El país de Savonarola

La clave del periodismo no es lo que dice sino de qué habla, así que esta semana el oficio más liberal de Occidente se ha disparado al pie sancionando el placer

Fijar agenda. Nos lo enseñan en el primer curso de periodismo porque es lo más importante de cuanto hacemos. A menudo, lo único importante. Es decir, es muchísimo más importante elegir el tema que el discurso. Por eso es indiferente qué discurso enarboles sobre inmigración u ocupación. Si dedicas mucho tiempo en antena, muchos titulares, a hablar de problemas que no existen o no son problemas, haces el juego a intereses que se ocultan detrás de la problematización de procesos naturales, como lo son los movimientos de población o la existencia de la contracultura. Así ha avanzado en Occidente la agenda fascista, con este oficio de impostores, menesterosos impostores, como cómplice imprescindible.

Para los progresistas, era muy goloso probar la carne de las espurias relaciones del líder de la España reaccionaria con el narcotráfico, pero a la vez, siempre fue una trampa para elefantes porque el lema que resume la revolución cultural de los sesenta y setenta, la revolución de las costumbres –que es muchísimo más importante que las revoluciones burguesas porque afecta al bastidor de la sociedad, a sus estructuras profundas, a sus sumisiones– era “sexo, droga y rockandroll”. El epicureísmo contemporáneo se definió así y hoy vivimos el contraataque de los tiralevitas de la Adoración Nocturna, un neopuritanismo al que no una facción menor del progresismo se ha rendido por no poder conjugar libertad sexual y fin de la explotación y la violencia. Dicho de otro modo, por no leer a Clara Serra, tal vez la única pensadora sobre sexualidad y género en este país que ha sabido conjugar los buenos propósitos del marxismo y las conquistas del liberalismo emancipador.

Hablar de si alguien es “beneficiario del narcotráfico” o “beneficiario de la prostitución” no es solo una falacia lógica por asociación –salvo que el lucro pueda ser probado ante el juez–, es una recuperación del viejo imaginario de la contaminación moral por contacto, un silogismo de naturaleza casi feudal o religiosa. En esa lógica, el linaje mancha, el vínculo personal transmite culpa y la proximidad social te convierte en cómplice o en indigno. Es una construcción del pensamiento premoderna porque rompe con los principios ilustrados según los cuales la dignidad es universal y la responsabilidad es individual, no heredada ni contagiada. Y es antiliberal porque separa a los buenos y los malos no por sus actos, sino por su aura, por sus círculos, por su impureza, por su observancia de la honra, ese concepto medieval. Es lo opuesto a una ética del derecho moderno, basada en hechos, pruebas, tipificación delictiva y presunción de inocencia. La tragedia no es solo que se difundan estas acusaciones, que son parte habitual del ruido, sino que incluso sus críticos, al replicarlas y escandalizarse, aceptamos el marco: que es relevante para el juicio político. Y así se consolida la idea de que el vínculo con el placer es en sí un signo de corrupción. Es teología moral, no política de la modernidad. 

La tragedia no es solo que se difundan estas acusaciones, que son parte habitual del ruido, sino que incluso sus críticos, al replicarlas y escandalizarse, aceptamos el marco: que es relevante para el juicio político

Tanto el narcotráfico como la prostitución forman parte de los límites oscuros de la economía del deseo, que el capitalismo tolera, impulsa, regula o margina según convenga, pero jamás elimina. Por eso, los empresarios del placer han sido figuras ambiguas, a menudo tolerados y lisonjeados pero demonizados de puertas afuera; otras, convertidos en iconos, como ocurrió con Pablo Escobar, que se elevó como un contrapoder y un líder contracultural en Colombia, hasta tal punto que las estructuras de poder lo sintieron de forma fidedigna como una amenaza a su posición, una suerte de Fidel Castro posmoderno, rodeado de la adoración de los menesterosos del país y acaudalado por un negocio ilegal vinculado al placer una parte de cuyos beneficios convirtió en acción social. 

Lo que está en juego en este tipo de acusaciones –revelación palmaria, por cierto, de lo rápido que Alberto Núñez Feijóo se quedó sin combustible en su esgrima parlamentaria con Pedro Sánchez y tuvo que fiar su éxito a un asunto alejado de la probidad en la contratación pública, que era lo que figuraba en la orden del día– no es su legalidad, sino su impureza simbólica: son negocios que no pueden presumirse respetables, escenificando una lucha moral, como si la política de una democracia liberal debiera ser garante de la virtud privada. Como si Occidente fuera hoy el Irán de los ayatolás, un régimen basado en la observancia de la regla y el temor a Dios.

Por supuesto, los negocios en las regiones oscuras de la ley potencian la explotación, la violencia y el crimen, y el narcotráfico es un mundo de pistoleros y la prostitución, la forma genuina de la esclavitud posmoderna, el punto ciego de la revolución sexual. Pero la verdadera pregunta para una democracia liberal no es si un político se ha lucrado del placer ajeno, incluso de placeres prohibidos o sobre los que pesa la ley seca (y por tanto, tomados por la delincuencia), sino si la sociedad tiene reglas claras para distinguir entre lo privado y lo público, entre el deseo y el delito, entre el linaje y la responsabilidad. Porque los representantes políticos son los heraldos de las políticas que reclamamos, no los sepulcros blanqueados de nuestros tabúes morales. La religión exige santos, predicadores del ejemplo, pero la política democrática únicamente necesita emisarios, creadores de las leyes que les encomendamos. La vida cotidiana no puede vivirse eternamente en clave de juicio final porque la gente quiere belleza, fiesta, placer y contradicción, como entendió demasiado tarde Savonarola.

La política, no obstante, puede sobrevivir a todo ello, como puede hacerlo el Estado, porque ambos preexisten a la democracia y a las sociedades libres. Había política y Estado cientos de años antes de que se hubieran formulado la democracia y los derechos humanos. Pero nosotros no, nosotros, con nuestras libretitas y bolis, nuestras grabadoras y portátiles, nuestras apresuradas crónicas y titulares grandilocuentes, somos los indigentes relatores del ahora, canallesca (preciosa palabra que alude a la condición perruna del oficio) que solo puede existir en sociedades libres. Deberíamos recordarlo antes de caer en la tentación de comprar la moral ajena, porque la canalla se alimenta con escudillas de sobras, bajo las mesas de los pudientes. Si impulsamos la política como inquisición, el placer como amenaza y el populismo moral como síntoma, debemos recordar que el predicador de la rectitud, Girolamo Maria Francesco Matteo de Savonarola, fue ahorcado y su cuerpo quemado en la Piazza della Signoria de Florencia el 23 de mayo de 1498.

Y que nosotros, después de todo, no somos Savonarola, sino sus demonios.

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