La pregunta es adónde nos lleva la escalera, no si Feijóo la sube o la baja

Hay lectores que creen que un poema debe de ser bueno, profundo y misterioso cuando no lo entienden, y votantes que, al parecer, opinan lo mismo de algunos políticos: como un día dice una cosa y al otro la opuesta, será que lo sabe todo y, en consecuencia, podemos confiar en él. Que sea a ciegas, porque, de lo contrario, la realidad les abrirá los ojos… o no, que hay mucha gente que no mira a las personas sino a las siglas, que se cree las consignas, por inverosímiles que sean, vuelve a confiar en las mismas promesas con las que ya lo engañaron una y otra vez y sigue su bandera sin hacerse preguntas, sea quien sea la o el abanderado. Si no existieran personas que actúan exactamente así, algunas cosas no habría quien las entendiese.

Hay personas que para ser perfectas necesitarían tener algún defecto, decía Karl Kraus, como si fuera posible que algún ser vivo estuviera libre de ellos. Del actual líder por las malas de la oposición —lo digo porque llegó a la silla de mando del Partido Popular a la búlgara y tras hacerle la cama a Pablo Casado—, se decía que era un estadista de una pieza, serio, moderado, eficaz, de una prudencia que le llevó a esperar en su Galicia hasta que el camino a Madrid estuviese despejado y siempre con un as en la manga, por lo que pudiera ocurrir. Se cuenta que cuando todo el mundo le empujaba a dar el salto y tomar las riendas de los conservadores tras la debacle de Mariano Rajoy, se presentó a la rueda de prensa donde revelaría su decisión con dos discursos, uno en el que aceptaba el reto y otro en el que anunciaba que no lo hacía, que fue el que decidió leer cuando supo que no había vía libre a la calle Génova. Al final entró por la puerta de atrás que le abría Isabel Díaz Ayuso, por eso es ella quien sigue teniendo la llave.

La democracia siempre es una fiesta y votar un banquete al que, eso sí, todo el mundo va a hablar mal de la cena del vecino y a contarle a sus invitados que está envenenada (...), que el género es robado o que el cocinero les va a dar gato por liebre

Que te cruces con Feijóo en una escalera y no sepas si la sube o la baja no es relevante: la pregunta es adónde nos lleva, qué hay después del último peldaño, sea desván o sótano. Y aquí está el problema, porque con él resulta de todo punto imposible saberlo, está muy claro dónde quiere llegar, La Moncloa, y que el camino le da igual; si tienes fe, cualquiera te lleva a Roma y cualquiera te lleva al poder si para ti el fin justifica los medios. La disculpa es la de siempre: lo hago por el país.

El arte que mejor domina este hombre, ahora ya lo sabemos, no es el del centrismo sino el de la contradicción, y lo hace sin límites y sin que le tiemble el pulso, diciendo digo donde dijo Diego con una habilidad de mago, nada por aquí, nada por allá, y demostrando una agilidad de saltimbanqui para ir de un argumento a su antítesis como quien cambia de orilla pisando sobre las piedras y sin despeinarse, que es como salía Tarzán de los ríos después de luchar a vida o muerte contra los cocodrilos.

Todos los días son únicos, nadie jamás los va a volver a ver en esta Tierra, como decía el maestro Ángel González en uno de sus poemas. Todos los años son igualmente decisivos, también en el ámbito de la política, y más aún los que conllevan el fin de una legislatura y la llegada de unas nuevas elecciones donde el poder lo mismo puede cambiar de manos que seguir en las mismas. La democracia siempre es una fiesta y votar un banquete al que, eso sí, todo el mundo va a hablar mal de la cena del vecino y a contarle a sus invitados que está envenenada, que es de lata, que el género es robado o que el cocinero les va a dar gato por liebre.

Así que un día habla de bloqueo institucional y otro alardea de mantener secuestrado el CGPJ; si ayer promovió en Galicia un bono cultural que dijo que era fantástico “porque valía para comprar vídeo-juegos”, hoy enfatiza que el bono cultural del Gobierno es intolerable porque sirve “para comprar vídeo-juegos en lugar de comida.” Ahora sostiene que hay que subir de los cuarenta y ocho a los cien millones las ayudas que ha anunciado Pedro Sánchez para la adquisición de libros de texto, y antes, cuando capitaneaba la Xunta, las recortó un setenta y cinco por ciento. De la mañana a la noche, pasa de criticar la “excepción ibérica” a jurar que fue idea suya y pedir que se implante en toda Europa, del mismo modo que durante lo peor de la pandemia pasó de desautorizar las limitaciones de movilidad a exigir un toque de queda. Si en su momento pidió un concierto económico para Cataluña hoy avisa de que lo hará Sánchez y será el acabose; si sugirió que “habría que replantearse la existencia de las comunidades autónomas”, actualmente lo niega todo y deja caer que otros quieren eliminarlas. En una rueda de prensa declara que “el Gobierno miente al decir que España no tiene tanta dependencia energética como la de otros países de Europa”, y en la siguiente que “España tiene una independencia energética superior a la de otros países de Europa.” Y en una misma frase es capaz de descalificar las medidas anticrisis del Ejecutivo y afirmar que se las ha copiado al PP. O tiene un gemelo que le lleva la contraria en todo o es el rey de la incongruencia.

Tal vez lo peor, con todo, sea tomar esa manera de proceder como un síntoma de hasta dónde se ha hundido nuestra política, lastrada por intereses de toda clase y enrabietada por oradores sin límites cuyo discurso invita al desprecio del rival y a la formación de bandos irreconciliables, la famosa polarización. Hay que cambiar este clima, que cada cual defienda libremente sus razones y su ideología, eso es una democracia, pero también haciendo propuestas y partiendo de la base de que no todo vale para ganar: se trata de convencer, no de vencer a cualquier precio.

Hay lectores que creen que un poema debe de ser bueno, profundo y misterioso cuando no lo entienden, y votantes que, al parecer, opinan lo mismo de algunos políticos: como un día dice una cosa y al otro la opuesta, será que lo sabe todo y, en consecuencia, podemos confiar en él. Que sea a ciegas, porque, de lo contrario, la realidad les abrirá los ojos… o no, que hay mucha gente que no mira a las personas sino a las siglas, que se cree las consignas, por inverosímiles que sean, vuelve a confiar en las mismas promesas con las que ya lo engañaron una y otra vez y sigue su bandera sin hacerse preguntas, sea quien sea la o el abanderado. Si no existieran personas que actúan exactamente así, algunas cosas no habría quien las entendiese.

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