Los renglones torcidos del Supremo Pilar Velasco
Me irrita hasta el extremo hacer el cambio de armario. No lo soporto, me enerva, me radicaliza, me convierte en un ser antipático, no me aguanto ni yo. Y me toca ponerme a ello, quizás hoy mismo.
Ya, este es uno de esos “problemas del primer mundo” que dan la risa. Es más, es uno de esos problemas típicos de persona privilegiada dentro del privilegiado primer mundo. Una especie de matrioska del privilegio que se agobia porque le toca cambiar ropa de sitio dos veces al año… hay que joderse.
Como ven, tengo meridianamente claro lo frívolo y absurdo de mi aversión, pero sería hipócrita si no reconociera que, cada vez que tengo que sustituir —que no destituir— la ropa de frío por la de calor y viceversa, me enciendo de tal modo que podría quemar todos los trapos con la mente, cual inquisidora eliminando herejes.
Intentando averiguar el porqué, el motivo, el origen de esta fobia, he encontrado más teorías que pantalones negros en mi fondo de armario y he decidido extenderlas por aquí —en su grata compañía— con intención de poner orden.
La teoría incontestable es que tengo demasiada ropa y tal exceso me asfixia. Conservo prendas que ya no me pongo repitiendo esos mantras tramposos del “por si acaso”, “le tengo cariño” y “me gustaba tanto…”… y se van acumulando en un pozo sin fondo en el que resulta complicado encontrar lo necesario.
Otra posible razón es que cada cambio de armario es un repaso vital y eso, ya lo sabemos, tiene un punto doloroso. Hacer el cambio de armario es hojear un álbum de fotos de vida en algodón, lana, seda y poliéster. Lo que llevabas puesto aquel día feliz que ya no es, el que compartiste con gente que ya no está. Esta tesis explicaría el poso de tristeza que subyace bajo mi cabreo durante el inventario estacional y emocional.
Solo algunas misteriosas prendas, así pasen los años, se adaptan a mis transformaciones como un guante elástico. Esto pasa con ciertas personas de tu vida
Otra de mis hipótesis es que la acción me hace consciente de mis cambios —los voluntarios y los inevitables—. Asumir que lo que ayer me valía hoy ya no me sirve, que lo que ayer me hacía sentir segura hoy hace que me sienta fuera de lugar. Solo algunas misteriosas prendas, así pasen los años, se adaptan a mis transformaciones como un guante elástico. Esto pasa con ciertas personas de tu vida.
Y la última teoría es que esta rutina me obliga a mirarme al espejo y enfrentarme a lo que soy: una contradicción con patas, una caótica que aborrece el desorden. Esto se lo cuento a Marie Kondo y se da al sake karakuchi (el seco), se supone que si eres una persona ordenada vives feliz en el orden y si eres un ser caótico disfrutas en el caos… Pues no, yo soy desordenada de vocación y aborrezco el desorden, una ordenada aspiracional y fracasada.
Tal vez por eso escribo, para tratar de ordenar los pensamientos que se embarullan y se mezclan en mi cabeza como prendas de distintos colores en el tambor de la lavadora.
Ahora que he desperdigado mis teorías sobre este colchón que comparto con ustedes cada semana, concluyo que tal vez mi fobia no sea tan frívola, si me la tomo como una metáfora de la vida. Que tal vez un cambio de armario es una parada que toca hacer de vez en cuando para ordenar ideas, para separarte de lo que ya no es para ti, para recordar lo maravilloso, para mirarte al espejo y asumir los cambios que se ven y los que no. Y asumir que sí, que ese inventario entristece, irrita y duele pero es necesario.
Ya estoy mejor, gracias por aguantarme en un día insoportable. Les dejo, voy a hacer el cambio de armario, aparten los mecheros de mi entorno.
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