Almeida o cómo no dar la talla no tiene nada que ver con la estatura

La expresión “dar la talla” tiene menos que ver con las sastrerías o con la estatura que con la categoría moral o la altura de miras de una persona. El alcalde de Madrid, un ser cómico con colmillos, simpático con puñal en la bocamanga, ha tropezado otra vez en la misma piedra, quizá porque la soberbia es reincidente, y este lunes volvió a las andadas y, ya sea por sectarismo, por cobardía o, más probablemente, por las dos cosas a un tiempo, no se presentó en el acto en el que el ayuntamiento que él cree que dirige le concedía el título de Hija Predilecta de la ciudad a la escritora Almudena Grandes. Resulta asombroso descubrir cuánta mezquindad y cuánto rencor pueden caber en una mentalidad tan estrecha.

El alcalde Almeida acostumbra a ser categórico, pero no tiene categoría, ni estilo, ni cintura política, y no digamos ya mano izquierda, por evitarle el susto, sino que es todo lo contrario: el típico cargo público que se apaña con cuatro eslóganes para salir del paso, que sabe que su única opción es dar el pego hasta que se la pegue y que está donde está porque el nivel es el que es y, en su caso, porque le deja la ultraderecha. Muy mal tiene que estar el Partido Popular si no tiene a alguien mejor que él y Ayuso, otra que tal baila, para gobernar la capital de España. Apuesto a que con las cosas que este hombre no sabe se podría llenar el Santiago Bernabéu, y está claro que una de ellas es que su obligación institucional es cumplir determinados protocolos, como el de este lunes: su ausencia es vergonzosa, porque da vergüenza ajena, pero también porque es una dejación flagrante de sus funciones, un acto de absentismo laboral.

Cuando Almudena Grandes murió ya rugió el regidor, buscando el aplauso fácil de lo más reaccionario del país, que, en su opinión, la autora de El corazón helado, Los aires difíciles y la serie de los Episodios de una guerra interminable “no merecía” recibir esa distinción. Me pregunté entonces en público, y vuelvo a hacerlo ahora de la misma forma, en qué basaba el pobre Almeida su dictamen, que sin duda, al estar hablando de una narradora, sería una opinión literaria, porque no vamos a pensar que sea ideológica, ¿verdad que no? Y las preguntas caían por su propio peso: ¿Cuántas novelas de Almudena Grandes ha leído? O, por dejárselo más corto y que él lo entienda: ¿Cuánto ha leído, en general? Me temo que la respuesta sería desoladora.

Almeida y Ayuso son herederos de las Aguirre y los González, de los Granados y la 'Gürtel', gente sin principios, que en lugar de una historia tienen un historial que los llevó a la cárcel o a los juzgados y que sembró la sombra de la duda a su alrededor

Si de verdad Alberto Núñez Feijóo quiere demostrar que no es cierto ese lugar común que se repite por Galicia de que “tiene más sombra que cuerpo”, es decir, que no es para tanto, y de verdad pretende devolverle al Partido Popular su credibilidad, lo primero que tendría que hacer es quitarse de en medio a personajes como los que llevan las riendas de su formación en Madrid, que a menudo rozan el patetismo. Son los herederos de las Aguirre y los González, de los Granados y la Gürtel, gente sin principios, que en lugar de una historia tienen un historial que los ha llevado a la cárcel o a los juzgados y que ha sembrado la sombra de la duda a su alrededor: la charca de Aguirre tenía el agua envenenada.

Cuando yo era muy joven, todos los años iba con Rafael Alberti a la residencia del embajador de la, entonces, Unión Soviética, donde, con motivo de no recuerdo qué onomástica, fecha señalada o día conmemorativo, encontrábamos cada año a dos invitados fijos: una era Dolores Ibárruri, la Pasionaria; el otro, Manuel Fraga, aficionado radical al caviar que allí se servía. El líder, por aquellos años, de la derecha, antiguo ministro de Franco, era absolutamente encantador con ambos, con la heroína del comunismo, que no estaba ya para muchas fiestas, si soy sincero, y con el poeta gaditano. Cada uno en su casa y dios o Marx, depende en la de quién. Eran gente que, al menos, sabía estar. Alberti, después de treinta y ocho años en el exilio, había regresado a su país y, al bajar del avión en el aeropuerto de Barajas, había dejado una frase para la historia: “Me fui con el puño cerrado y regreso con la mano tendida”.

Todo el espíritu de la Transición cabe en esas doce palabras. Y gente como Almeida no cabe, paradójicamente, porque le quedan grandes, por hacer un juego de palabras con el apellido de la escritora tan leída, querida y extrañada sobre cuya tumba ha tenido la osadía de volver a escupir. No hay problema, dentro de algunos años ella seguirá en su sitio, en el lugar al sol que se ganó con su talento y su constancia, y en cambio de él nadie recordará si era alto o bajo, rubio o moreno. De hecho, su única oportunidad de trascender es que se le asocie con Almudena Grandes como a Mark David Chapman con John Lennon, con la diferencia de que este los tiros se los pega en los pies. Cómo pueden sonar tan parecido "Almeida" y "Almudena" y ser una cosa justo la contraria de la otra. El tamaño de una persona no se mide en centímetros.

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