Algoritmo en la granja

Hay una columna que a uno le sale escribir de forma casi inmediata, impulsiva y barruntada desde un íntimo cabreo, también desde lo que interpreta como un indiscutible sentido común. Una columna en la que, frente a la desinformación y la manipulación, también frente a la torpeza, la tibieza o al más zafio electoralismo, uno no podría sino dar la razón al contenido de las declaraciones de Alberto Garzón sobre la ganadería intensiva, su contaminación, la peor calidad de su carne, incluso sobre los riesgos sanitarios, y no solo medioambientales, que acarrea, amén de un largo etcétera de datos y evidencias económicas y ecológicas fácilmente localizables o demostrables.

Una columna que uno podría sin dificultad continuar con una crítica más o menos encendida a la falta de arrojo, cuando no a la enorme torpeza, del PSOE en este como en otros asuntos. También ante el riesgo cierto de que el PSOE se sitúe en la enésima derrota frente a las ofensivas culturales o ideológicas de las derechas. Y se podría avanzar fácilmente en esa columna señalando también la infame actuación de las derechas, políticas y mediáticas, su dimisión de toda racionalidad deliberativa, de todo sentido compartido de un espacio político común.

Esta columna podría concluir con alguna forma retórica de lamento ante la deriva de la política española, haciendo apelaciones, por qué no, a los sinsabores de la polarización, a la perversión del sistema político español, incluso a una suerte de corrupción moral de las derechas paralela a una renuncia ideológica y cultural de las tibias izquierdas socialistas que nos abocaría, en un juego de suma cero, a la parálisis en la que nos encontramos, bloqueando todo avance o progreso social y cultural, amén de económico y ecológico.

Pero no me creo una columna así. De entrada, no sé, honestamente, para qué sirve. O, peor, si no sirve para lo contrario de lo que pretende: queriendo seguramente describir las razones que anidan detrás de esta enésima guerra electoral o cultural, esto es, pretendiendo darse y darnos la razón, uno no deja sin embargo de escribir en un medio de izquierdas, desde planteamientos de izquierdas y para lectores de izquierdas, lo que, me temo, es menos racional de lo que parece. ¿Por qué? Pues porque seguramente este tipo de columnas busquen, más que la razón, una suerte de autoafirmación colectiva. Y, seguramente, esta búsqueda, en el fondo, sea la de confirmar una pertenencia, la de saberse formando parte de algo, tenga o no capacidad esa pertenencia de abrirse a otros —vale decir, de convencer más allá de un espacio ya convencido— y, por tanto, de hacer eso que busca la política —o el conocimiento políticamente situado—, que no tiene tanto que ver con tener o darse a uno mismo la razón como con ganarla o conquistarla ahí fuera.

Y es que no puedo dejar de preguntarme quién está ganando hoy este debate político o esta pseudo guerra cultural sobre la ganadería, la ecología y la economía. ¿La verdad o la razón de los hechos? ¿El saber ecológico? ¿La izquierda?

Y esta sensación que tengo con la columna que vengo de imaginar es la misma que me despiertan las declaraciones de Garzón y, sobre todo, el debate y las polémicas que han suscitado después. Por más verdad que contengan esas declaraciones, no creo que la sensación de victoria moral o cultural (¡vamos ganando, las declaraciones de Garzón van ganando en el debate público!) que identifico estos días en las redes —de izquierdas—, las columnas —de izquierdas— y las tertulias —sí, de izquierdas—, esté del todo fundada. Y es que no puedo dejar de preguntarme quién está ganando hoy este debate político o esta pseudo guerra cultural sobre la ganadería, la ecología y la economía. ¿La verdad o la razón de los hechos? ¿El saber ecológico? ¿La izquierda? ¿Una parte de la izquierda frente a otra —con el riesgo evidente de desgaste hacia dentro y hacia fuera de ambas—? ¿Garzón como ministro de una cartera vaciada en un momento de pérdida progresiva de visibilidad?

Seguramente todos estos espacios estén ganando algo, pero no sé, honestamente, si entre todo el ruido generado estamos sabiendo leer más allá de los enfrentamientos recíprocos, de las victorias y derrotas parciales de unos y otros, para tomar nota de qué ha salido bien y qué mal, o qué sirve y qué no para ganar en la sociedad, y no en la izquierda o en una parte de ésta frente a otra, estos debates o guerras culturales. Hay al menos tres razones que sostienen mi sospecha:

Es común, en primer lugar, que parte de los que nos damos estos días la razón porque compartimos el fondo de lo dicho por Garzón tendamos a escandalizarnos por la reacción aparentemente delirante de las derechas (¡ganadería o comunismo!) tanto como por la mezcla de tibieza, torpeza y desideologización del PSOE. Como si ambas cosas, la huida demagógica hacia adelante del PP y la confusión entre electoralismo y vaciamiento ideológico del PSOE, fueran alguna novedad con la que no contábamos. No, conocemos ambas tendencias y debemos contar con ellas si queremos ganar alguna guerra cultural, o algún debate legislativo y programático. No es su existencia la que nos dota de razones, sino la que nos obliga a idear tácticas políticas y comunicativas que nos permitan sortearlas y vencerlas. Son, nos gusten más o menos, las reglas del juego político hoy, al menos dos de las más evidentes:

Por un lado, debemos contar con una progresiva radicalización comunicativa de unas derechas en permanente huida hacia adelante, seguramente porque han quedado atrapadas en una circularidad perversa: son incapaces de pensar y actuar más allá del neoliberalismo al tiempo que ven cómo las consecuencias sociales, económicas y culturales del neoliberalismo están aupando a unas extremas derechas que pueden acabar fagocitándolas, de forma que no pueden dejar de alimentar a su propio antagonista, al tiempo que se mimetizan con él para evitar ser devorados por su empuje electoral. Por otro lado, una socialdemocracia que, ante la dificultad de articular a su electorado tradicional, cada vez más dividido entre campo y ciudad, ganadores y perdedores de la globalización, antiguas clases trabajadoras con nuevas clases medias, jóvenes precarizados y expulsados de los mercados de trabajo con nuevos profesionales universitarios, se ve arrojada a una constante indefinición programática y un vaivén comunicativo cada vez más trágicamente inconsistente, como hemos visto con su dubitativo apoyo y condena sucesivas a las macrogranjas. Pero si estas son parte de las reglas del juego político hoy, no creo que se gane nada denunciándolas sino contando con ellas para vencer frente a ellas, arrastrando a nuestro terreno el debate social o ganando las batallas que no puedan enfrentar el resto de fuerzas políticas.

Pero, y esta es mi segunda razón, no contar con estas reglas de juego, o limitarse a denunciarlas cuando no a darse de bruces contra ellas, es posible que nos lleve, en el mejor de los casos, a ganar en la izquierda (doblándole al PSOE el brazo en este caso) pero a perder fuera de ella, en ese espacio difuso que es la sociedad. Es bien posible que, en la polémica Garzón, estemos ante un cierto sesgo algorítmico de confirmación, no muy distinto al que hemos tenido frente a Ayuso: esa tendencia a creer que uno tiene “la razón” y además la está ganando mientras el “libertad o comunismo” acaba teniendo una aplastante razón electoral.

De forma que, y voy con mi tercera razón, podemos, qué duda cabe, doblarle el brazo al PSOE, mostrar su torpeza condenando las obvias declaraciones de Garzón y cómo esta condena alimentó una polémica en la que una derecha radicalizada olió sangre en la izquierda y decidió morder hasta el final. Pero contentarnos con ese gesto es, me temo, perder de vista las posibilidades que nos ofrecen esas mismas reglas de juego. Porque tengo la duda, y no deja de ser una duda, de si no hemos convertido un tema que podía ser de partida ganador en tanto que transversal (la ganadería intensiva pero, sobre todo, el modelo económico en el que se fundamenta y apoya) en un enésimo debate polarizado entre izquierda y derecha. La duda de si no merecía la pena plantear el debate de una forma articulada, trabajada, controlando los tiempos (quizá no a las puertas de unas elecciones autonómicas, o sí pero tras un trabajo con organizaciones de la sociedad civil, artículos en prensa, propuestas legislativas y coordinación con otros actores políticos) y las fuerzas con las que uno cuenta.

Y todo ello para ganar, claro, no a la izquierda, no a tu socio de Gobierno y con el que aspiras a seguir gobernando dentro de dos años, tampoco necesariamente frente a la derecha, sino en la sociedad. Y no, no es un canto al cielo o una crítica exquisita de un debate del que era imposible prever sus dimensiones, es que es así como se han ganado otros debates sociales, otras guerras culturales, como la salud mental de Errejón y la necesidad de los ERTEs de Yolanda Díaz, por ejemplo. Debates sociales que forzaron al conjunto de las fuerzas políticas a apoyarlos, que fueron, en ese sentido, hegemónicos porque supieron blindarse tanto frente a la huida hacia delante radicalizada de las derechas como ante la incapacidad programática e ideológica de la socialdemocracia —o lo que quede de ella—.

Quedan dos años de legislatura que, me temo, van a exacerbar la radicalización de las derechas y la dificultad o parálisis programáticas del PSOE, y en estos dos años está en juego saber lidiar y ganar en la sociedad, no en nuestras redes sociales o columnas de opinión, tampoco en ese perímetro en retroceso que es la izquierda, batallas culturales trascendentes, precisamente las que nos permitirán transformar materialmente nuestra sociedad: reforma fiscal, transición ecológica, política de rentas —también de rentas básicas— más allá del raquítico IMV, refuerzo y ampliación de las instituciones públicas —sanidad, educación, cultura— y del consiguiente gasto público, y un largo etcétera.

Abrir debates sociales y ganarlos dentro de nuestros espacios de referencia puede llevarnos en no pocas ocasiones a perderlos fuera. Y fuera hace demasiado frío.  

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Jorge Lago estudió Sociología en Madrid, París y Bruselas. Ha sido investigador en la Complutense y el CNRS francés, y es hoy profesor de Teoría Política Contemporánea en la UC3M, además de editor de Lengua de Trapo.

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