Que me cuenten el final

Durante varios días, estuve viendo por mi barrio un cartel escrito por un gato. Vale, los gatos no escriben, el cartel al que me refiero era uno de esos llamamientos que hace un humano desesperado cuando su animal de compañía –ese “uno más de la familia” que muchos sentimos como tal– se pierde.

Seguramente, tratando de llegar con más intensidad a los ojos y al corazón de los viandantes, el autor del cartel decidió usar la voz literaria del gato que nos apelaba en primera persona:

“ME HE PERDIDO

MI NOMBRE ES ‘GOCHO’

¿ME LLEVAS DE VUELTA CON MI FAMILIA?"

Cuando convives o has convivido con una mascota y la quieres o la has querido –y si no, no la tengas– cada vez que ves alguno de esos carteles de mascotas extraviadas, sientes un pellizco. Te haces una idea cristalina de la inmensa angustia que habrá recorrido el cuerpo de quien pedía ayuda armado con un rotulador, un folio y alguna foto del animalico.

También imaginas que ese desconocido o desconocida habrá sentido un poquito de esperanza al pegar cada uno de esos mensajes en una farola. Es eso tan balsámico de “hacer algo” que nos alivia del trago insoportable de la impotencia, ese que baja del esófago al estómago y vuelve a subir, en un interminable viaje de ida y vuelta. Un bucle que no se deshace hasta que llega el final, cuando la incertidumbre pasa a negro o se transforma en luz.

A veces nos olvidamos de decir que deshicimos un nudo, pensando quizás que solo nos importa a nosotros y nos equivocamos, siempre puede haber alguien, al otro lado, pendiente de lo que nos sucede

El pasado lunes, junto a los ecos del chanelazo, el anuncio del desembarco del rey y la llegada del emir gasificado, se coló en mi día una noticia, aparentemente pequeña, pero grande en el fondo. Era la actualización de un comunicado y el sello oficial, un corazón: 

Si alguna vez has sentido temor por la pérdida de un ser humano o animal por el que sientes un inmenso afecto y al final todo ha quedado en un susto –me encanta esta expresión–, seguro que al leer la nota inferior has sentido lo mismo que yo: un pellizco… de alegría. Es ese cosquilleo que baja del esófago hasta el estómago y vuelve a subir. Un bucle que no quieres dejar de sentir nunca, cuando el final es feliz, cuando el miedo se transforma en luz.

No conozco a la persona que colgó el cartel, pero cuánto agradezco esa actualización con letra artesanal y un corazón. Agradezco que quien lanza al aire un grito pidiendo ayuda, como un mensaje dentro de una botella, nos cuente el final: si alguien acudió en su ayuda, si pudo volver de la isla de la incertidumbre. A veces nos olvidamos de decir que deshicimos un nudo, pensando quizás que solo nos importa a nosotros y nos equivocamos, siempre puede haber alguien, al otro lado, pendiente de lo que nos sucede.

Los seres humanos somos capaces de odiarnos sin conocernos –lo cual es una enorme tara en una especie inteligente– pero también somos capaces de lamentar y sentir el dolor ajeno y de celebrar su alivio y su alegría, esto es tan cierto como que los gatos no escriben.

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