Del adanismo utópico al cuñadismo científico

O el pensamiento es libre en alguna medida o carece por completo de sentido que siga usted leyendo este texto. Porque si cuanto yo pueda expresar a continuación es el resultado poco menos que inexcusable del conjunto de circunstancias y determinaciones que me constituyen, de tal manera que no pienso otra cosa que aquello que no tengo más remedio que pensar, aplicando esa misma lógica todo cuanto pueda opinar usted, amigo lector, acerca de lo aquí expresado tendrá, de igual forma, un carácter obligado. La misma obligación que nos habría reducido a ambos poco menos que a la condición de muñecos de un inescrutable ventrílocuo (¿el sistema?, ¿la sociedad?, ¿el poder?).

 Pero semejante argumentación tiene mucho de paradójica porque, si continuamos aplicando la lógica del párrafo anterior, cualquiera podría suscitar una cuestión igualmente ineludible: ¿por qué no aplicar idéntica valoración a la presente reflexión por entero y afirmar que también la sospecha que se acaba de plantear respecto a nuestros pensamientos y a sus posibles interpretaciones es ella también una sospecha obligada y, en consecuencia, lejos de ser todos nosotros pretendidos espíritus críticos capaces de poner en cuestión cualquier idea o discurso, sospechamos aquello que no tenemos más remedio que sospechar? De encontrarnos ante una paradoja, esta no sería otra que la conocida paradoja del escéptico, según la cual el escéptico duda de todo excepto de la afirmación de que hay que dudar de todo, que esa sí la cree a pie juntillas.

Por supuesto que los hay que entienden que semejante orden de reflexiones no pasan de ser abstrusas disquisiciones sin demasiada aplicación al mundo real, pero que algunas personas, fundamentalmente las que se dedican a la enseñanza de la filosofía, se empeñan, porque les va la supervivencia en ello, en presentar como necesarias para la formación integral de nuestros jóvenes. Sin embargo, quienes desdeñan las anteriores consideraciones por juzgarlas elucubraciones sin relación alguna con la realidad no es extraño que, luego, declaren cosas tales como que el motivo por el que determinados ciudadanos mantienen opiniones a su juicio equivocadas es el hecho de que en realidad no piensan por sí mismos sino por poder interpuesto, siendo, por ejemplo, unos medios de comunicación al servicio de fuerzas ocultas (grandes corporaciones, grupos empresariales, gobiernos…) los que terminan hablando a través de sus bocas.

Aunque el rizo todavía se puede rizar más, y puede darse el caso de que esas mismas personas, cuando disponen de la oportunidad y de los medios para hacerlo (pongamos por caso, a través de campañas institucionales), se empeñen en decirles a los ciudadanos lo que efectivamente deben de pensar. Esto es, lejos de esforzarse en que los presuntos muñecos se emancipen de una vez por todas de la tutela del ventrílocuo, aspiran a ocupar el lugar de este para que sean sus opiniones las que esos mismos muñecos vehiculen ahora como propias.

 Acertaría quien señalara que las observaciones expuestas hasta aquí son todas ellas de una notable antigüedad en la historia del pensamiento y que, de las consideraciones de los clásicos griegos acerca de la doxa y la episteme a las reflexiones, tan caras a la tradición marxista, acerca de la ideología como falsa consciencia, las reservas acerca de la real autonomía del pensar de los individuos constituyen un viejo lugar común. Es cierto. Pero lo es todavía más que las críticas a la importancia de tales consideraciones teóricas poseen, si cabe, mayor antigüedad y, sin embargo, se siguen repitiendo -desde la inaugural risa de la muchacha tracia ante las preocupaciones del filósofo Tales de Mileto, narradas por Hans Blumemberg en su conocido libro del mismo título-, como si resultaran una notable y originalísima aportación teórica.

Mucho me temo que, en el caso de que se hiciera una cata a ciegas de citas, nos llevaríamos una notable sorpresa comprobando quiénes y cuántos suscribirían, incluso con entusiasmo, la del fundador de la Legión

Uno de los más recientes episodios de este desprecio hacia la teoría, que es en última instancia desprecio hacia el conocimiento en cuanto tal, ha venido representado por aquel alto cargo (alta carga habría que decir, con algo más de propiedad) que se atrevió a recomendar a las autoridades educativas más atención a la cuestión del consentimiento y menos a las matemáticas (en concreto, a las raíces cuadradas, epítome de la inutilidad, según esta persona). No descarto que haya habido quien ha considerado semejante recomendación como el no va más en lo tocante a la preocupación por los problemas reales de nuestra sociedad. Los que así piensan probablemente lo hagan porque, por edad, no están en disposición de recordar la última vez que alguien en el espacio público y desde posiciones de poder equivalentes se atrevió a hablar en términos extremadamente parecidos. Lo hizo un tal José Solís Ruiz, secretario general del Movimiento durante el franquismo, ministro en diversos gobiernos de la época y conocido en su momento por el apodo de “la sonrisa del Régimen”. Suya es la autoría de la frase «menos latín y más deporte», tan parecida a la que comentábamos, frase que se remataba con una duda, calcada también de la que formulara el mencionado alto cargo actual: “¿Para qué sirve hoy el latín?“.

En su momento le cayeron por su afirmación al inefable falangista, desde sectores de la izquierda ilustrada, una auténtica catarata de críticas. Sorprende, a este respecto, el silencio, cuando no la indulgencia, con la que ha sido recibida en nuestros días, por parte de los presuntos herederos ideológicos de aquellos críticos, la afirmación paralela. Podemos debatir para qué sirve exactamente el latín o las raíces cuadradas, pero acerca de lo que no hay la menor duda es para qué sirven tales ejercicios de cuñadismo vulgar y banal (valga la redundancia), representados por este tipo de afirmaciones. La mejor de las hipótesis es que no sirvan para nada. La peor que, de perseverar en esta senda, algunos no se darán por satisfechos parafraseando a José Solís Ruiz y acabarán parafraseando a Millán Astray quien, en la versión más benévola de su enfrentamiento con Unamuno, llegó a afirmar que “si la inteligencia sirve para el mal, muera la inteligencia".

Sé que esto último a más de uno le podrá parecer exagerado, sobre todo por la siniestra catadura del personaje, pero, si lo examinamos a la luz de lo que estamos viendo últimamente, esto es, de la rampante y anti-ilustrada moralización preventiva que desdeña cualquier análisis racional que pueda poner en cuestión las propias convicciones (de ahí también que prefiera de manera sistemática apelar a la emoción antes que a la inteligencia, ¿o es que acaso se necesitan ejemplos?) tal vez no lo parezca tanto. Mucho me temo que, en el caso de que se hiciera una cata a ciegas de citas, nos llevaríamos una notable sorpresa comprobando quiénes y cuántos suscribirían, incluso con entusiasmo, la del fundador de la Legión.  

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Manuel Cruz es catedrático de filosofía y expresidente del Senado. Autor del libro 'El Gran Apagón'. El eclipse de la razón en el mundo actual (Galaxia Gutenberg).

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