse como individuo y nada más, todos somos piezas de un engranaje que formamos con los que tenemos cerca, pero también con el resto de coetáneos, aunque estén lejos en el espacio o en la clase social. Incluso los que estuvieron antes de que llegáramos, cuentan quiénes somos. Por eso, filias o fobias aparte, muchos de nosotros nos sentimos concernidos con estos hechos históricos.

De todo lo comentado en estos días, la operación London Bridge es, quizás, uno de los elementos más atractivos para una reflexión mundana. Es ese plan preciso y detallado al milímetro que indica qué toca hacer desde el momento del fallecimiento de la reina. Ese plan hecho en vida para la muerte.

Es fascinante leer una hoja de ruta que lo marca todo, desde  lo puramente institucional y político, como el discurso del nuevo rey o la comunicación a los países de la Commonwealth, hasta lo más simbólico, el vestuario de luto de los periodistas de la BBC o el momento en que han de sonar las campanas del Big Ben.

Y en medio de la lectura, de pronto, te preguntas: ¿Qué plan tendríamos nosotros? No me refiero a un acontecimiento relacionado con la monarquía española, no, hablo de nosotros, de los que solo posamos coronados entre las piernas de nuestra madre. ¿Tenemos algún London Bridge? ¿Hemos pensado, al milímetro, qué queremos que ocurra en el día en que finalice nuestra “era personal”?

Quizás todos hemos jugado alguna vez a responder a esta pregunta: “¿Si te dijeran que te quedan horas de vida, qué harías?”. Nos hace gracia imaginar que nos embarcaríamos en un viaje que nunca hicimos, le diríamos cuatro verdades a un jefe que se portó como el culo, confesaríamos un amor platónico o nos entregaríamos a una muerte dulce con chocolate negro, sin topar nuestro deseo…

Es esa hipótesis, entre lo romántico y lo infantil, que solo podemos responder imaginando que tendríamos ganas y, sobre todo, que tendríamos fuerza. Que tendríamos salud para hacer de los sueños una realidad o las facultades mentales en perfecto estado para cumplir propósitos. Es, en realidad, un deseo de vida, porque situarlo junto a la muerte nos da cierta valentía para fantasear con lo que aquí no encaramos. 

Hay donantes que prometen sus órganos como legado de vida para otros. Artistas que ceden sus obras para que pervivan en el disfrute común. Pero me atrevería a decir que la mayoría de nosotros no tiene un plan

Pero ¿tenemos un plan exacto de lo que quisiéramos que hicieran otros desde el minuto justo en el que dejáramos de respirar? Como mucho, en un contexto casi de juego como el anterior, pedimos una canción –como cuando nos acercábamos a la cabina de la disco pero en modo póstumo–. Yo quiero unas Alegrías de Cádiz.

O expresamos la voluntad de que los nuestros hagan una fiesta, que brinden por nosotros con un vinazo, que hablen de cómo éramos, que lleven nuestras cenizas al Corte Inglés –esto lo pidió una señora conocida mía que había pasado allí sus mejores días de rebajas y meriendas–. Que decreten luto de tres días en nuestra ciudad, como si fuéramos reinas de otro país… No, esto es broma.

Es cierto que hay padres que proyectan un plan para sus hijos. Incluso dueños de perros que dejan instrucciones para el cuidado de sus mascotas. Hay donantes que prometen sus órganos como legado de vida para otros. Artistas que ceden sus obras para que pervivan en el disfrute común. Pero me atrevería a decir que la mayoría de nosotros no tiene un plan. Y no sé si confiamos del todo en que, en caso de habernos currado en vida un Excel con todos los pasos, alguien vaya a tener tiempo y voluntad para cumplir la nuestra.

Al final, los plebeyos nos conformamos con pensar que alguien habrá que nos eche de menos. Alguien que, cuando llegue nuestro final, sienta por un momento que se ha caído el puente que le unía a nosotros. 

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