La seguridad, el hilo invisible que une la pandemia, Ucrania y la información Daniel Basteiro

Esta semana he ido a ver Historia de una escalera en el Teatro Español. La obra de Buero Vallejo, estrenada en 1949, sigue viva en la versión que presenta en 2025 la directora Helena Pimenta. Ya nos decía Eurípides que los mortales necesitan dioses eternos. Pero no se trata de que existan cosas inamovibles, como pretenden los seres mortales para justificar sus mundos por encima del bien y del mal. La mirada de nuestros ojos cambia con la piel de la historia, y el escenario que habitamos nos interpela en sus movimientos con nuestras propias preguntas. La historia está en los grandes acontecimientos, en las fechas que enmarcan los sucesos públicos, pero también en una casa, un corazón, una escalera de vecinos.
Yo empecé en 1981 a dar clases de literatura y a explicar Historia de una escalera. Miro como un espectador de 2025 hacia el joven que empezaba a trabajar hace 44 años y me envuelvo en un drama que habla del paso del tiempo y de los logros o las frustraciones vividas. Entre 1919 y 1949, con una República modernizadora y una Guerra Civil que lo bombardeó todo, un muchacho y una muchacha se enamoran, piensan en el futuro, lo llenan de sueños. La vida sube y baja luego por las escaleras, y los sueños se descomponen entre renuncias, pactos con la realidad y decepciones. La pareja que no pudo ser feliz deriva en una separación y en unos matrimonios no deseados. Nacen así otro muchacho y otra muchacha, que vuelven a enamorarse años después y a repetir la misma conversación llena de sueños que habían mantenido el padre y la madre antes de fracasar.
Con el paso del tiempo, y nuestro mundo tiene ya muchos años pese a los espectáculos de la modernidad, vivir supone negociar con los fracasos, comprender con orgullo los éxitos y ordenar de manera habitable el tiempo que hay por delante
En la última escena, desde lo alto de la escalera, los padres derrotados escuchan en secreto la conversación de los hijos, recuerdan su pasado y se miran. También miran los espectadores y en esa mirada hay una pregunta que debe responderse: ¿la historia siempre se repite, están los jóvenes condenados al mismo fracaso que sus padres? Ese era el asunto principal que establecía siempre en mis clases. El optimismo y el pesimismo, la ilusión y la fatalidad, la esperanza o la condena, se daban cita en una mirada final. Y les explicaba a mis alumnos, a la hora de defender el conocimiento de la historia, que la repetición de los problemas no tiene por qué significar la repetición de un mal desenlace. Es un acierto de Helena Pimenta añadir al final de la representación una frase escrita por Buero Vallejo años después de su obra, en la que se defiende la libertad y la responsabilidad de los seres humanos sobre los acontecimientos sociales. Buero, por ejemplo, vio fracasar la República en 1939 y triunfar la democracia en 1978, una democracia que resistió y se sobrepuso al golpe de Estado de 1981.
La historia se repite, como decía Ángel González, igual que la morcilla y otros alimentos pesados y difíciles de digerir. Pero somos responsables en cada situación de los posibles desenlaces. Cuando el mundo se vuelve del revés una vez más, la paz de Troya salta por los aires, irrumpe la guerra, la violencia, el autoritarismo, la humillación de las mujeres y los sacrificios públicos, podemos preguntarnos qué tipo de caballo invade hoy nuestras ciudades y qué podemos hacer para evitar una tragedia descarnada. Hacer uso de la memoria es inseparable de los ejercicios de conciencia y de la imaginación del futuro. Con el paso del tiempo, y nuestro mundo tiene ya muchos años pese a los espectáculos de la modernidad, vivir supone negociar con los fracasos, comprender con orgullo los éxitos y ordenar de manera habitable el tiempo que hay por delante.
Los héroes clásicos asisten a la derrota y a la muerte de sus hijos. La muerte de un hijo los deja secos, los padres son desde entonces simples supervivientes, aunque a veces la boca de esos hijos haya sido más peligrosa que la dentadura de una víbora. Pensar en el futuro propio es preguntarse por los hijos, por la realidad que ellos viven, por un porvenir que va más allá de la sucesión biológica. Todo futuro, hasta el de los seres mortales que envejecen en el vértigo de la velocidad, es una herencia. La conversación entre padres e hijos supone un regreso a la infancia, una negociación con los fracasos y los sueños rotos en busca de una nueva posibilidad de futuro. No hay peor guerra que el corte generacional, la falta de diálogo entre los jóvenes y los viejos de la tribu.
Lo que debe evitarse, y eso nos lo enseñan también los clásicos, es que la derrota o la victoria nos hagan perder la dignidad. Como los tiempos cambian y los dioses se parecen mucho a los seres mortales, resulta conveniente no creer en las legitimaciones eternas, ni en las verdades indiscutibles. Conviene debatir sobre el concepto del honor, lo que cada tiempo exige, lo que nos exige la propia conciencia. Y en ese debate no hay por qué abandonarse al fanatismo que es siempre un disfraz legitimado de la fatalidad.
Las miradas que nos cruzamos en la escalera, aunque no tengan motivos para el optimismo, permiten mantener el compromiso con la esperanza: en Europa, en España, en el mundo.
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